Bailar sobre un volcán: La regla del juego, de Jean Renoir

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“Para mí, el artista sin el cual no podría haber un canon fílmico es Jean Renoir, y la película sin la que un canon es inconcebible es La regla del juego
-Paul Schrader

—¡Corneille, acabe con esta comedia!, –grita desesperado el Marqués Robert de la Chesnaye a su mayordomo.
—¿Con cuál?, –responde el atribulado empleado.
No hay ironía en su pregunta pero a primera vista podría haberla. El Marqués se está refiriendo al guardabosques de su castillo que persigue –pistola en mano– a un criado, presunto interés romántico de su esposa Lisette, mientras este huye tratando de camuflarse entre los invitados a una fiesta que suponen que los disparos que escuchan hacen parte de una broma planeada. Sin embargo, –si nos fijamos bien– el aristócrata alza en ese momento en vilo a Geneviève, su amante, víctima vociferante y agitada de una crisis nerviosa. Le ayuda a sostener a la mujer un heroico piloto, amante de su esposa Christine, que a su vez no sabe si optar por este último, por otro de los invitados a la fiesta, o por su mejor amigo, Octave. Como se ve, la ridiculez y la confusión cunden y por eso la pregunta de Corneille ya se antoja menos imprudente.

La regla del juego (1939)

La regla del juego (1939)

Estos enredos amorosos que involucran a dos triángulos románticos de muy distintas posiciones sociales constituyen el eje dramático bifronte de una película excepcional, La regla del juego (La Règle du jeu, 1939), la obra cumbre de Jean Renoir. Según un alborozado Truffaut es “el credo de los amantes del cine, la película de películas”, (1) pero es mucho más. Es crítica social, sátira, farsa, réquiem amargo por una época, cínica disección antropológica, aguda voz de advertencia. Aunque parezcan abundantes, los calificativos parecen estrechos al momento de significar lo que este filme representa para el cine francés y lo que ha representado para los que la han visto, como lo expresaba Alain Resnais: “Pienso que La regla del juego es la más abrumadora experiencia que he tenido en el cine. Cuando salí de la sala recuerdo que tuve que sentarme en la acera, me quedé sentado durante más de cinco minutos y después comencé a caminar por las calles de París durante un par de horas. Para mí todo se desordenó. Todas mis ideas sobre el cine cambiaron. Cuando estaba viendo la película mis impresiones eran físicamente tan fuertes que pensaba que si esta o aquella secuencia continuaba una toma más, yo iba a romper en llanto o a gritar o a hacer alguna cosa” (2).

Tiempo de mentir
Renoir retrataba a la sociedad privilegiada francesa con indudable dolor y con un gran conocimiento de causa. Veía en esa burguesía caduca a un modelo antropófago y endogámico que se estaba muriendo por dentro, y que estaba causando estragos con los estertores de su agonía, permitiendo y tolerando el surgimiento de movimientos totalitarios en esa Europa en los albores de la Segunda Guerra Mundial; un terror que se incubaba con la anuencia de estos seres boyantes, frívolos y ociosos que daban la espalda a lo que ocurría más allá de las fronteras francesas. Ese mismo año, al momento del rodaje del filme, Franco ocupa Barcelona y la republica española es abatida, mientras Hitler invade Checoslovaquia. Constituían “una sociedad que baila sobre un volcán”, como bien lo expresó Renoir, pero parecían no verlo ni sentirlo.

El grupo de la partida de caza en La regla del juego (1939)

El grupo de la partida de caza en La regla del juego (1939)

Esa aristocracia francesa vivía bajo unas reglas sociales bastante permisivas para aquellos que las seguían, pero completamente excluyentes para quien no las conociera y las aplicara. Todo valía, siempre y cuando no se hiciera público. La hipocresía y la doble moral eran la moneda legal entre ellos. Como bien le dice el piloto a Christine cuando acuerdan fugarse: “No puedo raptar a la mujer de mi anfitrión, que me llama amigo, a quien le doy mi mano, sin explicación”. Sólo en el ámbito más privado se permitía romper esas reglas de juego y sincerarse, decir la verdad, revelar algún secreto, alguna debilidad poco aceptada. Pero de puertas para afuera imperaba una tácita ley del silencio que disimulaba mentiras, escándalos, traiciones, adulterios, concubinatos, odios, perversiones, dolor, crímenes y muerte, para dar una apariencia inmaculada de respetuosa etiqueta, refinados modales y profunda dignidad y decoro. Se miente, en últimas, para preservar un orden social. Y ellos son conscientes de eso, así lo asumen. En la película, el personaje de Octave dice que: “Eso es típico de nuestra época. Ahora todo el mundo miente. Las farmacias, los gobiernos, la radio, el cine, los periódicos. ¿Cómo no vamos a mentir los particulares?”. Renoir, cansado de tal sainete, quiere quitarles la máscara, quiere descubrirlos ante nuestros ojos, quiere que sepamos cómo son por dentro cuando no están mintiendo.

Roland Toutain y Nora Gregor en La regla del juego (1939)

Roland Toutain y Nora Gregor en La regla del juego (1939)

¿Cómo lograrlo y salir indemne? El director, guionista y actor había tenido éxito con su filme previo, La bestia humana (La Bête humaine, 1938) y tenía ahora la posibilidad de formar una compañía independiente. Con su hermano Claude, el compositor Camille François, el productor Olivier Billioux y su asistente André Zwoboda, forma una cooperativa, la Nouvelle Edition Francaise (NEF), para realizar dos películas anuales. Su primer proyecto será conocido inicialmente como Fair Play, para convertirse luego en La regla del juego, una “fantasía dramática”, inédito género inspirado en la tradición del teatro francés y que bebe de muy diversas fuentes, como nos lo cuenta Martin O’Shaughnessy en su texto Jean Renoir: “Tres influencias se destacan: las de Marivaux y Beaumarchais, del siglo XVIII, y Musset del siglo XIX. Aunque es imposible identificar la contribución exacta de cada uno, uno podría aproximarse de esta forma: de Marivaux, Renoir extrajo un cinismo elegante y unos personajes cuyas vidas giran alrededor del amor; de Musset, elementos esenciales del argumento y un poco confortable tono tragicómico; de Beaumarchais la crítica implícita a una complaciente clase dominante al borde de una catástrofe, y los affaires amorosos paralelos entre amos y sirvientes. Mezclando elementos de sus predecesores y añadiendo y cambiando roles, Renoir produjo un argumento que era más complejo y confuso que cualquier cosa que él hubiera heredado” (3).

Roland Toutain y Marcel Dailo en La regla del juego (1939)

Roland Toutain y Marcel Dailo en La regla del juego (1939)

En su autobiografía Mi vida y mis películas, publicada en 1974, Renoir afirma que su idea inicial era hacer una versión actualizada de Les Caprices de Marianne, de Alfred de Musset. Así mismo reconoce la influencia de la música barroca francesa para indicarle que tipo de personajes quería retratar y ve una inspiración en “algunos de mis amigos para quienes las intrigas amorosas eran la única razón de ser” (4). El guión lo escribieron Renoir, Zwoboda y Carl Koch, el director alemán que Renoir había contratado en 1936 como asesor técnico para La gran ilusión (La grande illusion, 1937) y que posteriormente escribió el guión de La Marseillaise (1938).

Aunque los personajes y las situaciones fueron cambiando a medida que se hacían reescrituras, Renoir y sus colaboradores sólo habían planeado las cosas hasta el momento en que los protagonistas se reúnen en el castillo de la Colinière para una partida de caza. De ahí en adelante se improvisó a partir de una breve sinopsis, una práctica habitual en este director durante sus rodajes. Inicialmente se había considerado a Fernand Ledoux, Simone Simon, Pierre Renoir y Roland Toutain en los papeles principales, pero Renoir optó por la princesa Starhemberg (Nora Gregor sería su nombre artístico) –exiliada en Francia con su esposo, heredero al trono austriaco– para el papel de Christine. Dalio interpretaría al Marqués, mientras Toutain sería el piloto y Mila Parély sería la amante del Marqués. Jean Renoir se reservaría el papel de Octave. El rodaje se iniciaría el 15 de febrero de 1939 cerca de La Ferté-Saint-Aubin en la Sologne. En junio ya había cuarenta y dos mil metros de filme para montar. La película había superado los cinco millones de francos, dos de los cuales habían sido suministrados por la Gaumont, deseosa de coproducir la cinta.

Las reglas de la vida
La regla del juego empieza con André Jurieux, un piloto que acaba de hacer un vuelo transatlántico en solitario y que en una declaración radial, en vivo y en directo, se muestra decepcionado ante la ausencia en el aeropuerto de Christine, la mujer que ama. Ella y su esposo, el judío Marqués de la Chesnaye han escuchado la transmisión radial, pero no comentan nada al respecto. El marqués tiene una amante, Geneviève, de la que desea desprenderse y por eso prefiere estar en buenos términos con su esposa. Planean pasar unos días en la Colinière, y gracias a los buenos oficios de Octave, un amigo de juventud de Christine, Jurieux consigue ser invitado. Geneviève irá también. La pareja, cada uno con su amante, más Octave, serán los ocupantes temporales del castillo, al que también son invitados otros miembros de la aristocracia. Paralela a esta situación se nos describe la de la servidumbre de la Colinière: Schumacher el guardabosques es el esposo de Lisette, la dama de compañía de Christine. A ocupar un cargo de criado llega un antiguo cazador furtivo, Marceau, quien rápidamente se interesa –y al parecer es correspondido– por Lisette.

En el centro Julien Carette el cazador furtivo de La regla del juego (1939)

En el centro Julien Carette el cazador furtivo de La regla del juego (1939)

La película se desarrolla inicialmente con un planteamiento clásico: todo el drama es desatado desde la primera escena por las imprudentes declaraciones públicas de Jurieux, cuyas consecuencias al principio se dejan ocultas. Tras presentarnos convenientemente a los personajes, Renoir los saca de su ámbito natural y los lleva al campo, a una hacienda que trata de ser territorio neutral y que nos permite estudiarlos más de cerca. Vemos sus ritos, sus modales y su manera de relacionarse (tanto los de arriba como los de abajo) y vamos haciéndonos conscientes del entramado de hipocresía que los rige. En el medio está Octave, un hombre que no pertenece exactamente a ellos, que se mueve entre ambas clases sociales y que –gracias a su don de gentes y a sus contactos sociales– sirve de intermediario, de maestro de ceremonias, quizá de invisible titiritero de todo lo que ocurre. Que Octave haya sido interpretado por el propio Jean Renoir no es casual: él dirigió la película delante y detrás de cámaras, papel dual que le añade complejidad y modernidad a su labor como autor. Octave alcanza a anticipar lo que va a ocurrir, pero no puede evitar la fuerza de los acontecimientos. Una violenta partida de caza, donde las víctimas son conejos y faisanes, anticipa lo que los invitados al castillo son capaces de hacer y nos muestra cual es el castigo para los más débiles, para los que se atreven a romper sus reglas y a intentar penetrar en su mundo. Hasta ahí todo es pompa y circunstancia, risas fingidas, reverencias, amistades por conveniencia. Pero empieza la fiesta nocturna en la Colinière, llegan más invitados, hay música, hay teatro, hay licor. Y todo cambia.

La película se hace otra, más rápida, más caótica y anárquica. Simbólicamente los personajes están disfrazados durante la fiesta y en un momento dado, casi de súbito, se despojan de sus disfraces morales. Christine se retira a solas con St. Aubin, otro invitado. Luego este se trenza a golpes con Jurieux. El piloto y Christine deciden fugarse. Luego ella cambia de idea y le confiesa su amor a Octave. Jurieux y el marqués discuten. Schumacher descubre a su esposa y al criado en actitudes románticas y persigue a Marceau disparándole en medio de los invitados a la fiesta. Todos corren y gritan. Geneviève sufre una crisis nerviosa. Ah, y Octave casi no logra quitarse el disfraz de oso.

Octave (Jean Renoir) incapaz de quitarse el disfraz de oso en La regla del juego (1939)

Octave (Jean Renoir) incapaz de quitarse el disfraz de oso en La regla del juego (1939)

Hay comedia con un personaje émulo de Chaplin (Marceau), hay carreras dignas del slapstick de Mack Sennett, hay vodevil, romances furtivos y fugaces, besos, lucha, golpes, intentos de fuga, disparos, sofocos, gritos, caídas, disculpas, renuncias, muerte. Renoir captura toda la acción de ese tramo final con una cámara cuyas bondades técnicas habían sido claves en El crimen del señor Lange (Le Crime de monsieur Lange, 1936) y a cuya agilidad y libertad se suma una profundidad de campo que le permite amplificar la acción dentro del cuadro sin que tenga por ello que desplazarse siguiendo a los protagonistas. Cuando lo hace nos ofrece unas panorámicas repletas de personajes que hablan y se mueven en diversas direcciones en medio de sofisticados salones que nos recuerdan las comedias norteamericanas de los años treinta, un juego aparentemente errático que registra sin perder detalle gracias a unos travellings fluidos que nos hacen ser testigos privilegiados de estas pasiones demasiado fuera de control y donde las diferencias entre los aristócratas y la clase popular, representadas por los sirvientes, son ahora sí marcadas: mientras el asunto entre Jurieux y Christine lo dirime el Marqués “civilizadamente”, Schumacher decide vengar su honor con sangre. Al final, por fortuna para los aristócratas (y para la servidumbre), todo vuelve a la normalidad. Marceau y Octave, que no pertenecían a ese mundo, son excluidos y ambos abandonan el castillo. Mientras Jurieux, que fue el primero en romper las reglas y en intentar –gracias a su heroísmo y a su honestidad– penetrar un mundo privilegiado, es castigado por su osadía. La película concluye con los aristócratas regresando al castillo nocturno. Pero observemos con cuidado: son realmente sus sombras las que vemos desfilar.

Opening Night
Es el 7 de julio de 1939 y llega por fin la hora del estreno del filme. La reacción del público es absolutamente negativa: silbidos, protestas, abucheos; hasta intentan quemar un teatro. La mezcla de sofisticación, exceso de personajes, aparente redundancia, castigo al heroísmo patriótico y la presencia de una austriaca y un judío en los papeles principales hicieron que los espectadores le dieran la espalda a la película, azuzados por los partidos de derecha, que no veían saludable la actitud de Renoir. Sólo la extrema izquierda y algunos críticos recibieron positivamente el filme, que sufrió abundantes cortes, buscando satisfacer a la audiencia. Nada fue posible hacer para lograrlo. Bazin explicaba el fracaso del filme al referir que: “Como historia de amor convencional, la película hubiera sido un éxito si el guión hubiera respetado las reglas del juego fílmico. Pero Renoir quería hacer su propio estilo de drame gai, y la mezcla de géneros demostró ser desconcertante para el público” (5).

Jean Renoir, Roland Toutain y Nora Gregor en La regla del juego (1939)

Jean Renoir, Roland Toutain y Nora Gregor en La regla del juego (1939)

Incluso la NEF entró en bancarrota debido a la mala recepción de la película, que para acabar de ajustar fue prohibida en octubre por el gobierno francés, tachándola de desmoralizante. Meses después se levantó la censura, para ser prohibida ahora por las fuerzas de ocupación nazis. Renoir escribía en su autobiografía que: “Realmente no se sabe lo que es una película hasta que se acaba el montaje. Desde las primeras proyecciones de La regla del juego me sentía asaltado por la duda. Es una película de guerra y, sin embargo, no aparece ni una sola alusión a la guerra. Bajo su apariencia benigna la historia atacaba a la estructura misma de nuestra sociedad. Y no obstante, al principio no había querido presentar al público una obra de vanguardia, sino una peliculita normal. La gente entraba al cine con la idea de que iba a distraerse de sus preocupaciones, pero nada de eso, yo los sumergía en sus propios problemas. La inminencia de la guerra volvía más sensible la epidermis. La película describía a unos personajes agradables y simpáticos, pero representaba a una sociedad en descomposición. Eran de antemano perdedores, como el príncipe Starhemberg, y esos vencidos, los espectadores los reconocían. A decir verdad, se reconocían a sí mismos. A la gente que se suicida no le gusta hacerlo ante testigos” (6).

Decepcionado por lo ocurrido y atendiendo una invitación, Jean Renoir empezó a filmar Tosca en Italia, dio clases de cine en Roma y a finales de 1940 viajó a los Estados Unidos donde continuaría su carrera.

Paulette Dubost en La regla del juego (1939)

Paulette Dubost en La regla del juego (1939)

En 1942 un ataque aéreo aliado destruyó el único negativo de la película. Cuatro años después un exhibidor francés encuentra una copia virgen de 85 minutos en un sótano, a partir de la cual se hace un negativo. En 1956 se juntan todas las copias y lo hallado en doscientas veinticuatro cajas de descartes para armar una versión de cien minutos muy cercana al corte original de 1939. Aparentemente sólo una breve escena desapareció para siempre. El resultado empezaría a reclamar justicia entre público y crítica, y no tardaría mucho en obtenerla. En la primera encuesta mundial de la revista británica Sight and Sound, realizada en 1952, la versión incompleta de La regla del juego ocuparía el décimo lugar en el sondeo de las mejores películas de la historia acorde a la crítica especializada. Una década después ocuparía el tercer lugar; pasaría al segundo lugar en 1972, conservándolo treinta años, cuando volvió a caer al tercer puesto. En la encuesta del 2012 bajó al cuarto lugar.

Nora Gregor en La regla del juego (1939)

Nora Gregor en La regla del juego (1939)

Ranking aparte, la película es una lección de cine aún viva, no una pieza de museo intocable. Partiendo de las raíces teatrales Renoir estaba mostrando el camino del libérrimo cine moderno, capaz de ironizar y denunciar a una sociedad cruel por medio de un arte dramático que –apoyado en virtudes técnicas que la cinematografía estaba explorando para su beneficio– encontró en el celuloide el medio ideal para ampliar y perpetuar sus ideas. Renoir hacía todo esto sin perder de vista a una humanidad que aunque flaqueaba y estaba llena de carencias, fue siempre su principal foco de interés. No lograba entenderla, pero su cariño hacia ella le permitía intentar perdonarla, pues como bien menciona Octave en La regla del juego, “todo el mundo tiene sus razones”.

Referencias:
1. François Truffaut, The Films in my Life, Nueva York, Da Capo Press, 1994, p. 42.
2. Raymond Durgnat, Jean Renoir, Berkeley, Universitiy of California Press, 1974, p. 212.
3. Martin O’Shaughnessy, Jean Renoir, Londres, Manchester University Press, 2000, p. 145.
4. Jean Renoir, Mi vida y mi cine, Madrid, Akal, 1993, p. 159.
5. André Bazin, Jean Renoir, Nueva York, Touchtone, 1986, p. 73. 6. J. Renoir, op cit., pp. 161-162.

Publicado en el libro Imágenes escritas: obras maestras del cine, Medellin, Fondo editorial EAFIT, 2014, págs. 111-119
©Fondo Editorial Universidad EAFIT, 2014

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

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