La decisión de Sofía: Sofía y el terco, de Andrés Burgos

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He aquí una historia largamente acariciada, concebida y desarrollada por su guionista y director, Andrés Burgos. Eso se nota no solo en lo que nos cuenta –y cómo nos lo cuenta- sino además en el respeto por sus personajes y sus motivaciones. Sofía y el terco (2012) es una película definida por los actos cotidianos –los rituales, mejor- de sus protagonistas, una pareja mayor que vive en un pequeño pueblo del altiplano colombiano. Ella es Sofía (Carmen Maura, ni más ni menos), una mujer callada, pero no por ello resignada a la vida gris que lleva, y él es Alfredo (el gran Gustavo Angarita), que no es exactamente terco sino cómodo y conforme con su existir predecible de tendero obsesivo y huraño. No es un mal hombre ni un mal esposo, es un ser –por su edad, por su condición social- más allá de cualquier sobresalto vital. El filme va a mostrarnos de manera repetida la inalterable rutina de ambos, y es en esa repetición, llena de sutiles detalles cómicos, que entendemos que el propósito de Andrés Burgos es simplemente observarlos con detenimiento y maravillarse de las posibilidades narrativas que implica sacarlos, así sea brevemente, de sus férreos hábitos de vida.

Es esa mirada cómplice y benévola de Burgos la que permite que nos sintamos cómodos, y no intrusos, acompañándolo a desbaratar las certezas hogareñas del pobre Alfredo cuando Sofía decide –y esa decisión es un parteaguas en el filme- irse sola a conocer el mar, en un acto que la reafirma y la enfrenta con ese mundo exterior con el que tanto sueña. Burgos también la sigue a ella, encantado con un personaje (y con la actriz que le da vida) que es una especie de hada madrina, de ser bondadoso que vive, impávida, entre la sorpresa y el anhelo. Su mirada reemplaza lo que sus labios no pronuncian, y esos ojos y esos gestos hablan de una pasión oculta, de una vida que se resiste a languidecer. Hay algo en este papel de la madrileña Carmen Maura que la emparenta, perdonen la herejía, con el que hizo Giulietta Masina en La Strada (1954). Ambos son seres equidistantes entre la tierra y el cielo, que viven en perpetuo y mutista asombro, y que anhelan ser felices. La caracterización de esta actriz es el punto más alto de un filme lleno de buenas actuaciones, todas muy contenidas (quizá con la excepción de Constanza Duque como Mercedes), nada altisonantes.

Así mismo es el tono del filme: apaciguado, sutil, paciente. Es el mismo ritmo que tienen las vidas de Sofía y Alfredo, y el director se aprovecha de esa pasividad aparentemente anti dramática de sus protagonistas para hacer humor de la perplejidad, de la calma y no de la tormenta. Comicidad de “mecha lenta”, como el de las películas de Buster Keaton, humor involuntario como el del cine lleno de pasmo y planos fijos de Aki Kaurismäki, sonrisas que salen de observar a esta pareja de cerca, de dejarlos ser, de entenderlos. Andrés Burgos no se siente por encima de sus personajes: él los creo, le importan. Y a nosotros también, por fortuna.

Esta película –en la que la música de Javier Villar Rosas es otra protagonista- es un ejercicio formal bien intencionado. No está reflejando a Colombia, nos está mostrando el universo interior de unos seres entrañables, tocados por la mirada sensible de un director que sabe lo que hace. Es su primer largometraje, pero en Sofía y el terco Andrés Burgos demuestra más oficio que lo que otros directores locales de más trayectoria han hecho con filmografías llenas de concesiones y zancadillas.

Publicado en la revista Arcadia No. 83 (Bogotá, agosto-septiembre/12). Pág. 28
©Publicaciones Semana S.A., 2012

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