¡Mátame del susto!: Las diabólicas, de Henri-Georges Clouzot

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“Al hombre cuya hija no se bañaba luego que vio Las diabólicas y que no se duchaba desde Psicosis, Hitchcock le sugirió ‘Lavado en seco’ ”.
-Stephen Rebello

La historia que llegaría a constituir el séptimo largometraje del director francés Henri-Georges Clouzot llegó a él por intermedio de su esposa, la actriz brasileña Vera Gibson-Amado (más conocida como Vera Clouzot). Fue ella la que leyó C’elle qui n’etait plus, la primera novela del tándem constituido por los escritores Pierre Boileau y Thomas Narcejac, escrita en 1952; y fue ella la que convenció a Clouzot de que comprara los derechos para su adaptación al cine, impidiendo que Alfred Hitchcock se hiciera a ellos.

En la novela, dos mujeres –Lucienne y Mireille- planean deshacerse del marido de esta última, Ravinel, que es a la vez el amante de Lucienne. Lo que él ignora es que las dos sostienen una íntima relación lesbiana. El hombre (aparentemente) asesina a Mireille, para al final suicidarse consumido por la culpa. Clouzot quería darle un papel protagónico a su esposa y por eso alteró la historia. Junto a su hermano Jean (que utilizaba el seudónimo de Jérôme Geromini) estuvieron 18 meses imaginando cómo lograrlo. A Clouzot, del relato original, “era la idea de un engaño lo que lo atraía” (1). Por eso no tuvo reparos en alterar la dinámica dentro del triángulo afectivo de la historia, suprimiendo además el elemento homosexual (aunque conservando cierta inquietante ambigüedad en la relación de las protagonistas) y haciendo mucho más violenta la resolución de los hechos.

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Originalmente la adaptación iba a llamarse Les Veuves (Las viudas), pero a las once semanas del rodaje se cambió a Les Démoniaques. Clouzot terminaría llamándola Las diabólicas (Les Diaboliques), que ya era el título de una colección de relatos de Jules Barbey d’Aurevilly escrita en el siglo XIX, por lo que se le exigió darle algún tipo de reconocimiento a este autor. La solución fue el epígrafe que da inicio al filme: “Una pintura siempre es lo suficientemente moral cuando es trágica y muestra el horror de lo que retrata”. Los guionistas situaron la acción en un internado en las afueras de París e hicieron a todos los involucrados partícipes del lugar: Michel Delassalle, director de esa institución, su esposa y una profesora, que es amante del hombre; este a su vez causa maltratos físicos y morales a ambas mujeres. Las dos deciden unirse y vengarse. Hasta ahí es prudente contar. No quiero ser diabólico.

Vera interpretaría a Christina, la esposa de Michel, y Simone Signoret a la profesora Nicole Horner. Clouzot vinculó a Simone buscando apuntalar la actuación de su esposa, que no era una actriz conocida, mientras ella era una estrella internacional, que había hecho Casque d’Or (1952) para Jacques Becker. Además la actriz y su esposo Yves Montand eran amigos de la familia Clouzot, con quienes compartían días de descanso en Saint-Paul de Vence, en el sur de Francia. Sin embargo el ambiente en el plató no fue fácil, Vera quería el papel más jugoso, Clouzot no confiaba en el talento de Simone Signoret y esta se sentía engañada al rodar durante 16 semanas cuando había sido contratada y –recibió pago- por dos meses. El coprotagonista masculino, Paul Meurisse fue testigo de la situación: “Cuánto crujir de dientes y sordo disenso por el rol de Simone Signoret, que estaba viendo como usaban su talento para apoyar la total vacuidad de su coestrella. Pero incluso aun más hábilmente, disminuyeron la luz sobre ella para que su belleza no aplastara todavía más la insignificancia del rostro de Vera” (2).

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Vera Clouzot y Paul Meurisse en Las diabólicas (1955)

Al final no se cruzaban palabra entre ellos, lo cual jugó en beneficio de la atmósfera opresiva y paranoica del filme, que se rodó entre julio y noviembre de 1954 en los estudios de Saint-Maurice (París), con exteriores del internado filmados en un castillo abandonado en Étang-la-Ville, detrás de Saint Cloud y del bosque de Boulogne; y aunque se supone que parte de la trama ocurre en Niort (de donde era originario Clouzot), esas escenas fueron rodadas en la población de Montfort-l’Amaury. También contribuyó a generar comprensible tensión el misantrópico método de rodaje de Clouzot, en el que, por ejemplo, obligó a su esposa (que tenía una enfermedad cardíaca) y a Simone Signoret a cargar –toma tras toma- un pesado baúl que contenía, en miras a la autenticidad, a una persona. Y por el mismo motivo en una escena en que se sirve a los profesores del internado un plato con pescado en proceso de descomposición, es pescado en la misma condición el que comen los actores. Si vamos a ser justos, la única que es obligada a tragarse el maloliente menú es Vera….

Clouzot parece querer castigarla. A ella y a todos los personajes de este filme. En una nueva demostración de su pesimismo y desconfianza frente al género humano, tal como ya nos había enseñado con esmerado detalle en El cuervo (Le Corbeau, 1943), el director nos plantea un universo enfermizo donde nadie merece salvación. El internado es un sitio decadente, envejecido, con una piscina sucia, con corredores oscuros, casi góticos. Está regentado por un personaje sádico, prepotente, egoísta y calculador que se aprovecha de la fortuna de su esposa para enriquecerse a costa de pagar mal a sus empleados y ahorrar con los alimentos para los niños. Los profesores son cuatro, dos hombres pusilánimes, marionetas dubitativas y sin carácter; y dos mujeres que permiten que Michel abuse de ellas, y que a escondidas maquinan un plan maestro para asesinarlo. Los niños no dan muestras de buena conducta: espían, crean chismes, son ruidosos, desordenados, mentirosos. Por nadie podemos sentir compasión. Clouzot busca empecinadamente generarnos tal malestar: así tendremos motivos para ponernos del lado del macabro propósito de estas mujeres, que en su concepción y ejecución parece no tener grieta alguna. Y si por ventura algo llegara a fallar (que es casi una convención de este tipo de cine), tampoco vamos a poder sentir compasión por ellas. Estaremos convencidos que merecerían su destino. De todos modos el crimen -por lo menos en el cine- no paga.

Las diabolicas (1955)

Las diabólicas (1955)

Obviamente el director no va a hacer fácil las cosas para nadie en esta historia: progresivamente empieza a llenarnos de sorpresas, de giros que nos quitan las certezas que traíamos –nosotros y las protagonistas- y que son reemplazadas por un mar de dudas que bordean lo sobrenatural y que culminan con una secuencia de clímax de siete minutos de duración que está entre lo más espeluznante jamás filmado. Ya lo decía Clouzot: “Yo solo buscaba divertirme y divertir al niñito que duerme en nuestros corazones. El niño que esconde su cabeza bajo las cobijas y pide, ‘¡Papá, papá, asústame!’ ” (3). Este remate del filme es el ejemplo perfecto de una puesta en escena diseñada cuidadosamente para causar un profundo efecto emocional sobre el espectador. Carece –como toda la película- de música incidental, pero esta es reemplazada por calculados sonidos diegéticos: pasos, puertas que crujen al abrirse o cerrarse, el tecleo en una máquina de escribir, gritos; a todo esto debe sumarse una noche de sueño agitado en medio de la soledad y los remordimientos, sombras, un largo pasillo oscuro, una mano enguantada que se apoya en un pasamanos, las luces de una habitación que se encienden misteriosamente quebrando la penumbra, una figura que se recorta en una habitación a lo lejos, una aparición espectral, un corazón debilitado. El manual perfecto para matar a alguien del susto.

Las diabólicas (1955)

Las diabólicas (1955)

Incluso a alguien tan avezado como Alfred Hitchcock, que vio como su título de “maestro del suspenso” corría peligro ante el suceso de Clouzot con El salario del miedo (Le Salaire de la peur, 1953) y ahora con este nuevo filme: Las diabólicas se estrenó el 29 de enero de 1955 en el Gaumont-Palace Berlitz (que en ese momento era el teatro más grande de Europa) donde se exhibió en exclusiva durante 17 exitosas semanas, convirtiéndose en la séptima película más vista en Francia ese año (4). Tras perder la puja por los derechos de la novela de Boileau y Narcejac que se convirtió en Las diabólicas, Hitchcock se hizo a los derechos de la tercera obra de este dúo, D’entre les morts, publicada en 1954, y que él transformaría en Vértigo (1958). Además, según nos cuenta Stephen Rebello, cuando el director inglés preparaba Psicosis (Psycho, 1960), “Hitchcock claramente escrutinizó Las diabólicas y sus campañas publicitarias, como con la lupa de un joyero” (5). El mismo autor señala las claras semejanzas entre ambas películas, que “van desde temas superficiales –fotografía en blanco y negro, la atmósfera sucia de cuartos arrendados y trabajos monótonos; el tono despiadado y de desesperación, los personajes agobiados; los peinados semejantes de Janet Leigh y Simone Signoret- hasta motivos temáticos, visuales y estructurales. (…) Claramente la razón de ser de ambas películas parece ser el giro final sorpresivo” (6).

Vera Clouzot en Las diabólicas (1955)

Vera Clouzot en Las diabólicas (1955)

Y depender de esa sorpresa final le ha hecho daño a Las diabólicas. Los dudosos remakes del filme, tales como las películas para la televisión, Reflections of Murder (1974) y House of Secrets (1993); o la infame Diabólicas (Diabolique, 1996), con Sharon Stone e Isabelle Adjani –aunados a las muchas cintas que han imitado su espíritu perverso y la dinámica truculenta de los hechos que ocurren- sembraron en el espectador del siglo XXI la semilla de la perspicacia. Los ojos y la mente del público contemporáneo no tardan en discernir que es lo que está ocurriendo en esta historia. Algo dentro de sí –que es la suma de intuiciones creadas y confirmadas por otros filmes – le revela anticipadamente la mecánica interna de la película, que a partir de ahí solo sólo tiene interés en el constatar que se acertó en descubrir el truco. La ingenuidad perdida -que a la vez es suspensión de la incredulidad, tácita complicidad del espectador para con el relato- es necesaria como pocas veces para enfrentar una cinta como esta, tan dependiente de no descubrir anticipadamente la sorpresa que le da sentido y la hace tan maravillosamente escalofriante. No es caprichoso entonces que en los créditos finales del filme se haya insertado esta petición:

“¡No sean diabólicos! No destruyan el interés que despierte en sus amigos el filme. No les cuenten lo que han visto. Gracias de su parte”.

Epílogo que solo entenderán quienes hayan visto la película
¿Sabían que Vera Clouzot murió de un ataque cardíaco a los 47 años de edad? Sus restos están en el cementerio de Montmartre en París… Paradojas del cine y la vida.

Referencias:
1. Susan Hayward, Les diaboliques, Champaign, Il, University of Illinois Press, 2005, p. 13
2. Ibíd., p. 17
3. Lilian Chambers, Eamonn Jordan, The theatre of Martin McDonagh: a world of savage stories, Dublín, Carysfort Press, 2006, p. 413
4. S. Hayward, Op. cit., p. 100
5. Stephen Rebello, Alfred Hitchcock and the Making of Psycho. St. Martin´s Griffin Press, 1998, p. 21
6. S. Rebello, Op. cit., pp. 167-168

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

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