Di mi nombre: Neruda, de Pablo Larraín

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Neruda (2016), no es una biografía convencional ni mucho menos benévola del laureado poeta chileno. El director Pablo Larraín, apoyado en un guion del dramaturgo Guillermo Calderón que es un diamante de muchos quilates, se acerca a su figura de manera oblicua, buscando alejarse del mito y encontrar al hombre en su falibilidad y contradicciones. Para eso recurre a una narración omnisciente, contada en primera persona por un prefecto de policía encargado de capturar al entonces senador Pablo Neruda, un prominente comunista y enemigo del gobierno chileno.

Es 1948 y el poeta es un elemento incómodo: moviliza masas, promueve huelgas, torpedea al presidente. Hay que ponerlo preso y por eso se desata una cacería policial para dar con él, ahora clandestino. Oscar Peluchonneau (interpretado por Gael García Bernal) es el oficial comisionado por el presidente González Videla para encontrarlo. El personaje es ficticio (nunca esta palabra había tenido tanto sentido como aquí) y sirve como compendio de las fuerzas estatales que estuvieron buscándolo.

Neruda (2016), de Pablo Larraín

Más que un narrador objetivo de los hechos, Peluchonneau es un comentarista crítico, un editorialista que desde su posición política da una interpretación muy personal de los actos de Neruda. Nos habla desde la atemporalidad, en su condición de testigo privilegiado: los suyos son los ojos de un Dios para quien nada está oculto. Hay un juego interesante de gato-ratón entre persecutor y perseguido, casi que una dependencia que se hace mayor a medida que el personaje del policía se interroga sobre su naturaleza y empieza a darse cuenta quién es en realidad, cuánto hay de Neruda en él. Sus palabras –inesperadamente líricas- así lo revelan. Neruda justifica la existencia de Peluchonneau. “Di mi nombre”, le pide mentalmente al poeta, como si su sola mención bastara para darle validez.

Esta reflexión autorreferencial le añade complejidad a una cinta que tiene detalles formales que hablan de un trabajo cuidadoso: la recurrente falsa continuidad, la reconstrucción histórica precisa, la música que parece dispuesta a incomodar. Es posible que desde la distancia no sintamos el prurito que en Chile ha causado este filme, pero lo curioso es que quizá intentando desacralizar la figura de Neruda, Larraín termina mostrándonos la riqueza de su mundo poético, el enorme poder de su inventiva.

Publicado en la columna Séptimo arte del periódico El Tiempo (Bogotá, 15/01/17), sección “debes hacer”, p. 5, con el título “Di mi nombre”.
©Casa Editorial El Tiempo, 2017

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