Último round: El club de la pelea, de David Fincher

Compartir:

El desgastado fin de siglo ha servido para todo: desde la polémica estéril respecto a que si finaliza el 31 de diciembre de 1999 o del 2000, hasta para promover excursiones gnósticas a remotos parajes en busca de la esquiva iluminación divina. Nada ni nadie ha querido dejar de pescar en este río revuelto, ni los políticos, ni las religiones, ni mucho menos las artes, cine incluido. De ahí que hayan proliferado, lentamente, cintas que miran hacia esas fechas de supuesto cambio, por lo general desde una óptica pesimista y fría, apocalíptica a veces y futurista casi siempre. Se notan las ganas de contar historias poco convencionales, innovadoras en lo formal y llenas de personajes solitarios e incapaces de relacionarse con los demás y de afrontar sus soledades, sus obsesiones y sus carencias, incapacidad que se ha convertido en la nueva impronta contemporánea. Son los tiempos agitados de Crash (1996), Abre los ojos (1998), Gattaca (1997), 12 Monos (12 Monkeys, 1995), O El show de Truman (Truman Show, 1998), películas todas que reflejan la angustia de ignorar para dónde vamos, qué debemos afrontar, a quién debemos temer.

En 1999 la tendencia a la que hago referencia se agudizó aún más, con cintas como The Matrix, Dogma, Sexto sentido (Sixth Sense), American Beauty, The Blair Witch Project o The Limey: escepticismo, ironía, aislamiento y virtuosismo narrativo. ¿Se trata del postrer aliento creativo del siglo XX? ¿O del inicio de algo totalmente nuevo? Es difícil decirlo, sin embargo, creemos que el último round de este siglo lo libró David Fincher tras la cámara de El club de la pelea (Fight Club, 1999), una caústica y desconcertante mirada a todas esas inquietudes personales que en estos tiempos a muchos acosan, les aprietan el pecho, no los dejan dormir en paz. ¿Desazón de fin de milenio? Atención a los síntomas, favor no confundir con una angina inestable.

El club de la pelea (Fight Club, 1999)

El hecho es que Fincher ya hace un tiempo que se encuentra afincado en esos temas, y que ha construido una filmografía donde el ser humano -y más específicamente el género masculino- se enfrenta a fuerzas anárquicas que desconoce y que desestabilizan su precario orden psicosocial, por lo general para caer derrotado luego de una serie de pruebas punitivas de dolorosa resolución. Hablamos de lo extraterrestre (Alien 3, 1992), la maldad (Seven, 1995), o el engaño (El juego, 1997), poderes que se magnifican por el tono oscuro y pesimista de su cine, en  homenaje estilístico y narrativo al film noir de los años cuarentas y cincuentas en Hollywood. Para El club de la pelea el director no tenía que ir muy lejos, ni hurgar en galaxias lejanas para buscar un enemigo a quien enfrentarse: le bastaba con asomarse a la mente humana para encontrar allí un material lo suficientemente espeso de qué nutrirse.

El club de la pelea (Fight Club, 1999)

Fincher toma además elementos de su formación audiovisual como director de comerciales y de videoclips (a él le debemos entre otros Oh Father y Express yourself de Madonna y Love is Strong de los Rolling Stones) para jugar con las posibilidades del medio y entregarnos una historia contada en flashback, narrada en primera persona y dispuesta a separar cualquier frontera entre proyección y público, en un lúdico contrapunto que logra relajar la dureza de algunas secuencias y que refleja -en su aparente caos- una elaborada mecánica interna fundada en un guion de férrea precisión, escrito en esta ocasión por Jim Uhls, con aportes no acreditados de Andrew Kevin Walker, quien fuera guionista de Seven.

La historia tenía que ofrecer mucho más de lo esperado, pues su fuente original es una admirada novela de culto, Fight Club, escrita en 1996 por Chuck Palahniuk, un autor nacido en 1962 y originario de Oregon. Los lectores de Palahniuk son legión exigente, pero creemos que la versión fílmica de Fincher hizo justicia a su admirado, debatido y polémico texto.

El club de la pelea (Fight Club, 1999)

La premisa es el mundo contemporáneo con toda su soledad y anonimato, dominado por el afán consumista. No pregunten por la ciudad en que transcurre la historia, no pregunten por el nombre del protagonista, no pregunten por sus amigos o por su familia. El afán de hoy nos convirtió en seres anónimos y solitarios, en el cuerpo que porta una escarapela de identificación que nadie lee. El hombre de nuestra historia (Edward Norton) trabaja en una compañía automotriz, como consultor encargado de analizar los accidentes de tránsito ocurridos a lo largo del país y que involucran los autos construidos por ellos. Pero nuestro hombre está al borde del colapso debido a un insomnio crónico y por sugerencia de su medico, aburrido de oírlo quejarse, empieza a visitar un grupo de autoayuda para pacientes víctimas de cáncer testicular. Allí, donde el contacto humano todavía es posible, donde abrazar a un desconocido está permitido y donde llorar delante de otros no es tabú, nuestro protagonista se libera y recupera el sueño, no sin antes volverse adicto a estos grupos, a los que empieza a visitar indiscriminadamente, vampiro que se alimenta de los despojos humanos que ve cada noche.

El club de la pelea (Fight Club, 1999)

El director no puede evitar mostrarnos la desconfianza que le producen estos movimientos, de ahí el tono de incrédula ironía que empapa este pasaje de la cinta. Pero nuestro hombre no está solo en su periplo nocturno entre la tuberculosis, el SIDA o el cáncer, pronto descubre a otra “turista” similar a él, algo que es intolerable para sus propósitos. Se llama Maria Singer (Helena Bonham Carter) y también recorre esos grupos por el placer voyerista de ver el sufrimiento ajeno de cerca. Él la confronta, trata de deshacerse de ella, pero terminan al final dividiéndose los grupos. Maria es la única mujer en el mundo de El club de la pelea y su aspecto y su conducta hablan cantidades de lo que el director piensa de las mujeres y de su influencia sobre el género opuesto.

Luego, y tras volver de uno de sus viajes, nuestro protagonista descubre que su apartamento en lo alto de un edificio ha explotado, destrozando todas sus propiedades (unas escenas antes, Fincher se había deleitado mostrándonos su mobiliario como sacado -literalmente, con todo y precios de un catálogo de los almacenes Ikea) y dejándolo en la calle. Como en el mundo de Fincher no hay familiares ni amigos, nuestro hombre recurre a pedir ayuda a un hombre que conoció en un avión, un vendedor de jabones llamado Tyler Durden (Brad Pitt), que lo invita a vivir en su casa, un desvencijado caserón al estilo gótico del Motel Bates de Psicosis (Psycho, 1960) localizado “en la zona de los desechos tóxicos de la ciudad”. Durden es un librepensador anarquista sin atadura alguna, que le enseña a nuestro hombre varias lecciones acerca de libertad y renacimiento, predicándole una filosofía muy personal que está en contra de la mediocridad de la vida moderna y de los compromisos que ella misma –rnanipuladora- insiste en imponernos.

El club de la pelea (Fight Club, 1999)

Una noche descubren que pelear entre ellos los libera, y convierten sus refriegas callejeras en un rito que pronto otros comparten, creando -sin saber cómo- un club subterráneo de hombres que ven en el acto de golpearse una catarsis a toda la vida gris y predecible que llevan. Pero éste es sólo el primer paso del plan maestro de Tyler Durden, que incluye la realización de actos vandálicos y terroristas de crecientes e imprevistas consecuencias, apoyado por un ejército de hombres sacados de las filas del Club y que en últimas pretenden la liberación total del hombre de las presiones de la sociedad de consumo. Contar más de los giros del argumento podría traernos también imprevistas consecuencias, pero no les quepa duda que el director tiene reservada más de una sorpresa.

El club de la pelea (Fight Club, 1999)

Hay que aclarar que El club de la pelea es una película violenta que no trata sobre la violencia física, y estamos seguros de que los admiradores del cine de acción se sentirán defraudados con el enfoque inteligente de Fincher. Sí, hay sangre, hay golpes brutales, hay golpizas dolorosamente gráficas, pero ellas son la excusa de la historia, el catalizador que el director aprovecha para llamar nuestra atención sobre el significado último del filme, muy lejos de la fantasía machista que muchos han querido ver aquí. El viaje que David Fincher nos propone es al interior de la mente, para presenciar -como turistas todavía- las consecuencias mentales del aislamiento enajenado que nos hemos encargado de instalar en esta sociedad, consumida desde adentro por complejos intereses económicos, donde el ser humano es lo último que importa, una cifra más en el rubro de la nómina.

El club de la pelea (Fight Club, 1999)

En una situación así, la insatisfacción personal y la frustración constante de sueños e ilusiones tienen que buscar una salida, la que sea, y el resultado se convierte en una bomba de tiempo lista a explotar. La película es entonces una satírica y virulenta advertencia sobre la génesis contemporánea -haya sido consciente o no, es lo mismo- de la mente psicopática. Desde la escena inicial el director nos lo muestra: estamos en el interior del cerebro del protagonista, en medio de una maraña de neuronas, dendritas y neuroglias, buscando desesperados una salida: la cámara se agita, se tuerce y se retuerce y por fin sale por la boca del hombre para encontrarse, atónita, en el cañón del revólver que tiene entre las fauces. ¿Alguna metáfora mejor?

No es casual que la casa que compartan Durden y nuestro anónimo personaje traiga ecos de Psicosis: la mente partida del protagonista es otro homenaje a esta obra de Hitchcock, pero allí era el asesinato de la madre el que había causado la enfermedad de Norman Bates, mientras aquí la patología del protagonista responde al estado extremo de las cosas que nos rodean, mezcla de olores de la Nueva Era, milenaristas que apuestan al Apocalipsis, sexo en la Internet, TV basura, comida chatarra, insensibilidades varias y libros de auto-ayuda que desplazan en ventas a los clásicos de la literatura. Ahora las máscaras reemplazan a los rostros, como lo dibujó Kubrick en Ojos bien cerrados (Eyes Wide Shut, 1999): es el fracaso del ser humano, incapaz de crear -en una sociedad de posibilidades tecnológicas sin limites- un puente que le permita acercarse a los demás, sin prevenciones ni temores. Así estamos…

El club de la pelea (Fight Club, 1999)

David Fincher quiso mostrarnos esto con una historia instalada en un mundo alterno muy al estilo de la literatura tecno-futurista de J.G. Ballard, pero contraponiendo al tono fantasmagórico del autor inglés -que escribió textos tan sombríos sobre nuestro porvenir como High Rise, Concrete Island y The Atrocity Exhibition– un humor sardónico y una narración compleja, visceral en su propuesta visual, que no da un minuto de tregua al espectador: el narrador nos habla mirándonos a los ojos, mientras acompaña unos flashback que no sabemos si son o no verdad; la cámara se queda quieta, imágenes se congelan, otras vibran como si la cinta se desacomodara en el proyector, -Durden señala un extremo de la pantalla mostrándonos el signo que indica el fin de un rollo de la película-; vemos uno o dos fotogramas intrusos insertos en medio del filme … sólo nos falta preguntarnos si está Tyler Durden de proyeccionista en esta función de El club de la pelea, pues cualquier cosa podría pasar en esta película que tomó por su cuenta la gramática, los códigos y las convenciones audiovisuales y las transgredió en busca de una libertad formal que le permitiera contarnos algo que fuera viable en esas condiciones.

El club de la pelea (Fight Club, 1999)

Y lo logró, pues su aproximación tumultuosa, prácticamente in-your-face consigue que reaccionemos, sea con pasmo, dolor, rabia o sorpresa y eso ya es un triunfo, considerando que la mayoría del cine que vemos sólo logra generarnos bochorno y sonrojo. El club de la pelea tomó muchos riesgos a la vez, pero lo hizo con honestidad y así es muy difícil fallar. Quizás para algunos espectadores lo único que este filme generó fue repulsión ante las imágenes, y es muy comprensible que así haya sido, pero es imposible no reconocer entre ellas parte del escaso puñado de celuloide valioso que la década de los noventa nos dejará como legado.

Cuando la película termina y los Pixies cantan Where Is My Mind sobre los créditos finales, nos quedamos inmovilizados un instante allí, en la sala aún a oscuras. Algo nos duele en algún lado, algo se nos desajustó por dentro: quizás sea la lección recién aprendida, quizás sea la escena cataclísmica que acabamos de ver, pero quizás sea -para nuestra fortuna- el poder eterno del cine, renovado, golpe a golpe, por El club de la pelea.

Publicado en la revista Kinetoscopio no. 52 (Medellín, vol. 10, 1999), págs. 57-60
©Centro Colombo Americano de Medellín, 1999

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

Compartir: