Bellissima: La gran belleza, de Paolo Sorrentino
La gran belleza retrata la vida frenética de Roma y su espíritu abúlico. Su director, Paolo Sorrentino, nos muestra lo que sucede cuando la belleza se extingue en la vida de un hombre.
“Fuera, mientras tanto, Roma cambiaba, se convertía en el ombligo de un mundo sediento de vivir una edad renovada del jazz, a la espera de la tercera guerra mundial, de un milagro, de los marcianos. Surgió el cine, llegaron los norteamericanos, prosperó el café-society, las mujeres se volvieron maravillosas, llegó la moda saco y los automóviles adquirieron el aspecto de monstruos legendarios”, escribe Federico Fellini evocando la Roma que dio origen a La dolce vita (1960), esa crónica implacable de la Via Veneto y sus noches sedientas, donde todos parecen vivir para ver y ser vistos, exhibiéndose con fingida y calculada indiferencia en las calles, buscando que los demás sepan que son ricos, famosos y fugaces. Ahí se mezclan modelos, bohemios, músicos, actrices, bailarinas, nobles venidos a menos, arribistas, fotógrafos, prostitutas, cabareteras y socialités, en una amalgama informe, ruidosa y borracha: el material perfecto para una película que sería testimonio, denuncia y un gran fresco social de la Roma que decía adiós a los años cincuenta del siglo XX para entrar a la modernidad.
Fellini escoge un personaje entre esa fauna humana y lo hace protagonista de su filme. Se trata de un periodista de farándula, Marcello Rubini, que es excepcional testigo de esos días de resaca y esas noches de vacuo fulgor. Fellini quería a alguien que no fuera ajeno a esos seres que pretendía retratar y desnudar, quería a uno de ellos mismos, participe de todo esto y sin embargo capaz de tomar distancia, de ser objetivo y –¿por qué no?- hasta hastiarse de tanta pompa de jabón disfrazada de luminaria. Con su Marcello (Rubini o Mastroianni, acá son lo mismo) lo consiguió: el mismo personaje que se mete de noche a la Fontana di Trevi hipnotizado por las curvas y redondeces inverosímiles de una estrella de cine, es también el hombre cansado de tanta frivolidad que quisiera dedicarse a escribir algo serio y a tener una familia convencional. Pero una abulia interior lo atrapa en un marasmo existencial del que parece imposibilitado para salir, para redimirse de alguna forma. No tiene en que ni en quien aferrarse o creer, espiritualmente está vacío. “Existe en efecto el silencio de Dios, falta el amor. Hablan todo el tiempo de él, pero es un amor árido, incapaz de darse. Así pues, incluso La dolce vita es una película profundamente cristiana”, relataba Fellini.
El largometraje ganaría la Palma de Oro en Cannes, pero su éxito entre la crítica contrastó con la posición del Centro Cinematográfico Católico, cuando escandalizado este prohibió que La dolce vita fuera vista entre los fieles. También la derecha fustigó acerbamente el filme, acusándolo de mostrar una Italia frívola y escandalosa que afectaba la imagen pujante y de recuperación social y económica que se pretendía vender en el exterior. “Existe una censura italiana que no es invención de un partido político, sino que es sintomática de la propia costumbre italiana. Hay una postura italiana, presente en todos nosotros, que la censura refleja, y es la de negarnos a la autocrítica, el creer en el privilegio de ser italianos y en la virtud del cielo azul. Hay, además del orgullo y la euforia, o de la excesiva resignación, el temor a la autoridad y al dogma, la sumisión al canon y a la fórmula, que nos ha hecho muy obedientes”, se lamentaba Fellini, que en su momento recibió escupitajos, insultos y oraciones por su alma. Pese a la censura -o debido a ella- la película se convirtió por sus propios valores en el gran clásico que hoy aún admiramos.
Roma era (y es) una fiesta
Avancemos ahora 53 años. Un hombre mira en silencio desde una colina de Isola del Giglio el crucero Costa Concordia, náufrago como una ballena varada a orillas del mar Tirreno. El hombre tiene 65 años, está perfectamente vestido con un traje blanco y una camisa azul y observa con gravedad el gran navío semihundido. La imagen que ve ante sus ojos es de una curiosa y sugerente belleza, pese a reflejar una gigantesca catástrofe. Se antoja una metáfora de la Italia del siglo XXI, se antoja una metáfora de su propia vida: ambas quieren lucir perfectas pese al desastre que suponen. Este hombre es el protagonista de La gran belleza (La grande bellezza), una nueva mirada a esa Roma de cuya crisis interior Fellini nos advertía. ¿Qué ha pasado en todas esas décadas con la ciudad y con esa manera de asumir la vida? ¿Qué es de la Italia del siglo XXI? ¿En que la ha convertido Berlusconi?
Es mayo de 2013 y el director, guionista y novelista Paolo Sorrentino estrena su sexto filme, La gran belleza, en la competencia oficial del Festival de cine de Cannes. No muy conocido a este lado del Atlántico, el napolitano Sorrentino empezó a dirigir largometrajes en el 2001 y desde su segunda película, Las consecuencias del amor (Le conseguenze dell’amore, 2004), fue seleccionado para competir por la Palma de oro en el mencionado certamen, postulación que repetiría consecutivamente con L’amico di famiglia (2006) e Il divo (2008), su biopic sobre Giulio Andreotti que ganaría el Premio del Jurado. Ni siquiera se alejaría de Cannes cuando se atrevió a filmar en Irlanda y Estados Unidos su siguiente filme, Un lugar donde quedarse (This Must Be the Place, 2011), que obtendría el premio del jurado ecuménico. Seis filmes, cinco participaciones en Cannes (sin mencionar que tuvo tiempo de escribir una novela en el 2011, Hanno tutti ragione, en la que uno puede ver las ideas que han inspirado sus filmes). Quizá para Sorrentino era ya hora de ganar la Palma de oro.
Entre los comentaristas especializados la película recibió comentarios muy diversos: El inefable Carlos Boyero en el periódico El País afirmó que “dedica excesivo y repetitivo metraje a una historia que ganaría si en el montaje hubiera desechado unas cuantas tonterías”, mientras Peter Bradshaw escribió en The Guardian que “es una película brillantemente ejecutada, rutilantemente hipnótica, una de las mejores en el festival”. ¿Y la crítica italiana? Mariarosa Mancuso asevera en Il Foglio que “si gana en Cannes sería el fin del cine italiano”. Para su alivio, Sorrentino y su filme se irían de Cannes con las manos vacías.
Pero pasada la prisa y la adrenalina del festival hubo tiempo de volver a ver La gran belleza y de admirarla en su real dimensión, sobre todo por las publicaciones especializadas y los críticos de Estados Unidos que la han alabado al unísono. La película en Italia ha sido objeto de polémica por ofrecer, según sus detractores, una mirada reduccionista y parcial de la ciudad: en El Corriere della Sera anotaron que “la imagen de Roma ofrecida por Sorrentino es, a la vez, decadente, conmovedora y severa. Compasión y condena a la vez: para algunos de nosotros, es demasiado”. Sin embargo el año terminaría bien: ganaría en Berlín el Premio Europeo de Cine a la mejor película, director, actor y montaje, derrotando a La Vida de Adèle (La vie d’Adèle – Chapitres 1 et 2) y a El círculo del amor se rompe (The Broken Circle Breakdown). Ya este año obtuvo el Globo de oro a mejor película en lengua extranjera y está nominada al Oscar, el Goya y el BAFTA en la misma categoría y con enormes posibilidades de triunfar. Nada mal.
El mismo hombre que miraba el naufragio es Jep Gambardella (interpretado por Toni Servillo), un periodista de farándula y variedades que en su juventud escribió una novela, El aparato humano, que hizo de él una promesa literaria. Pero la fama precoz, las tentaciones de la vida nocturna, los amores pasajeros, la falta de ambición y una vida muelle dominada por sensaciones demasiado exaltadas lo hicieron olvidar sus intenciones de dedicarse a la literatura. La gran belleza es la historia de una frustración, de una vida que se reconoce perdida, inmersa en un espiral de percepciones filtradas por una mente ebria a toda hora.
Tras la fiesta y los excesos de su cumpleaños número 65, celebrado en una terrazza romana, Jep Gambardella se siente fatigado. Saturado, quizá. Además el enterarse de la noticia de la muerte de su primer y gran amor de juventud, Elisa, lo ha dejado viviendo en una permanente resaca. Elisa representaba la pureza, la posibilidad de un camino recto, el acaso de una vida que a lo mejor hubiera sido más convencional, pero también más digna. Elisa lo dejó temprano por otro hombre y Jep se quedó sólo, buscando para siempre la gran belleza, la belleza esencial que Elisa era y que él tuvo fugazmente entre las manos. Pero en esa búsqueda Jep encontró en Roma sucedáneos instantáneamente gratificantes que le hicieron olvidar sus planes. Se convertiría en el anfitrión perfecto, en el dandi exquisito y elegante, en el periodista a seducir, en el flâneur indolente, en el amante sabio, en el crítico social agudo, en el hombre con todos los contactos necesarios, el que era capaz de destruir un nombre o una trayectoria con un adjetivo o una frase envenenada en uno de sus textos. Se llenó de poder, soberbia e ironía. Se envileció, en últimas.
Como Marcello en La dolce vita, Jep quisiera huir y empezar de nuevo. Saben ambos que están enfermos, saben que existe cómo curarse pero nada hacen. ¿Sienten l’ennui, quizá? Es probable. Paralizados y demasiado enceguecidos por la luz de los flashes de las cámaras, los dos prefieren mirar hacia el pasado, buscando paz entre sus recuerdos. El poeta y dramaturgo Romano (Carlo Verdone), el gran amigo de Jep –álter ego de Steiner en La dolce vita– lo resume bien cuando en las tablas recita: “Me he pasado todos los veranos de mi vida haciendo propósitos para septiembre. Ahora ya no. Ahora paso el verano recordando los propósitos que hacía y que se han desvanecido, por pereza o por olvidarlos. ¿Qué tienen en contra de la nostalgia, eh? Es la única distracción posible para quien no cree en el futuro. La única. Sin lluvia, agosto está terminando. Septiembre no comienza”.
Esa nostalgia llena los momentos de vigilia de Jep, haciendo menos doloroso y hondo el vacío existencial que le ha dejado tanta frivolidad disfrazada de acto social, happening, inauguración, coctel, discurso, entrevista, show circense, funeral, cena y banquete al que asiste. En esto Sorrentino y su película no le temen al esperpento, al ridículo y al neón; igual es el tipo de vida que reflejan: exagerada, grandilocuente, falsamente pomposa, absurdamente vana. La noche romana aparece ante nuestros ojos como un desfile exuberante de seres anónimos –entre bellos y deformes- dispuestos a jugar a ser otros, a dejar cualquier atadura moral en la entrada del recinto que los acoge y en el que nadie hace preguntas incómodas. Se entregan al placer, como testigos o actores, y asumen lo que venga con el pacto de complicidad de todos. Vagando en esas noches, Jep puede encontrarse a la propia Fanny Ardant caminando sola, toda belleza y dignidad, o toparse con la altura inimaginable de una jirafa viva. Por eso Jep (sea el momento de alabar el excepcional trabajo de caracterización del actor Toni Servillo, en su cuarto trabajo con Sorrentino) se siente como un ave rara, pues es incapaz de dejar de estar ahí –ese es su mundo- y sin embargo siente que ya nada de eso los satisface. Pese a que intenta buscar ayuda en los altares, él sabe que la religión tampoco dará respuesta a sus sobresaltos y en eso el filme es particularmente punzante, asemejándose en su irreverencia a lo que hizo Fellini en Roma (1972).
Y hablando de Fellini, es obvio que las comparaciones entre La gran belleza y La dolce vita no iban a dar espera. Entrevistado el pasado diciembre por Larry Rohter para un blog del New York Times, Sorrentino responde a propósito de ese tema que “La dolce vita es una película que intenta comprender el significado de la vida en un mundo que está perdiendo ese significado. Esa es una sensación que puedo percibir ahora en Roma, el sentido de que la vida es fútil, que uno no puede encontrar un propósito real. Ese es el sentimiento de mi película, pero hasta ahí va la comparación”. La gran belleza no es un remake de La dolce vita, aunque ambas películas apuntan a lo mismo: a hacer un diagnóstico sobre una situación social que los alarma. Gran parte de la fascinación de La gran belleza proviene de a ver amplificados los excesos que esa Roma incubaba al despuntar los años sesenta y que ahora exhibe vulgar y ruidosa, libre de pudor alguno. Fellini debía ser hasta cierto punto cauto para evitar una censura que de todos modos lo condenó, pero Sorrentino no tiene ese freno: su película tampoco. Además, esta vez estamos mucho más cerca del personaje protagónico, de sus reales motivaciones, de sus pensamientos, del motivo de su frustración; somos más conscientes del tamaño de su dolor.
Sin embargo, los dos filmes son incapaces de ofrecer una propuesta terapéutica. La redención parece ser algo ya inalcanzable con los medios que disponen sus protagonistas. El Marcello de Fellini es más joven, pero no quiso oír el llamado de la pureza, mientras el Jep de Sorrentino es más maduro y mundano, y vive en un mundo todavía más banal y artificial, donde se convive simbióticamente con la mafia, los políticos dignos de un circo y una sociedad chillona que parece ante todo un reality televisivo. Todo es negociable, todo es prescindible, todo es show business. No hay salvación posible, quizá solo aceptar que las cosas son de esa forma. En la ciudad eterna que nos enseña Sorrentino nada permanece, la fugacidad parece la norma. Solo los recuerdos y una resignación melancólica acompañan a Jep, mientras –resignado- observa el fantasma en el que ya está empezando a convertirse.
Publicado en la revista El malpensante No. 149 (Bogotá, febrero de 2014). Págs. 64-67
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