El hombre de la estrella de lata: A la hora señalada, de Fred Zinnemann
“El hecho de que alguien dispare un arma no tiene interés. Lo que yo quiero saber es porque la dispara y cuales son las consecuencias”.
Fred Zinnemann, citado en American Film, 1986.
La primera vez que vemos un reloj en A la hora señalada (High Noon, 1952) es en la oficina del juez que va a casar por lo civil al alguacil Will Kane (Gary Cooper) y a su novia Amy (Grace Kelly). Son un poco más de las 10:30 am de un domingo. Entre este momento y el mediodía, señalado por el silbido del tren de las doce que llega al pueblo, tendremos veinticinco veces la oportunidad de saber que hora es, a medida que el alguacil Kane busca la colaboración de cualquiera que quiera ayudarle a enfrentar al forajido que llega a Hadleyville en ese tren, mientras los minutos transcurren uno a uno. En la película el amo implacable es el tiempo que se le va Kane, pues -para reforzar la sensación de angustia y suspenso- el director Fred Zinnemann y el guionista Carl Foreman han filmado prácticamente en tiempo real. Lo que dura el metraje corresponde, con afortunada aproximación, al transcurso de esa mañana de domingo en que el alguacil descubrirá, para su infortunio, cuan solo está. Relojes se ven por doquier en las paredes de los establecimientos del pueblo, algunos en la distancia y desenfocados, pero otros en enormes primeros planos que nos recuerdan que tan rápido transcurre el existir, más cuando pensamos -como Kane- que esos pueden ser los últimos minutos de vida.
Kane recorre las solitarias calles de Hadleyville buscando voluntarios que la ayuden a detener a Frank Miller y sus tres secuaces que lo esperan en la estación. Pero todos a los que les pide ayuda tienen un motivo para negarse: el miedo, la edad, antiguos lazos de amistad con Miller, ganas de desquitarse con el alguacil, indiferencia absoluta. Todos y cada uno se excusan. Esa no es su obligación, eso no es asunto suyo. Kane había detenido a Miller cinco años antes por un asesinato y ahora el criminal, que se suponía iban a colgar, estaba libre buscando la venganza que juró cobrar. Era un asunto entre ambos, nadie más tendría porque intervenir, le dicen. Que el alguacil -quien precisamente hoy se retiraba- huya mientras pueda. Mañana será otro día. Pero Kane no va a irse. Esa estrella de lata que porta en el pecho pesa mucho. Tanto que está arriesgando su futuro y su matrimonio recién formalizado, para ayudar por última vez a un pueblo que, acaba de descubrirlo, tiene poca consideración sobre lo que a él pueda pasarle. Pero para Kane es un asunto de honor, del deber al que muchos rehuyen.
Está solo. Una escena monumental e inolvidable nos lo muestra en la calle, afuera de su oficina. Ya han dado las doce, el tren está en la estación. En un primer plano lo vemos mirar hacia la derecha. Hay sudor en su rostro. Ahora mira a la izquierda, nervioso, buscando por última vez a alguien. No hay nadie, el pueblo parece deshabitado. La cámara se va alejando y a la vez subiendo, sin perderlo nunca de vista. Se pone las manos en la cintura verificando sus armas. Con la mano izquierda se limpia el sudor de la frente. La cámara se aleja más todavía, él continúa mirando hacia el infinito mientras empieza a caminar hacia la derecha, rumbo a la estación. En su escritorio hay un sobre con su testamento recién escrito. Su sombra, empequeñecida por el sol del mediodía, es su única compañía. Una cita final con el destino le aguarda.
A la hora señalada es, por todo esto, un western atípico. Con aires épicos a pesar de su pequeño formato y su puesta en escena mínima, la película se constituye en una reflexión profunda sobre el sentido del deber, sobre las responsabilidades que estamos dispuestos a asumir y el grado de las mismas. Kane, recién casado y en uso de buen retiro, no tenía porque devolverse a enfrentar a Miller, pero en su consciencia siempre quedaría la mácula de que había huido, de que no había sido fiel a un juramento que le obligaba a administrar justicia hasta el último minuto, sin importar donde ni en que circunstancia. Hadleyville era un pueblo anónimo, un punto perdido en el mapa del far west, pero no por eso indigno ni fuera del alcance de la ley. Que la gente del pueblo no mereciera estos esfuerzos, tampoco podía entrar en consideración a la hora de decidir que hacer. La justicia no podía mirar eso, tenía que ser tan ciega como siempre. La descripción del personaje de Will Kane encarna todos estos paradigmas, un concepto intachable del honor enmarcado en el rostro de Gary Cooper, personificación perfecta del idealismo norteamericano, todavía no contaminado de la desilusionada displicencia que caracterizará a los héroes del western crepuscular de los años siguientes. Kane todavía tiene fe. Y va a demostrarlo.
Por supuesto que, para lograr esto, no era posible llenar la pantalla de la acción violenta que tradicionalmente se ve en este género y que no permite mayores reflexiones. A la hora señalada concentra la acción que podríamos llamar “tradicional” en los minutos finales y el resto del metraje lo dedica a la búsqueda inútil de Kane, en la que -sin embargo- descubre que tan poco le ha importado su labor a los demás habitantes, y como sus esfuerzos no se han traducido en una solidaridad que ahora requiere con urgencia y que no va a conseguir en medio del desagradecimiento de los demás, que parecen negarse a aceptar que el alguacil es también parte de la sociedad, uno de los suyos. Cerca de hora y media lo acompañaremos mientras va de lado a lado, dando explicaciones, pidiendo colaboración, arriesgando su matrimonio, convenciéndose que quizá eligió el camino incorrecto. Este discurrir pausado y frustrante, obviamente sorprendió a un sector del público que no estaba acostumbrado a este tipo de disertaciones personales en medio de un western y que no entendía porque se dedicaba tanto tiempo a aplazar un duelo que muchos veían como única justificación viable a todo lo que estaba ocurriendo.
Al restarle importancia al enfrentamiento armado convencional, Zinnemann privilegió la descripción de los estados emocionales y psicológicos del protagonista, dándole una profundidad dramática que este tipo de filmes por lo general carecía. Impacta observar como crece poco a poco la decepción del alguacil, como se va haciendo más sombría y desesperada su mirada. Gary Cooper transmite con suficiencia absoluta la soledad, desencanto y sufrimiento de su personaje, unidos a una entereza moral que le impide huir y le hace enfrentar un lance del que tiene pocas posibilidades de salir avante. El resultado final poco importa, ya en ese momento la película ha expresado su mensaje por entero.
El guionista Carl Foreman venía trabajando con el productor Stanley Kramer, con quien formó una compañía productora independiente, en filmes como Home of the brave (1949) y The Men (1950), el debut de Marlon Brando. Relatándole a Kramer su nuevo proyecto, le hicieron notar que sonaba similar a The tin star, un cuento de John W. Cunningham publicado en Collier´s Magazine en diciembre de 1947. Para evitar dificultades compraron los derechos y le dieron crédito al autor. Foreman aspiraba a dirigir el filme, pero Kramer prefirió a Fred Zinnemann, que se encontraba bajo contrato con él, en parte porque el guionista se había demostrado poco dispuesto a colaborar con las audiencias del Comité de Actividades Antinorteamericanas del Congreso de los Estados Unidos, a donde había sido llamado a declarar, por haber ingresado al partido comunista en 1942.
El tono sombrío del guion refleja el momento difícil que Foreman pasaba, en medio de una cacería de brujas que apuntaba hacia el cine. Sus experiencias con el Comité se mezclaron en el guión -donde, además, se pueden adivinar las influencias de la novela de Owen Wister, El virginiano– y no pocos han visto en A la hora señalada una alegoría de esa época, incluyendo ataques a la política exterior de Estados Unidos durante la guerra de Corea. La cobardía de los pobladores representaría a los testigos colaboradores ante el Comité, que dejan solo en su lucha a los valientes que se atreven a desafiar al grupo de forajidos (que representarían al Comité).
Fred Zinnemann en su autobiografía A Life in the Movies también da su interpretación sobre la película: “La historia parece significar diferentes cosas a diferentes personas (¡algunos especulan que es una alegoría a la guerra de Corea!). Kramer, quien había trabajado estrechamente con (Carl) Foreman en el guion, decía que era acerca de una ciudad que murió porque nadie tenía las agallas para defenderla. De alguna forma esto parece ser una explicación incompleta. Foreman la veía como una alegoría de su propia experiencia de persecución política en la era de McCarthy. Con el debido respeto, siento que es un punto de vista estrecho. Primero que todo, yo la veo simplemente como un gran cuento cinematográfico, lleno de gente enormemente interesante. Vagamente siento significados más profundos en ella; solo mas tarde caí en la cuenta que este no era un mito cualquiera del western… Para mí era la historia de un hombre que debe tomar una decisión de acuerdo a su conciencia. Su ciudad –símbolo de una democracia que se ha suavizado- enfrenta una amenaza horrenda al modo de vida de su gente… Es una historia que aún sucede en todas partes, cada día… ”.
Poco después de terminar el argumento, Foreman –que no quiso denunciar a sus compañeros del partido comunista- quedó incluido en la “lista negra” macartista y tuvo que exiliarse en Inglaterra, donde continuó trabajando con testaferros y nombres falsos. El 7 de abril de 1952, Foreman envía desde Londres una carta de 11 páginas al crítico de cine de The New York Times, Bosley Crowther, agradeciéndole su reseña del filme y quejándose del trato que recibió de Stanley Kramer –su otrora socio- que al parecer le negó el crédito como coproductor del filme. Esta denuncia sirvió de base para un documental Darkness at High Noon: The Carl Foreman Documents, dirigido en 2002 por Lionel Chetwynd y que desató la ira de la viuda de Kramer. De ese exilio triste es también su guion de El puente sobre el rio Kwai (1957), donde no recibió el crédito respectivo. Foreman vivió en Londres cerca de veinte años y regresó a Los Ángeles en los años setenta. Murió de cáncer en 1984. También en la lista de McCarthy estuvieron, por parte de esta película, los actores Lloyd Bridges y Howland Chamberlin, y el director de cinematografía Floyd Crosby.
Para ser más evidente el desasosiego que reinaba durante la producción del filme, Zinnemann -nacido en Viena- decidió filmar en blanco y negro, con alto contraste y darle un aspecto austero al filme, cuasi documental, contando para esto con la lente de Floyd Crosby, que había trabajado para documentalistas como Joris Ivens y Robert Flaherty. Zinnemann y Crosby filmaron un cielo sin nubes, un paisaje sin montañas ni elementos geográficos decorativos de ninguna clase. Privilegiaron los primeros planos, donde se reflejaba la angustia interior del protagonista, la soledad de las calles y el estatismo de la vía férrea que se pierde a la distancia, marcando el camino por donde vendrá el peligro al pueblo. El rodaje se inició el 29 de agosto de 1951 y duró solamente un mes. El costo total del filme no superó los setecientos cincuenta mil dólares. Stanley Kramer ofreció el papel protagónico a Gregory Peck, Marlon Brando y Montgomery Clift, pero ninguno de los tres aceptó. Gary Cooper, a sus cincuenta y un años, fue el elegido. Una juvenil Grace Kelly, apenas con una figuración previa en el cine, sería su contraparte.
El propio director explicaba los elementos claves de su filme, en una entrevista realizada pocos años antes de su muerte, ocurrida en 1997: “El primer elemento era la amenaza, mostrada por las vías férreas que se extienden a través del horizonte. Uno nunca ve el mal, pero uno sabe que va a venir de allí. En segundo lugar, en oposición a esas tomas estáticas están las de ese hombre corriendo por todo el pueblo buscando una ayuda que no va a conseguir. Y en tercer término el drama del tiempo que se le va minuto a minuto. Y tenemos los relojes, que estaban en el guion. Los mostramos de tal forma que a medida que la tensión aumentaba los relojes se hacían más y más grandes y los péndulos se movían más y más lentamente. Y al mediodía se detenían. Desde el principio los relojes fueron una parte integral”.
La última parte de la declaración de Zinnemann es muy importante porqué se refiere a su versión de los supuestos cambios que sufrió la película luego de un desastroso preestreno inicial. El director afirmaba que ya existía una consciencia del tiempo en el guion original, pero siempre ha persistido la creencia que la omnipresencia de los relojes en el filme fue obra del montajista, Elmo Williams, a quien muchos consideran el verdadero autor de la película, pues fue él y su socio Harry Gerstad, los que suprimieron buena parte del metraje donde figuraba Grace Kelly -cuya actuación denotaba su inexperiencia- e incluyeron tomas previamente descartadas de Gary Cooper luciendo abatido, nervioso y adolorido por el rechazo de los pobladores de Hadleyville (en realidad se trataba de las consecuencias de su úlcera gástrica sangrante, de un dolor crónico en la espalda y de una vieja lesión en la cadera), lo que añadió una dimensión de frágil humanidad que los todopoderosos sheriffs del cine nunca exhibían. William y Gerstad comprimieron la acción hasta aproximarla al tiempo real y se decidió añadir a la banda sonora de Dimitri Tiomkin una canción que tuviera efectos narrativos, sumarizando el argumento e incluso sugiriendo como concluye la historia. De la inspiración de Tiomkin y el letrista Ned Washington surgió entonces la llamada “balada de High Noon” (Do not forsake me, Oh my darling…), que se escucha cantada por Tex Ritter cuando se inicia la película y luego en momentos claves. El uso de una canción como parte integral del argumento marcó a partir de ahí una verdadera tendencia, pues antes de A la hora señalada pocos eran los filmes dramáticos que incluían una canción durante los créditos, moda que se popularizó a partir de aquí.
Con los cambios incorporados -la extensión e importancia de los mismos varía según a quien se escuche- la película se estrenó comercialmente sin mayor promoción en julio de 1952. Desde un principio las críticas fueron favorables a esta versión y el éxito del filme se fue consolidando poco a poco. Nominada a siete Oscares, perdió el galardón a la mejor película por el agradecido sentimentalismo de los miembros de la Academia, que prefirieron premiar al ya anciano Cecil B. De Mille por El espectáculo más grande del mundo (The Greatest Show on Earth, 1952). Sin embargo, A la hora señalada se alzaría con cuatro estatuillas: montaje, banda sonora, canción original y la del mejor actor, el segundo Oscar que ganaba Gary Cooper, luego del obtenido por Sergeant York (1941). El Círculo de Críticos de Cine de Nueva York le otorgó al filme los galardones a mejor película, director y actor; y en la lista de las cien películas más grandes, publicada por el American Film Institute (AFI) a fines del siglo XX, la película alcanza el puesto no.33, el más alto para un western. En su Top Ten de Westerns publicado en 2008, el AFI la ubica como segundo mejor western, solo superada por Más corazón que odio (The Searchers, 1956).
Sin embargo no todos los juicios han sido unánimes: Howard Hawks siempre fue muy crítico respecto a este filme, afirmando que “No creo que un buen sheriff fuera a correr por el pueblo pidiendo ayuda como una gallina descabezada”. Él y John Wayne consideraban al filme como antiamericano y, como reacción al mismo, crearon Rio Bravo (1959), en el que un sheriff rechaza toda la ayuda que el pueblo le ofrece, marcando una distancia entre los habitantes y los encargados de la ley.
Zinnemann cierra esa distancia imposible y lo hace con una parábola sobre la lealtad a los ideales, mucho más sólida y efectiva que cualquier discurso. Un hombre, con la ley de su lado, se enfrenta a lo que debe hacer, en contraposición a lo que quiere hacer. Al final la que muerde el polvo es la estrella de lata que adornaba su pecho.
Actualización del artículo publicado originalmente en la Revista Universidad de Antioquia No. 283 (enero – marzo, 2006) dentro del texto “Los otros westerns”
©Editorial Universidad de Antioquia, 2006
©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.