Humanas, demasiado humanas: El narciso negro, de Michael Powell y Emeric Pressburger

“Entrar en un cinematógrafo de la calle Lavalle y encontrarme (no sin sorpresa) en el Golfo de Bengala o en Wabash Avenue me parece muy preferible a entrar en ese mismo cinematógrafo y encontrarme (no sin sorpresa) en la calle Lavalle”
-Jorge Luis Borges, La fuga. Sur No. 36, agosto de 1937
Ruth se acerca al campanario al mediodía y toca la campana con decisión. Las montañas del Himalaya la rodean por los cuatro costados y hacen eco al sonido metálico y grave de la campana. La fuerza de la naturaleza arrastra y embriaga a esta mujer: la hace sentir joven, hermosa y viva. Un placer sensual se advierte en su rostro sereno, en la mirada tímida que mira hacia abajo y luego se pierde en el horizonte. Vemos en ella una expresión anhelante y difícil de describir, pero que sin duda disimularía si supiera que la estamos mirando. El bochorno realmente es nuestro, pues Ruth es una monja, parte de una comunidad británica asentada en la India, que ordenó que ella y otras cuatro religiosas partieran al Himalaya a fundar un hospital y una escuela en el antiguo palacio de Mopu.

El narciso negro (1947)
Inteligente, la película no nos había mostrado a Ruth sino hasta ese primer mediodía en que se acercó al campanario -al borde de un profundo precipicio- a tocar la campana. En otra ocasión repetirá este acto y su expresión facial y su lenguaje corporal serán aún más intensos, más convencidos de los cambios que se suceden en ella. Esta mujer parece estar descubriendo eso, que es una mujer y que quizá su vocación es otra. Lo más curioso es que el mismo conflicto -con diferentes matices- parecen estar viviéndolo otras de sus compañeras, seducidas por lo agreste del ambiente, por el aislamiento en que están, por un hombre que parece decidido a tentarlas con su displicencia hacia ellas, por el perfume -el narciso negro del título- que un joven príncipe ha traído consigo. Algo las ha despojado de sus dos grandes certezas -Dios y El Imperio Británico- y ha conseguido despertar de nuevo en ellas sus recuerdos de juventud, hacerlas soñar, distraerlas de sus obligaciones, llevarlas a cometer errores, incluso hasta hacerles perder la esquiva confianza de los lugareños. ¿Será acaso el embrujo de este viejo palacio en el que ahora viven y que en el pasado fue el sitio que alojaba a las cortesanas del potentado que lo regentaba?

El narciso negro (1947)
Las monjas de esta historia se descubren humanas, a lo mejor demasiado humanas para su propio bien, para el grupo humano que están sirviendo, para la orden religiosa a la que juraron lealtad. Arrodillada en la capilla, la hermana Clodagh -la joven hermana superiora- reza con fervor, pero su mente inquieta empieza a divagar y se va lejos, a esa juventud en Irlanda junto a ese hombre al que amó y que un día decidió no casarse con ella. Hacía mucho no pensaba en él, pero ahí está otra vez en su mente, y ella se entrega a unos recuerdos que parecen reverdecer y poner en peligro su fe y el apostolado que la llevó a esos lejanos parajes. También es una mujer muy hermosa, algo que el hábito que la cubre por completo no logra impedir que veamos. Tampoco ha pasado inadvertida para el señor Dean, el varonil agregado inglés a cargo de la región y el palacio. Ella se confiesa ante él, haciéndole partícipe de sus preocupaciones, sin saber que despertará los celos -un sentimiento inédito entre ellas- de Ruth, deseosa también de un hombre que le preste atención.
¿Sucumbirán estas mujeres a la tentación terrenal? La historia del grupo de religiosas que llegaron a un viejo palacio en las montañas a intentar divulgar la fe anglicana mediante su trabajo entre los campesinos de la región da paso, en El narciso negro (Black Narcissus, 1947), a una lucha personal que cada una de ellas tiene consigo misma, con sus deseos más ocultos, con su propia fe. El drama emocional que subyace a cada una -pero que los directores centran en Clodagh y Ruth- va desplazando lo que aparentemente era la historia de la difícil pero progresiva colonización del lugar. Y es llamativo, sin duda, que se haya optado por el drama a estricta escala humana en una película ambientada en uno de los paisajes más remotos y a la vez más esplendorosos que el cine ha sido capaz de mostrar, pero que empequeñece ante la magnitud del dilema personal que están padeciendo estas religiosas, enfrentadas a una exuberancia geográfica, social y sexual que las dejó desarmadas, temerosas de lo que pueden llegar a hacer, preocupadas por unos sentimientos que no saben como dominar, intranquilas por su propio estado mental.

Kathleen Byron y Deborah Kerr en El narciso negro (1947)
El desarrollo de este drama y sus consecuencias son el centro de este filme magistral, de hondas raíces sicológicas, pero que –si se quiere– puede verse como una soterrada narración erótica, una crítica a la represión sexual de la época o como un cuento de terror de origen casi gótico. El ángulo de la interpretación queda a juicio de cada espectador, pero habla de la complejidad que se logró aquí y que no se anticipa en los primeros minutos del filme, que apunta a un exótico relato de aventuras, con visos colonialistas, y que se inspira en la novela homónima de la escritora inglesa Rumer Godden, publicada en enero de 1939. La autora vivió durante su primera infancia en la India, para regresar intermitentemente a Inglaterra, primero a vivir una breve temporada con su abuela paterna y luego a completar sus estudios. Empezó a escribir en la década del treinta y El narciso negro –su tercera novela– le trajo popularidad a su obra tanto en Europa como en América. Muchos han visto en esta novela como una crítica a los errores que llevaron a la caída del proyecto colonial del Imperio Británico, subrayando las contrastantes diferencias sociales y culturales que precipitaron los eventos. “En 1939 la India se dirigía hacia la independencia de los británicos (lograda en 1947, la fecha del Acto de Independencia Hindú) y el relato de Godden de las dificultades enfrentadas por las religiosas, llevándolas al abandono de su misión, puede leerse como una narración acerca del declive del imperio y la derrota del imperialismo” (1), escribe Sarah Street –docente de cine de la Universidad de Bristol– en un valioso ensayo sobre este filme.
A la novela llegó el director Michael Powell gracias a la actriz Mary Morris, quien se la recomendó en plena Segunda Guerra Mundial, interesada en interpretar a la hermana Ruth. A Emeric Pressburger, el codirector del filme, la obra de Rumer Godden le llegó por intermedio de su esposa. Tras conocer a la autora, Pressburger compró los derechos en 1945. Ya Godden había adaptado El narciso negro para un drama teatral producido por Lee Strasberg en 1942, pero permitió que Pressburger hiciera el guion de la película.

Los labios de Kathleen Byron en El narciso negro (1947)
Sin embargo, Godden no estuvo por entero conforme con la adaptación del texto que se hizo en el filme. A este respecto más a gusto se mostró con otra película realizada a partir de otra de sus novelas, El río (The River, 1951) de Jean Renoir, en la que ella tuvo directa ingerencia en la elaboración del guion. En El narciso negro Powell & Pressburger optan por un desarrollo episódico, donde vemos de forma anecdótica lo que cada una de las religiosas hace en el palacio bajo la supervisión de la hermana Clodagh: las hermanas Honey y Ruth organizan la escuela; sor Philippa se encarga de la huerta y sor Briony del dispensario. Pero la presencia del señor Dean (David Farrar) y la llegada al palacio de una joven hindú, Kanchi (interpretada por Jean Simmons, nunca antes ni después más bella y provocativa), y de un joven General, Dilip Rai (Sabu), empieza a inquietarlas y a sembrar dudas en Clodagh (Deborah Kerr, de veintiséis años y en su último papel en Inglaterra) y Ruth (Kathleen Byron), las más bellas del grupo, cuyos deseos reprimidos parecen aflorar. Las dos –ambas caras de la misma moneda, incluso con un gran parecido físico– tomarán caminos divergentes: una de ellas se emancipará y tratará de reintegrarse a la vida laica, mientras otra permanecerá fiel a sus votos.
La película no es sólo una lucha de poderes, es ante todo la batalla que se libra dentro del alma de cada una, un combate para el que parecen no estar preparadas pero que les recuerda que están vivas, que el corazón todavía les late agitado. Andrew Moor ve en esta película un patrón –que va a repetirse en otros dos filmes de este par de directores, The Elusive Pimpernel y Gone to Earth– que él llama “el escenario histérico”, en el que: “Una heroína a la que característicamente se le niega la posibilidad de autoexpresión, se enfrenta con la imposible elección entre dos posiciones igualmente inaceptables. En El narciso negro es entre la espiritualidad (la hermandad) y la sexualidad (con el señor Dean como objeto de deseo) y esta polarización está efectivamente dramatizada en la división de la figura protagonista en dos “cuerpos”: Clodagh y su álter ego Ruth (el cliché de la Madonna frígida y la puta inquieta)” (2). Si nos detenemos en este concepto, veremos que la película tiene otros personajes opuestos: el sibarita señor Dean y el anciano asceta / místico; el adinerado joven General y Kanchi la mendiga.

Kathleen Byron en El narciso negro (1947)
Abordando un tema evidentemente polémico para la Inglaterra de los tiempos de la postguerra inmediata, en la que aproximaciones románticas como Breve encuentro (Brief Encounter, 1945) eran la norma general, la película se atrevió -sin embargo- a correr riesgos con la censura, gracias a una aproximación inteligente que evitó ser directa sin dejar nunca de ser sugerente. Un sinuoso baile de Kanchi, un labial rojo aplicado lentamente sobre unos labios entreabiertos, unas miradas apasionadas y un torso masculino desnudo no dicen nada por sí solos, pero en el contexto adecuado pueden sugerir muchas cosas y el filme supo como sacar jugo de cada detalle, de cada insinuación, de cada gesto. Bordeando -incluso- los límites del terror, el tensionante clímax del filme (realizado en una especie de coreografía operática que se adaptó para corresponder, paso a paso, a una pieza musical del compositor del filme, Brian Easedale, elaborada antes de la filmación) hace pensar, sin duda, en el de Vértigo (1958). El final de la película de Hitchcock, realizada más de una década después de El narciso negro, contiene los mismos elementos de esta, en un homenaje a lo mejor involuntario que el maestro inglés, nos atrevemos a pensar, jamas reconocería.

David Farrar en El narciso negro (1947)
Mencionábamos antes que es paradójico que para un drama personal se hubiera optado por una ambientación tan enorme y tan abierta. La grandeza del Himalaya se hace aún mayor gracias a la paleta de colores expresivos con los que la película está dotada, un festín sensorial de Technicolor que ayuda a comprender, en más de alguna forma, de dónde sale el cambio mental que está ocurriendo con estas religiosas. Bien lo expresó Priya Jaikumar cuando escribió que: “En El narciso negro el elemento antagonista no es un nativo malvado ni un europeo avaricioso, sino el lugar colonial, que en últimas fragmenta a la heroína romántica en (por lo menos) dos partes” (3). Es el sitio ajeno, extraño, indomable e incomprensible para su óptica el que las hace falibles, el que las lleva al fracaso.
Constituida, con justa razón, en una de las películas más hermosamente fotografiadas del cine a color, El narciso negro logró el premio Óscar para su cinematografista, el maestro inglés Jack Cardiff y para el escenografista alemán Alfred Junge, ambos largamente asociados a la carrera de los directores Powell y Pressburger. Lo más llamativo y sorprendente de estos merecidos premios es que ni un milímetro del rodaje de la película tuvo lugar en locaciones naturales. Todo el filme se grabó en los estudios ingleses Pinewood y en un jardín hindú en Horsham, en el oeste de Sussex, contando con la ayuda invaluable de los decorados pintados por Peter Ellenshaw, los efectos especiales de W. Percy “Poppa” Day –aprendiz de Méliès– y el montaje de Reginald Mills. Nunca el Himalaya lució más hermoso y más real que como en esta película rodada en estudio, muestra envidiable de la capacidad de fabulación y ensueño del cine. Otro éxito en la carrera de “Los Arqueros”.

El narciso negro (1947)
¿A qué arqueros nos referimos? “The Archers” fue el nombre de la compañía productora que fundaron Michael Powell y Emeric Pressburger para realizar y distribuir sus películas, en una asociación simbiótica en la que se suponía que Powell dirigía y Pressburger escribía, pero en la que ambos compartían tales créditos. Powell (1905-1990), quien venía trabajando desde el cine mudo luego de un aprendizaje bajo la tutela de Hitchcock (hizo la fotografía fija de Champagne y Blackmail), fue convocado por el productor Alexander Korda para dirigir una película que sirviera como vehículo promocional y laboral para el actor alemán Conrad Veidt, virtualmente rescatado de su encarcelamiento de los nazis por el productor de los estudios Ealing, Michael Balcon. A Pressburger (1902-1988), quien había emigrado de Hungría en 1935 escapando de la amenaza del nacional socialismo, se le pidió que hiciera algunas reescrituras del guion. El resultado final fue The Spy in Black (1939), el primero de los diecinueve proyectos que desarrollarían en conjunto a lo largo de dieciocho años.

Emeric Pressburger y Michael Powell
Tras otras dos películas que hizo para Korda, Powell volvería a unirse a Pressburger para hacer Contraband (1940), seguida de Forty-Ninth Parallel (1941), con la que Pressburger ganaría el Oscar al mejor guion. La primera vez que compartieron los créditos fue con One of our Aircraft is Missing (1942), película realizada ya como una Archers Production. A esta le seguirían la satírica The Life and Death of Colonel Blimp (1943) a la que Churchill trató de censurar; A Canterbury Tale (1944), I Know Where I’m Going! (1945), la sorprendente A Matter of Life and Death (1946) y El narciso negro, que ahora nos ocupa. Su película comercialmente más exitosa fue The Red Shoes (1948) y tras ella realizaron The Small Back Room (1949), The Elusive Pimpernel (1950), Gone to Earth (1950) y The Tales of Hoffmann (1951). En esta década su ritmo decayó, al parecer debido a que pasaron de hacer películas para la Rank Organisation a asociarse de nuevo con Alexander Korda. De este período son Oh… Rosalinda!! (1955), The Battle of the River Plate (1956) y Ill Met by Moonlight (1957). Este filme, estelarizado por Dirk Bogarde, sería el último largometraje que harían juntos. Sus carreras se separarían a partir de allí, para reunirse brevemente para realizar en 1966 otro filme, They´re a Weird Mob y luego un mediometraje con fines benéficos, The Boy Who Turned Yellow (1972).
En carta a la actriz Deborah Kerr, Pressburger le expuso el que se conoce como “Manifiesto de los Arqueros”, en el que expresan las intenciones de la pareja a la hora de filmar (4):
1. No le debemos lealtad a nadie excepto a los intereses financieros que nos brindan nuestro dinero; y –a ellos- la única responsabilidad de asegurarles un beneficio, no una pérdida.
2. Cada centímetro de nuestras películas es nuestra propia responsabilidad y de nadie más. Nos rehusamos a ser guiados o coercionados por cualquier influencia distinta a nuestro propio juicio.
3. Cuando empezamos a trabajar en una nueva idea debemos tener un año de adelanto, no sólo de nuestros competidores, sino también de los tiempos. Una película real, desde la idea hasta su exhibición universal toma un año. O más.
4. Ningún artista cree en el escapismo. Y nosotros creemos secretamente que el público tampoco. Hemos probado, a cualquier costo, que ellos pagarán para ver la verdad, por razones distintas a su desnudez.
5. Siempre, y particularmente en el presente, el auto respeto de todos los colaboradores, desde las estrellas al encargado de la utilería es sostenido o disminuido por el tema y propósito de la película en la que están trabajando (…).
El cuarto punto es el más discutible: la verdad es que la filmografía de Powell y Pressburger, aunque aparentemente de corte clásico, está marcada por el escapismo y la fantasía, con inocultables visos sobrenaturales, eróticos y místicos. Aunado a esto está su narración no lineal, los juegos con los actores (en Vida y muerte del Coronel Blimp Deborah Kerr interpreta tres papeles) y el uso de efectos visuales y sonoros, que configuran un mundo visual muy personal, donde los personajes dejan de lado la razón y se entregan al placer derivado de la música (The Red Shoes) o del contacto con la naturaleza (A Canterbury Tale, El narciso negro) hasta obnubilarse por completo y depender de unos sentidos que parecen engañarlos y llevarlos a otro plano, a otro donde no es posible confiar en lo que vemos (A Matter of Life and Death). Esto, obviamente, cayó mal entre el reservado público británico de su época, que no entendía los arriesgados y sofisticados propósitos temáticos y formales de estos autores y en más de una ocasión les dio la espalda.

Michael Powell sentado, sonriendo y detrás de él, Jack Cardiff
Después de conocer el éxito, Powell y Pressburger se hundieron lentamente en el olvido en las décadas siguientes. Por fortuna Coppola invitó a Powell, a principios de los ochenta, a ser “director residente” en sus estudios Zoetrope y darle la oportunidad de volver a mostrar su cine. Al momento de su muerte muchos reconocían la injusticia que habían cometido con la pareja y su cine empezó a conocerse más ampliamente. Incluso El narciso negro sirvió para inspirar dos filmes de tendencias lesbianas que utilizaron fragmentos del filme: Damned If You Don’t (1987) de Su Friedrich y A Bit of Scarlet (1997), de Andrea Weiss.
Esta película es un ejemplo perfecto de la filmografía de Los Arqueros: una combinación de puntilloso formalismo con una narración que subraya un drama psicológico de hondas resonancias simbólicas, en el que el deseo, la pasión y la muerte se entremezclan inextricablemente. Como en la vida misma.
Referencias:
1. Sarah Street, Black Narcissus, Londres, I.B. Tauris & Co Ltd., 2005, pp. 6-7
2. Andrew Moor, Powell & Pressburger: a cinema of magic spaces, Londres, I.B. Tauris & Co Ltd., 2005, p. 185.
3. Priya Jaikumar, “Place and the Modernist Redemption of Empire in Black Narcissus”, Cinema Journal, Austin, No.. 40, (2), invierno de 2001, p. 72
4. The Powell and Pressburger Appreciation Society, “The Archers Manifesto”, sitio web: The Powell & Pressburger Pages, disponible en: http://www.powell-pressburger.org/Manifesto.html, consulta: abril 9 de 2013
Publicado en el libro Imágenes escritas: Obras maestras del cine, Fondo Editorial Universidad EAFIT, 2014, p. 163- 171
©Fondo Editorial Universidad EAFIT, 2014
©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

Grabación de la música de El narciso negro (1947)

Rodaje en el plató de El narciso negro (1947), estudios Pinewood.

Powell y Pressburger en el plató de El narciso negro (1947)