Buen chico: Isla de perros, de Wes Anderson

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Aunque pareciera, dado su puntilloso formalismo, que el universo fílmico de Wes Anderson fuera fácil de circunscribir y de definir mediante una receta –la paleta de colores, el humor seco y absurdo, los constantes elementos no diegéticos, el abigarrado diseño y la simetría de los decorados– la verdad es que su creatividad es tal, que sigue sorprendiéndonos película a película, encontrando para nosotros nuevas vueltas de tuerca a su manera tan particular de contarnos unas historias que se ve que él acaricia con el orgullo de un artesano.

Dado que sus personajes muchas veces son caricaturas –o se comportan como tal- el cine de animación parece más que apropiado como medio de expresión de sus relatos. Ya lo había probado adaptando con éxito a Roald Dahl en El fantástico Sr. Zorro (Fantastic Mr. Fox, 2009), cualidades que confirma con Isla de perros (Isle of Dogs, 2018) que contó con un guion de su autoría, realizado a partir de una historia que coescribió junto a Roman Coppola, Jason Schwartzman y el actor Kunichi Nomura.

Isla de perros (Isle of Dogs, 2018)

Uno pudiera dedicar un texto como este exclusivamente para alabar las elaboradísimas técnicas de animación que se emplearon para este filme, que por momentos parecen traslaparse, confundirse o fundirse en algo completamente nuevo. Sin pretender ser tecnicista, válga decir que Isla de perros está hecha con muñecos y marionetas en stop motion –se utilizaron más de 1000 figuras de diversos tamaños y escalas acomodadas en 240 mini platós– a lo que sumaron 3D, efectos visuales y mucha confección manual. Lo que vemos es abrumadoramente bello en su pretendida rudeza, una obra de arte minuciosamente concebida y excepcionalmente ejecutada. Cada fotograma demuestra con claridad el amor que Wes Anderson muestra por este medio.

La película, ambientada en un Japón distópico veinte años en el futuro, combina la recreación de tradiciones míticas japonesas con mitología griega –el viaje de Ulises en La odisea-, y un pastiche de filmes orientales de desastres nucleares y sociedades post apocalípticas, hasta llegar a homenajear al propio Kurosawa de El cielo y el infierno (Tengoku to jigoku, 1963), todo mezclado wesanderson-style, a lo que hay que añadir haikus y las voces de Bryan Cranston, Edward Norton, Bill Murray, Scarlett Johansson y Greta Gerwig.

Isla de perros (Isle of Dogs, 2018)

En el fondo de esta historia de los perros de la ciudad de Megasaki, exiliados por el alcalde Kobayashi a la Isla de la basura, pues han contraído la gripe canina y se teme una epidemia entre los humanos, lo que hay es una crítica al totalitarismo y al fanatismo, y lo que este implica en términos de xenofobia, rechazo a las minorías y a las diferencias. Uno ve esos perros echados a su suerte en una isla donde solo sobrevive el más fuerte, y se imagina un campo de concentración nazi o una isla prisión caribeña a donde hace un par de siglos se llevaban a morir a los contagiados de fiebre amarilla o cólera.

Un niño de doce años llamado Atari, huérfano y pupilo del alcalde, contraviene todas las órdenes y va a la isla a buscar a su perro guardián, Spots, con quien se comunica gracias a la tecnología que le permite a cada uno entender el lenguaje del otro. La búsqueda de Spots, apoyado por un grupo de cinco perros “alfa”, es el núcleo del filme. Así como los perros no entienden lo que Atari dice en japonés, nosotros tampoco, porque intencionalmente sus palabras no están subtituladas. Cuando algo requiere ser entendido por nosotros se recurre a “traductores” oficiales, añadiendo complejidad al relato. La road movie de corte helénico en la que se constituye Isla de perros –oráculo incluido- recorre el lugar hasta uno de sus extremos más remotos y peligrosos, donde supuestamente están los perros nativos –los parias entre los parias. Las sorpresas aguardan al grupo de caninos aventureros.

Isla de perros (Isle of Dogs, 2018)

La denuncia a los regímenes dictatoriales se extiende al fraude electoral, a la corrupción, a las zancadillas al opositor, la irrupción de las fake news y, como no, al infaltable intervencionismo norteamericano, encarnado acá en una rubia estudiante de intercambio, Tracy. Ese personaje –que representa a la única persona que parece ser capaz de darse cuenta que el alcalde Kobayashi está engañando a todos; y que además logra liderar las protestas contra el poder- parece ante todo una concesión para agradar al público norteamericano, al que se le refuerza su papel de policía del mundo. Sin Tracy, Isla de perros era puramente japonesa y ese exotismo podría obrar en su contra en términos de taquilla.

Isla de perros (Isle of Dogs, 2018)

Pese a ese resbalón conceptual, la apreciación global que este filme deja es más que satisfactoria. Su formalismo y sus hallazgos narrativos son un auténtico deleite, amén de la probada sensibilidad artística de su realizador. Yo de Wes Anderson dejaría la política a los políticos y no contaminaría sus relatos con tan nauseabundos asuntos, dignos de dejar para siempre –esos sí- en la Isla de la basura.

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

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