Joel & Ethan Coen: cine a cuatro manos

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“Los Coen son directores inteligentes que saben demasiado sobre películas y muy poco acerca de la vida real”.
-Emanuel Levy, Cinema of Outsiders

Cuando el 24 de febrero de 2008 los hermanos Coen recibieron en Los Ángeles el premio Oscar a la mejor película, otorgado por Sin lugar para los débiles (No Country for Old Men), se cerró un círculo de reconocimiento a su obra que incluye –desde que empezaron como realizadores en 1982- la Palma de Oro en Cannes, el premio del National Board of Review, la Concha de Plata en San Sebastián, el Gran Premio del jurado en Sundance, el premio David Lean en los Bafta y el galardón del Directors Guild of America, entre muchos triunfos y nominaciones en cuanto festival y certamen pueda uno suponer. Ya han conseguido todo lo conseguible en lo que a cine se refiere y, sin embargo, son una pareja de directores y guionistas que aún no tienen unánime aplauso, sobre todo en su país. Es probable que su consciente distanciamiento de los medios provoque que sean vistos como prepotentes, imagen pública que parece no disgustarles y que los hace proclives a la furia de la crítica, dispuesta a no perdonarles ningún desliz y tacaña a la hora de los elogios a una obra que se antoja madura y digna de una mirada detallada.

Los Coen con los premios Oscar ganados el 24 de febrero de 2008

Los hermanos Coen nacieron en St. Louis Park, suburbio localizado a seis millas de Minneapolis, Minnesota. Joel nació en noviembre de 1954 y Ethan en septiembre de 1957; son hijos de padres catedráticos universitarios de origen judío. Crecieron en una familia de clase media y tuvieron una infancia normal, en la que como único vínculo con su futura actividad, realizaron algunas películas caseras con una cámara de Super-8. Ambos hermanos fueron alumnos del Simon’s Rock College en Great Barrington, Massachusetts, para luego tomar rumbos divergentes. Joel estudió cine en la Universidad de Nueva York y su hermano menor se licenció en filosofía en Princeton con una tesis sobre Wittgenstein. Joel empezó a vincularse a la industria realizando tareas de edición en películas de bajo presupuesto, como Posesión infernal (The Evil Dead, 1982), de Sam Raimi, un director amigo que va a ayudarles mucho en su futura carrera. Los hermanos empiezan a escribir varios guiones y con la ayuda de inversionistas locales de Minnesota y el dinero de familiares y amigos logran reunir 175.000 dólares para realizar su primer largometraje, Sangre fácil (Blood Simple, 1984). La producción estaría a cargo del polaco Ben Barenholtz, quien se había unido a Ted y Jim Pedas para formar Circle Releasing, una compañía independiente que en ese entonces apoyó filmes de Guy Maddin, Vincent Ward, John Woo y Alain Cavalier. Contarían con la fotografía del cinematografista y futuro director Barry Sonnenfeld (quien los acompañaría en tres películas), la música de Carter Burwell (el compositor de casi todos sus filmes) y el montaje de Roderick Jaynes (un personaje ficticio bajo el cual se esconden los Coen).

Sangre fácil (Blood Simple, 1984)

“Me dio una .38 con una culata de perla para nuestro primer aniversario. Decidí marcharme antes de que la usara en él”, le dice Abby (la actriz Frances McDormand –esposa de Joel Coen) a Ray (John Getz) en el primer diálogo de Sangre fácil. Entiende uno desde ese momento que ambos están en los terrenos del cine negro y que este par de amantes que huyen están condenados. Así no sean ellos los culpables de la muerte de Marty, el esposo de ella. Los Coen en su primera incursión –en la que Joel dirige, Ethan produce y ambos escriben- construyen un filme de género en la que la incertidumbre y las suposiciones de los protagonistas van a causar más daño que los hechos reales. Un detective privado decide involucrarlos –sin que ellos sepan- en un juego muy peligroso que era fácil que se saliera de control. Y va a salirse a consecuencia de la confusión que genera en los personajes el visitar –y revisitar- por separado la escena del crimen. La desconfianza que se suscita entre Abby y Ray terminará por signar su destino fatal. Lo más curioso es que no son capaces de hablar entre sí, de contarse con claridad que les duele, y resignados a su suerte, dejan que el destino decida por ellos. Y cuando todo parece ya más claro, no son tampoco capaces de hacer nada. Mientras, los Coen se divierten describiéndonos, a través de sus personajes, la ordinariez de una cultura texana que asocian con vulgaridad y mal gusto. Con un extraño humor buscan relajar una película poco común, en la que el público es el único que en realidad sabe que está ocurriendo, y cuyo clímax final es de antología. El mezclar ironía con la visita –narrativamente ortodoxa- al cine de género mostró ser eficaz. Se convertiría en una de las marcas de su cine.

Educando a Arizona (1987)

En 1987 llegaría Educando a Arizona (Raising Arizona), su segundo largometraje. Que dos personajes de esta película tengan tatuado en el cuerpo a El pájaro loco no es casual. Educando a Arizona es un homenaje de los Coen a caricaturistas y animadores como Walter Lantz, Tex Avery y Chuck Jones, quienes crearon una galería de personajes alocados que contrastaban con la dulzura infantil de los productos de Walt Disney. A Bugs Bunny, el pato Lucas y el correcaminos podemos sumar ahora a todos los personajes de este filme, verdaderas caricaturas de las de “golpe y porrazo”. Uno de estos personajes lo interpreta John Goodman, quien va a volverse un actor habitual de su filmografía.

“¿Estaba evitando la realidad, como suelo hacer?” reflexiona el personaje de H.I. (Nicholas Cage), un exconvicto que quiere reformarse y que en compañía de su esposa roba un bebe, desatando una codiciosa búsqueda. La pregunta que él se hace le cae bien a los Coen, que decidieron aquí dejar cualquier asomo de realidad en la puerta y divertirse realizando una tira cómica, un rasgo que también va a acompañarlos a partir de aquí. Obviamente sus golpes satíricos al estilo de vida y a la cultura pueblerina vuelven, como en Sangre facil, pero esta vez el blanco es Arizona y sus habitantes. La seriedad pasmosa del anciano vendedor de una tienda de carretera es a la vez burla y constatación de la habilidad de estos hermanos para la observación fina del ser humano, para captar detalles casi antropológicos en el mínimo gesto.

De paseo a la muerte (Miller´s Crossing, 1990)

Para su tercer filme retomarían el cine de gánsters, homenajeando de alguna forma a Hawks y su Scarface; a Josef von Sternberg y su Underworld. La frialdad de los personajes de esta película sólo es superada por la inteligencia glacial de sus creadores, que han hecho de De paseo a la muerte (Miller´s Crossing, 1990) un ejercicio de estilo, de recreación juiciosa de un género fílmico y de una época precisa. Son los años de la prohibición, de la lucha de poderes entre los jefes mafiosos y a ese material se acercan los Coen con ganas de mostrar que conocen el mecanismo del cine que reflejó esa era convulsa y que tienen el talento y los recursos para demostrarlo. Prefiriendo el acento grave, optan por una narración tensa, seria, llena de traiciones y dobles traiciones, y quizá demasiado pretenciosa para su propio bien. Así tal cual es la imagen del personaje protagónico, Tom Reagan (Gabriel Byrne), un hombre egoísta e impenetrable, un apostador sin fortuna que estará siempre del lado donde mejor sople el viento. Los guionistas lo retratan externamente, sin ningún asomo de piedad ni intención alguna de indagar sus motivos personales, lo cual suma distancia a un hombre que de todos modos no quisiéramos tener cerca: es fácil notar que Tom no tiene alma. Y la película tampoco.

Tom vive en una pensión llamada The Barton Arms. Conociendo a los Coen es probable que el nombre del sitio no sea casual, sino que haga explícita referencia al nombre del protagonista –y al título- de su siguiente filme, Barton Fink (1991), galardonado con la Palma de Oro a mejor película, el premio al mejor director y al mejor actor en Cannes.

Barton Fink (1991)

Fink (un genial John Turturro, otro de sus actores favoritos) es un dramaturgo neoyorquino, idealista e ingenuo, que tiene éxito con la crítica y el público en su búsqueda de un nuevo teatro, protagonizado y dirigido al hombre del común. Son los años cuarenta y, tal como ocurrió con grandes escritores, nuestro hombre atiende el llamado de Hollywood atraído por unos dólares que le caen bien a su carrera. Se enfrentará a los productores todopoderosos del Studio System, a un bloqueo creativo, a un clon de Willam Faulkner y a una serie de personajes caricaturescos que parecen tentáculos del hotel kafkiano donde se aloja. Introvertido y desconcertado ante todo lo que presencia, Fink es ante todo un espectador pasivo de la pesadilla que vive, digna de un guion surrealista. Los directores al final le dan una tregua y lo ponen frente al mar. ¿Tendrá paz? Eso quisiéramos. Extraña y compleja pieza de su filmografía, se trata de una película con una hermosa narración subjetiva que bien puede estar ocurriendo sólo en la cabeza de su protagonista.

El gran salto (The Hudsucker Proxy, 1994)

Parece que a los Coen el idealismo del personaje de Barton Fink les quedó gustando y de nuevo lo retoman en El gran salto (The Hudsucker Proxy, 1994), pero ahora ubicándolo en un referente cinéfilo definido: el de los héroes anónimos del cine de Frank Capra. La película hubiera podido llamarse Mr. Barnes Goes to New York, sino fuera porqué los realizadores le añaden un satírico tono y un agitado ritmo que la convierte por momentos en una comedia alocada que se burla del capitalismo y de los afanes del día a día de una gran empresa, lo que la deja muy cercana a la caricatura –con algunos ecos de Hawks- y no al drama típico de Capra. Como es tradicional en los Coen los valores de producción del filme son muy altos, con una puesta en escena que reflejó con precisión el mundo corporativo de finales de 1958. Los realizadores no se toman en serio los personajes, sólo el concepto que representan. Queda incólume, eso si, el idealismo y la honestidad del personaje principal –interpretado por Tim Robbins- metido en medio de un mar de tiburones empresariales que desean devorarlo, comandados por Paul Newman. Su transparencia y su inocencia por fortuna lo ponen aparentemente a salvo.

Fargo (1996)

Aunque la idiosincrasia pueblerina les ha parecido siempre a los Coen un buen blanco para sus burlas, requerían situar una película en su propio terruño para desarrollar ese tema con toda propiedad. El resultado es magnifico: se trata de Fargo (1996), nombre a su vez de un municipio de Dakota del Norte. Allí empieza el filme, pero la acción se va a mover entre dos municipios del vecino estado de Minnesota: Brainerd y Minneapolis. Los Coen conocen la idiosincrasia del lugar, pues es la suya. Este factor era crucial, pues el conocimiento de causa del color local le da verosimilitud y credibilidad a conductas humanas tan particulares, que era fácil suponer una caricatura imprecisa y no una descripción veraz. Otra cosa es que esas conductas parezcan caricaturas, y por eso el interés de los Coen de situar su película allí.

A pesar que la película –un thriller- describe una serie de crímenes (que nunca ocurrieron allí, no importa que se nos advierta que se basan en hechos reales) y de la subsecuente investigación policial que dará con los asesinos, la verdad es que los Coen utilizan este marco como una mera disculpa para sus observaciones humanas. Meticulosos, se explayan en los habitantes de Brainerd: las dos prostitutas, el policía compañero de Marge (Frances McDormand, quien ganó el Oscar como mejor actriz), la jefe de policía; el dueño del bar que cree haber visto uno de los sospechosos.

Fargo (1996)

Sus retratos son mucho más originales y honestos que los de David Lynch, y si bien los tres comparten la ironía, los Coen tienen menos maldad y más humor en su mirada. Los personajes que habitan Brainerd se sienten vivos, parecen sacados de un documental, mientras los de David Lynch salen de una noche de insomnio de su creador. Como estudio de caracteres, la película es un logro total. Su humor negro jamás se ve forzado y muchas veces la risa la produce un personaje completamente serio, que no está diciendo nada gracioso de por si. Es el “toque” de los Coen el que pone el énfasis sobre una voz, un acento rural, un modismo local, una expresión particular.

El retrato social que estos cineastas consiguen se facilita por su gusto por la descripción detallada de sus inusuales personajes. Su cine está poblado de personas extrañas, solitarias y al margen de los cánones sociales, lo cual no se altera en Fargo. Pero aquí -además- sumaron una introspección que los vuelve tridimensionales. Seres con sentimiento, con motivaciones y propósitos; personas con unas vidas imperfectas, porque así somos todos; seres del común, capaces de lo mejor y de lo peor, dadas las circunstancias precisas.

El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998)

El éxito crítico de Fargo pareció abrumarlos y decidirse de nuevo por una comedia excesiva como siguiente proyecto. “Contigo todo es una jodida parodia”, le dice el “Dude” (Jef Bridges) a Walter (John Goodman) en una de las escenas finales de El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998). Pero si él mirara bien podría reclamarle lo mismo a los Coen, que para hacer esta película han autoparodiado el thriller de Sangre fácil, la comedia absurda de Educando a Arizona y el hilo narrativo complejo de De paseo a la muerte sin lograr que la mezcla sea más que un cóctel disparejo, que pretendió decir mucho y al final se queda corto, vacío, sin mucho sentido.

“Dude”, el último hippie de Los Ángeles se ve envuelto en una confusión de identidades que lo obligan a salir de su habitual modorra y a tratar de resolver un secuestro, con la ayuda de Walter, un veterano de Vietnam. Los Coen dan golpes bajos a la ideología pacifista, a los soñadores, a los veteranos de guerra, a los benefactores altruistas, sin que se sepa muy bien que hay detrás de todo esto. Unos cuantos apuntes cómicos nos recuerdan que con menos pretensiones esta película hubiera podido ser mucho mejor. Lástima desperdiciar a John Turturro en un pequeño papel –el del jugador de bolos latino- que bien hubiera podido desarrollarse mejor: nos hubiera gustado quedarnos con él en vez de acompañar a la pareja protagónica a ver como se dan golpes por toda la ciudad.

Hermano, ¿Dónde estás? (Oh Brother, Where Art Thou?, 2000)

Manteniendo el tono ligero, que parece gustarles tanto, presentaron luego Hermano, ¿Dónde estás? (Oh Brother, Where Art Thou?, 2000). “Hasta luego muchachos. Lo veré en las historietas cómicas”. Con estas palabras se despide Big Dan Teague (John Goodman), luego de darles una golpiza a Ulysses Everett (George Clooney) y a Delmar, dos convictos fugados de una colonia penitenciaria en Mississippi en los años treinta. Parecen las palabras de los hermanos Coen despidiéndose no sólo de ellos dos, sino de todos los personajes de esta película, actualización y reescritura de nada menos que La Odisea, trasladada –si es que eso era posible hacerlo- al profundo sur. Pero, si lo pensamos bien, todos los personajes protagónicos de su cine son homéricos, hombres con enormes dificultades para cumplir la empresa que les ha sido encomendada.

Como siempre en su cine, la puesta en escena es muy cuidada, con cada detalle de ambientación, decorado y vestuario preparados con gran esmero. A estos elementos recurrentes ahora hemos de sumar la música, una cuidada selección de gospel y blues que incluso ganó el Grammy a mejor banda sonora compilada, galardón que recayó en T-Bone Burnett. El resto es una caricatura, una historieta cómica indudablemente divertida e inteligente, donde George Clooney se ve que disfruta un papel que ni él mismo tomó en serio. Herejías literarias aparte, la episódica road movie de aventuras se disfruta así no se haya uno leído el texto de Homero, cosa que parece tampoco hicieron los Coen.

El hombre que nunca estuvo (The Man Who Wasn´t There, 2001)

El bache creativo en el que parecen estar sumidos en ese entonces tiene su rápida replica en El hombre que nunca estuvo (The Man Who Wasn´t There, 2001). Es en la superficie cine negro de corte clásico, pero con varios giros: alusiones al homosexualismo, a la pedofilia, a la sexualidad de una menor (interpretada por una muy joven Scarlett Johansson). Los Coen disfrazan de narración ortodoxa –ambientada en los años cincuenta y filmada en un glorioso blanco y negro- una historia que hubiera sido imposible de contar en esa época, por arriesgada y frontal. Lo hacen sin ningún aspaviento, con la naturalidad de dirigirse a un público actual que no va a escandalizarse. El género negro en sus manos se subvierte, pero no pierde su esencia corrupta original: esta se refuerza aún más, concentrada en Ed Crane (Billy Bob Thorton), ese personaje pasivo-agresivo, ese narrador de pocas palabras que está condenado por sus actos, así parezca que va a salirse con la suya. Los Coen no van a dejarlo escapar, no porqué les interese que se haga justicia, sino porqué sencillamente no les importa, como no les importa la mayoría de sus personajes protagónicos. Crane contribuyó a generar una atmósfera que ellos querían recrear y alterar, y una vez cumplida esa misión ya lo que ocurriera con él era superfluo.

El amor cuesta caro (Intolerable Cruelty, 2003)

¿Qué género les faltaba por visitar (vampirizar, según algunos)? Probablemente la screwball comedy de los años cuarenta y cincuenta. Por eso existe El amor cuesta caro (Intolerable Cruelty, 2003), un nuevo capitulo de la batalla de los sexos, imitando la dinámica de las películas de Kate Hepburn y Spencer Tracy (como La costilla de Adán), pero con menos alma, tal como el tema que aborda: el de los matrimonios por conveniencia que sólo buscan un divorcio rápido con fines económicos. Los Coen muestran facilidad para la sátira, pero los personajes, amen de caricaturas, son desalmados –sobre todo Marylin (la bella Catherine Zeta-Jones), la seductora come maridos- y por eso nos importan poco, así haya un final feliz. George Clooney busca agradar con un personaje que se muestra frágil ante el amor, un sentimiento inédito que no parece estar bajo el control de su mente de abogado impenetrable. La película es quizá el único guion que los hermanos firman junto a alguien más, los escritores Robert Ramsey y Matthew Stone. ¿Están acaso sin ideas? Esto parece confirmarlo El quinteto de la muerte (The Ladykillers, 2004), un remake –el primero que realizan- de la película homónima que Alexander Mackendrick dirigiera en Inglaterra en 1955. Las risas de esta comedia negra provienen del material original y ni siquiera la actuación de Tom Hanks logra aliviar la sensación de que hay situaciones demasiado forzadas en el filme, producto de una caricaturización extrema de los personajes –una característica demasiado habitual en sus películas- que les quita cualquier asomo de vida. Una curiosidad al margen: El quinteto de la muerte es la primera película en la que ambos hermanos aparecen compartiendo créditos como directores.

El quinteto de la muerte (The Ladykillers, 2004)

Sin poder reflexionar sobre lo que han estado haciendo en los primeros años del siglo XXI, viene después Tullerias, un cortometraje intrascendente del filme colectivo París, te amo (2006), que nos muestra a Steve Buscemi como un turista norteamericano en la estación de Tullerias del metro que comete el error –contraviniendo una advertencia de la guía turística que esta leyendo- de establecer contacto visual con una mujer, cuya pareja toma el acto como un insulto. El episodio cobra sentido si se entiende como una descripción del choque cultural entre norteamericanos y parisinos, pero es demasiado superficial para aportar algo nuevo.

Había que retomar el camino, había que repensarse como directores. Llega 2007: participan en el proyecto colectivo Cada quien su cine (Chacun son Cinema) producido especialmente para el aniversario número 60 del Festival de Cannes, con un cortometraje llamado World Cinema, en el que un vaquero norteamericano entra a un cine y lo convencen de ver una película turca (curiosamente en la edición en DVD de esta película este segmento no fue incluido).

Sin lugar para los débiles (No Country for Old Men, 2007)

Después el productor Scott Rudin pone en manos de los Coen la novela de Cormac McCarthy, No Country for Old Men y les da la oportunidad de volver al thriller rural que tanta fortuna les ha traído y con el que tan cómodos se sienten. El resultado es Sin lugar para los débiles (2007), una asfixiante cacería humana que deriva al final en una historia reflexiva, con un final abierto que dejó desconcertados a muchos, considerando que sus películas previas concluían según los parámetros convencionales de Hollywood. Pero si uno la observa con cuidado notará que esta película es un compendio de toda su obra previa: es un thriller efectivo (como Sangre fácil, como Fargo) adosado inicialmente (por lo menos durante la primera mitad del filme) a los parámetros de este género, para luego y tomando este andamiaje narrativo –en el que han demostrado nuevamente su capacidad para tensar una historia- como punto de partida, llevarnos por un camino distinto, donde no esta exenta la caricatura infernal (véanse Educando a Arizona y Barton Fink) representada por Javier Bardem como el imposible Anton Chigurh, la observación antropológica de las costumbres rurales y la mirada pesimista frente al futuro. Al final los Coen se sienten, como en Barton Fink, incapaces de cerrar la narración y de aniquilar al personaje que les importa (Tommy Lee Jones), que ya está por encima del bien y del mal. ¿Será atrevido decir que han tenido compasión? Esa palabra es nueva en un cine donde los personajes usualmente han sido meros artificios, esquemas, arquetipos y no seres tridimensionales. Por eso Sin lugar para los débiles es a la vez síntesis y nuevo camino.

Sin lugar para los débiles (No Country for Old Men, 2007)

Sin embargo Quémese después de leerse (Burn After Reading, 2008) es una nueva vuelta de tuerca que gira sobre un eje ya conocido: la comedia ácida, donde los personajes son caricaturas y por ende los directores se sienten con licencia para burlarse de ellos y hasta para acaso despreciarlos. Lo mejor del filme es la cadena de casualidades y errores de cálculo que padecen los muy disímiles personajes (agentes de la CIA, entrenadores de un gimnasio, espías rusos y americanos) y que los hacen vivir situaciones que van de la ironía al absoluto ridículo. Conscientes de lo que están haciendo, George Clooney, Brad Pitt, John Malkovich y Frances McDormand se prestan para este juego de identidades confundidas, ambición, citas a ciegas por internet, torpeza, traición conyugal y golpes bajos. En su mirada despiadada frente a sus protagonistas (véase lo que le ocurre al único ser noble que habita este filme) Quémese después de leerse es, sin duda, una hija legítima de su cine, difícil de disfrutar para aquel no iniciado.

Un hombre serio (A Serious Man, 2009)

Algo así -pero quizá de forma menos extrema- ocurre con un Un hombre serio (A Serious Man, 2009). A medida que pasan los años y acumulan experiencia, su humor se hace más cerrado y más personal, más dependiente de un espectador iniciado que ya haya navegado en su mundo particular. Pero son los Coen y Un hombre serio vale el esfuerzo de acercarse a esta película innegablemente exigente y dejarse cautivar por una historia de mecha lenta ambientada en 1967 en la que, ante un acumulo inaudito de vicisitudes, un buen hombre se pregunta que hizo él para merecerlas. Frente a sus interrogantes solo hay un incómodo silencio divino. Mejor es que “acepte el misterio” -como le recomiendan- y se resigne. Aunque Un hombre serio es una comedia negra y muy ácida, centrada en un profesor de física cuya vida parece derrumbarse, víctima de cuanta plaga personal, afectiva, social y laboral cae sobre una vida aparentemente común, en el fondo hay una búsqueda de respuestas espirituales que autores como Ingmar Bergman y Robert Bresson han abordado en su cine, y que Woody Allen -tambien judío- tocó en un filme tan notable como Crímenes y pecados (1989). En esa película la mirada del director neoyorquino, aunque crítica, es compasiva frente a la fe y quienes la profesan con fervor, mientras por el contrario los Coen ofrecen una visión corrosiva y llena de desencanto que les cae bien a sus propósitos de descreida denuncia como de singular comicidad.

Es curioso que en su ya larga carrera no hubieran hecho antes una película centrada integramente en el universo judío, tema que sin duda podía generarles polémica, pero a ellos jamás les ha importado quedar bien con alguien o con algo distinto a sus propios intereses como autores. Por las consecuencias en la taquilla -benditos sean ellos- parecen no sufrir. Por fortuna al final de los créditos del filme se nos aclara que “No se lastimaron judíos durante la realización de esta película”. He ahí a los Coen.

Temple de acero (True Grit, 2010)

Cuando no están exhibiéndose ni realizando algún filme autocomplaciente, hay que reconocer que los Coen hacen buen cine, por lo general revisando y retorciendo a su modo algún género fílmico: el cine negro, el thriller, la screwball comedy o las comedias inglesas de la Ealing. Por eso un western de los Coen suena a combinación difícil y a resultado oscuro, sarcástico e inesperado. Por eso también su siguiente filme ha sido una enorme y muy satisfactoria sorpresa: Temple de acero (True Grit, 2010) es una película adosada a los cánones clásicos del género y a la novela que le da origen, publicada por Charles Portis en 1968.

De ese texto ya se había hecho un filme, con la actuación de John Wayne y la dirección de Henry Hathaway, producido por Hal. B. Wallis para la Paramount en 1969. Los Coen aseguran no estar haciendo un remake y que nada le deben a la película de Hathaway, que lo suyo es ante todo una adaptación fiel a la obra de Portis. Además pretender meterse en los zapatos de John Wayne no es fácil, considerando además que por True Grit ganó el único Oscar de su carrera. Era mejor poner distancia entre ambas versiones.

Temple de acero (True Grit, 2010)

Y los Coen lo consiguen, mostrando el “temple” que sabemos que tienen. El guion que escribieron y plasmaron es un ejercicio de estilo, pero ante todo de pureza. El formalismo habitual de su obra se transforma acá en unas imágenes de ruda belleza que respetan la atmósfera de la época, pero le dan un brillo contemporáneo y profesional. La historia de una decidida joven de 14 años (Hailee Steinfeld, una asombrosa debutante) que contrata a un tosco alguacil para que ambos persigan y capturen al asesino de su padre, tiene el eco mítico de los westerns de Ford, la camaradería obligada de los filmes de Hawks y la conciencia de road movie de las cintas de Mann, sin que deje de ser un filme de los hermanos Coen y por ende violento, indómito e impredecible. Miren a Jeff Bridges interpretando al Marshall Cogburn: los Coen están reflejados ahí, habitando triunfales ese embriagado espíritu de acero.

Balada de un hombre común (Inside Llewyn Davis, 2013)

Balada de un hombre común (Inside Llewyn Davis, 2013) está protagonizada por un personaje inusual en la filmografía de los hermanos Coen. Se trata de un cantante y guitarrista de música folk que intenta abrirse camino en los escenarios alternativos del Greenwich Village neoyorquino al inicio de los años sesenta. El protagonista, llamado Llewyn Davis (el actor Oscar Isaac), posee una humanidad y una sensibilidad que son insólitas en el cine de los Coen, pues la tridimensionalidad de sus personajes no es una característica que ellos promuevan, pues para los efectos satíricos que persiguen deben caricaturizar a quienes habitan sus películas.

Modelado a partir de la figura del cantautor Dave Van Ronk, el Llewyn Davis de los Coen es un artista temperamental y sin interés en comprometer su talento para perseguir el éxito comercial. Hay un patetismo intrínseco a su figura y hay una tristeza en sus circunstancias vitales que los directores supieron preservar. Los eventos tragicómicos que le ocurren ponen a prueba su dignidad y su entereza moral, muy a la manera de lo que le ocurría al protagonista de Un hombre serio (2009), otra obra de los Coen.

Balada de un hombre común (Inside Llewyn Davis, 2013)

La película es la historia de un perdedor, el relato de uno de esos seres anónimos cuyos sueños parecen estrellarse una y otra vez contra una realidad que se empeña en negarles la oportunidad de materializarse. Estamos acostumbrados a ver la perspectiva del triunfador, pero pocas veces –con la excepción del cine de John Huston- nos dejan ver el otro lado, el mayoritario, el de las ilusiones rotas. Por eso Balada de un hombre común acongoja, porque en ese perdedor es fácil vernos y encontrarnos.

¡Salve, César! (Hail, Caesar!, 2016)

En 2016 presentaron ¡Salve, César! (Hail, Caesar!) una deliciosa sátira sobre la edad de oro del cine de Hollywood centrada en la figura de Eddie Mannix (Josh Brolin) un hombre que trabaja tras bambalinas de la industria, “componiendo” los problemas que no tendrían porque salir a la luz pública y que afectarían la imagen del estudio –Capitol Pictures- para el que trabaja. La recreación del detrás de cámaras de un estudio en los días gloriosos del musical y de las películas épicas está realizada con singular cuidado y esa ironía tan propia que saben manejar. Los caprichos de los directores foráneos, los escándalos de las estrellas, la presencia de comunistas entre los guionistas y la importancia de las periodistas de farándula hacen parte del menú de un filme coral donde George Clooney, Raph Fiennes, Scarlett Johansson, Tilda Swinton, Channing Tatum y Frances McDormand ante todo se divierten.

¡Salve, César! (Hail, Caesar!, 2016)

De regreso al western, su siguiente largometraje fue La balada de Buster Scruggs (The Ballad of Buster Scruggs, 2018), producida por Netflix y estrenada en el Festival de cine de Venecia, donde obtuvo el galardón al mejor guion.  Se trata de la escenificación de seis cuentos supuestamente publicados en un libro editado en  1873, pero que en realidad fueron escritos por los Coen -no como guiones, sino como cuentos. Y la agilidad y agudeza de los cuentos conservan estos “cortometrajes” unidos por el tema del far west, pues se disfrutan  por completo, cual catálogo de los diversos estilos que estos directores han exhibido a lo largo de los años, de la ironia al esperpento, del thriller a la comedia negra. Atención a “La niña que se puso nerviosa” (The Gal Who Got Rattled) y a “Los restos mortales” (The Mortal Remains), dos de los episodios más logrados.

La balada de Buster Scruggs (The Ballad of Buster Scruggs, 2018)

¿Y hacia dónde vamos? Con los Coen es difícil decirlo. Son unos autores (el término se usa con todo merecimiento) impredecibles, que siguen evolucionando, expandiendo su rango dramático, su arco de intereses. Ya sabemos de lo que son capaces: conocemos su sentido del humor, su imbatible ironía, su gusto por el thriller, su capacidad de caricaturizar situaciones, su deseo de reinventar los géneros, su poco interés en los personajes y su gran preocupación por la puesta en escena. Pero sobre todo sabemos de su enorme inteligencia, esa que les sirve de pararrayos y que hace que –conocidas las reglas de su juego privado- esperemos cada nueva película suya con gran expectativa. Puede que, como bien afirmó Emanuel Levy en el epígrafe que da inicio a este texto, sepan muy poco de la vida real, pero –no lo olvidemos- en este caso estamos siendo invitados a su mundo, a un universo “coenesco” hecho de celuloide donde las cosas ocurren según los dictámenes de dos hermanos, de dos cabezas muy pensantes que hacen un cine a cuatro manos.

Actualización de un ensayo publicado en la Revista Universidad de Antioquia No. 293 (julio – septiembre de 2008) págs. 136-144. Incluye extractos de los textos “Acepte el misterio” publicado en el periódico El Tiempo (Bogotá, 01/04/10). Pág. 1-12 ,”El temple de los Coen” publicado en el periódico El Tiempo (Bogotá, 17/02/11), pág. 16 y “Ulises volvió a casa” publicado en el periódico El Tiempo (Bogotá, 13/02/14), pág. 18

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

Joel Coen e Ethan Coen

 
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