Un día más de sol: La La Land, de Damien Chazelle
“Todos los filmes son música, y la atmósfera romántica de la música es una manera de empezar a entender los filmes.”
– David Thomson, 2007
Damien Chazelle da inicio a su carrera como director de cine con una escena que es un símbolo de lo que La La Land (2016) –y probablemente buena parte de su obra posterior- va a ser. Su ópera prima es Guy and Madeline on a Park Bench (2009) y la película –rodada en blanco y negro, y en 16mm- abre con la imagen de una mujer dándonos la espalda, mirando hacia las aguas del puerto de pesca de Boston y refugiada bajo un paraguas, mientras suena una canción digna de un musical de Hollywood, de esas melodías que Woody Allen utiliza para los créditos iniciales de sus filmes. Paraguas, puerto, mujer, música. ¿Cantando bajo la lluvia y On the Town? Sí, pero también Los paraguas de Cherburgo (Les parapluies de Cherbourg, 1964) de Monsieur Jacques Demy, un filme en el que dos de sus personajes se llaman también Guy y Madeline. El musical le interesa a Chazelle, no importa a qué lado del océano Atlántico haya sido hecho.
Le importa tanto que Guy and Madeline on a Park Bench, corriendo todos los riesgos que un novato que siguiera las reglas no debería asumir, es un musical donde hay jazz, hay tap, la protagonista se lanza a cantar en medio de un parque y luego más tarde hace un “numero de producción” en un restaurante donde todos cantan y bailan al ritmo de Boy in the park, una melodía que Justin Hurwitz –músico y compañero de habitación de Challeze en la universidad- compuso y cuya letra escribió el propio Chazelle. Lo que iba a ser su tesis de grado del programa de Visual and Environmental Studies en Harvard se convirtió –tras una producción que superó los dos años- en un largometraje que en palabras del periódico Village Voice era “el tipo de película que un joven Cassavetes podría haber hecho mientras trabajaba para la unidad de [Arthur] Freed en la MGM”. Un elogio enorme para un joven de 24 años.
Justin Hurwitz y Chazelle volvieron a trabajar juntos en Whiplash (2014) y creo que es fácil recordar el enorme impacto que esta película tuvo, gracias sobre todo a la potencia dramática que le imprimió la banda sonora que Hurwitz compuso. La música en Whiplash es material didáctico, penitencia, dolor, liberación y pasión. Características todas que regresan en su tercer largometraje, La La Land (2016), un filme que para Chazelle representa –gracias al éxito de sus filmes previos– la posibilidad de un crecimiento exponencial de las ideas que expuso en Guy and Madeline on a Park Bench. Solo han pasado siete años de su vida, pero su talento lo ha convertido en uno de los directores jóvenes más interesantes del panorama comercial norteamericano.
Que Chazelle hiciera un musical no es entonces el capricho exhibicionista de un wonder boy que quiere demostrar que es capaz de abordar el género que sea, siempre y cuando tenga los recursos financieros a su alcance. No, el hombre fue baterista en una banda de jazz en su secundaria en Princeton, New Jersey, y en sus estudios de cine en Harvard no solo hizo parte de una banda de por/rock – llamada “Chester French”, cuyos teclados los tocaba Justin Hurwitz- sino que además se encontró de frente los grandes musicales, a Fred Astaire & Ginger Rogers en Top Hat (1935), a Gene Kelly y Cyd Charisse en It’s Always Fair Weather (1955), a Jacques Demy y sus paraguas y sus colores y esa joya que es Las señoritas de Rochefort (Les demoiselles de Rochefort, 1967). Para él la música y el cine van de la mano. Incluso el proyecto de La La Land es anterior al de Whiplash, pero la resonancia de este último fue el que acabó de decidir a los productores. Lionsgate financió la película con un presupuesto superior a los veinte millones de dólares, a ser filmada en 35mm en CinemaScope y con un calendario de cuarenta días de rodaje.
El riesgo y la bondad de este filme van de la mano: es un musical con canciones originales, no apela a un repertorio de standards conocidos –como lo hicieron Moulin Rouge! (2001) o Across the Universe (2007)- ni es tampoco la adaptación de un musical de Broadway, como Chicago (2002) o Mamma Mia! (2008). La banda sonora la compuso Justin Hurwitz y las melodías las interpretan los protagonistas, Ryan Gosling y Emma Stone. Si nadie se sabe las canciones y no hay cantantes profesionales que les den soporte, el reto iba a ser, obviamente, mayor. Dependían de la calidad de la música, de lo “pegajosos” que fueran los temas, y de que la historia fuera lo suficientemente envolvente como para que no pensáramos si los actores están cantando y bailando adecuadamente. Pero si todo eso no fuera ya difícil, requería también que el espectador fuera sensible o romántico, o por lo menos se comportara como tal, dejando momentáneamente el cinismo existencial y los prejuicios hacia el musical a la entrada del teatro. Demasiadas condiciones. Demasiadas.
Por eso el éxito de La La Land tiene gran mérito. Es un musical contemporáneo -Jerome Robbins y Bob Fosse estarían de acuerdo con sus modernas coreografías- pero con un ojo permanentemente dirigido al pasado glorioso de los musicales de la MGM: ahí están para quienes quieran descubrirlos los homenajes a Broadway Melody of 1940 (1940), Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, 1952), Un americano en París (An American in Paris, 1951) o The Band Wagon (1953). Su tributo a Los paraguas de Cherburgo va más allá de la paleta de colores y se extiende al drama que subyace a la aparente festividad de La La Land. ¿Drama? Sí, claro. Tendemos a identificar a los musicales con la comedia o con la fábula escapista y benévola, pero los musicales también fueron terreno fértil para la expresión de intensas situaciones dramáticas.
Cuando François Truffaut ejercía como crítico de cine reseñó, entre muchos, un largometraje de Charles Vidor. Leamos algunos apartes de lo que escribió en 1956: “Cuando salí del teatro después de ver Love Me or Leave Me, un musical sicológico norteamericano, o si ustedes prefieren, una comedia dramática con canto, pensé lo apropiada que era la observación de Jean Renoir: «No hay realismo en las películas norteamericanas. No hay realismo, sino algo mucho mejor, una gran verdad». (…) En una película sicológica, basada en una novela seria, se antoja triste que una pareja rompa, por supuesto, pero así es la vida. La misma escena en Un americano en París, Cantando bajo la lluvia o Love Me or Leave Me asume mayor crueldad y emite una resonancia más trágica y perturbadora, suena más exacta. (…) Ya no es necesario continuar alabando el cine musical americano, en el cual el realismo emerge cuanto más por debajo de una cubierta ligera. Si tuviéramos que hacer una lista de las escenas más estremecedoras y conmovedoras en el cine, tendríamos que citar muchas de estas ‘comedias cantadas’ de Hollywood: después de algunos estribillos y bailes, hay una ruptura sentimental y las lágrimas son más serias” (1).
Eso ocurre en La La Land. Esta es una historia de sueños, ilusiones… y profundas decepciones. Los Ángeles es una ciudad implacable, llena de fantasmas –Sunset Boulevard (1950)–, pesadillas –Barton Fink (1991), Mulholland Drive (2001)– y crueldad –El juego de Hollywood (The Player, 1992)– y esta película lo sabe también. Sus personajes, Mia y Sebastian, son unos perdedores, una aspirante a actriz y un nostálgico músico de jazz, que están esperando una oportunidad. La ciudad parece estar llena de éxito, pero tras él lo que hay es una cantidad enorme de derrotas y derrotados, de gente que lo intenta y lo intenta y jamás logra triunfar en el mundo del espectáculo, el cine, las comunicaciones, la moda, la música, el teatro. Ese fracaso laboral y vital tiene que ser asumido en silencio, redimensionando metas, aprendiendo a reconocer límites y capacidades, volviendo a empezar… Estas historias de perdedores pocas veces se ven en la pantalla, dedicada casi que exclusivamente a exaltar a los ganadores, a la minoría que logra alcanzar sus sueños. La La Land les da vida a aquellos que tuvieron que aceptar que hay otras formas de triunfar y ser felices, incluso lejos de quienes supusimos que iban a acompañarnos en el camino. De ahí también que el romance en este filme parezca estar supeditado a la realización laboral. En otras palabras, el amor no puede ser obstáculo para el triunfo profesional.
La La Land es así mismo un llamado de alerta. Mia y Sebastian van a cine a ver Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, 1955) en el teatro Rialto en Pasadera y en una secuencia posterior ella pasa por el frente del lugar para descubrir que fue cerrado (realmente cerró sus puertas en 2007). Sebastian es un pianista que quiere poner un club donde se idolatre a los grandes maestros del jazz, pero no encuentra eco. Un hombre llamado Damián Chazelle es un director de cine que adora el musical, pero descubre que ya pocos gustan de ese género. La nostalgia por el arte popular clásico impregna este filme, invitándonos a mirar el futuro, pero sin olvidar de dónde provienen el cine o la música que disfrutamos. Hay unos orígenes a conocer y respetar.
Como todo musical, La La Land exige la suspensión de la incredulidad que muchas formas artísticas demandan, el cine más que cualquier otra. No es una película hecha para elucubrar teorías sobre la decadencia del cine norteamericano, ni para hacer apuestas malintencionadas sobre cuando saldrá el musical de Broadway basado en ella. Esta película a lo que nos invita es a suponer que -pese a todo- es posible un final feliz, y a dejarnos llevar por el romanticismo que llena de música el aire. Así no haya ni el uno, ni la otra.
Referencia:
1. Francois Truffaut, The films in my life, Nueva York, Da Capo Press, 1994, ps.157-158
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