La última gran actuación, de Gia Coppola

El tercer largometraje de Gia Coppola –nieta y sobrina de otro par de directores- ofrece una mirada compasiva a una mujer que ha dedicado la mayor parte de su vida a ser corista en un show de un casino de Las Vegas. Lo que muchos considerarían, por su naturaleza, un trabajo anodino y vulgar, para ella, Shelly, es una profesión artística respetable que se enlaza con los cabarets parisinos de antaño, empezando –según ella- por su nombre: “Le Razzle Dazzle”. Pero exceptuando el “le”, “Razzle Dazzle” no tiene nada de francés: en realidad es el título de unas de las canciones del musical “Chicago”, que se estrenó en Broadway en 1975, pero es muy probable que eso ella no lo sepa, ni le interese saberlo. Además que su show sea el último de su estilo en Las Vegas, desde su mirada, le añade grandeza y estatus. Pero los años que lleva este espectáculo lo han convertido en obsoleto para el público y eso equivale que también Shelly, que ha envejecido junto a su show, lo es también. Ella es la protagonista de La última gran actuación (The Last Showgirl, 2024), y su historia de desmoronamiento personal tiene un ingrediente adicional que la funde con la realidad: Shelly está interpretada por Pamela Anderson, que durante 110 episodios, entre 1992 y 1997, fue la gran atracción de la serie “Guardianes de la bahía” (Baywatch).

La vida de esta actriz canadiense, nacida en 1967, fue excesivamente explotada por los medios: sus relaciones personales, el video íntimo filtrado con Tommy Lee, y otros escándalos la convirtieron en una figura demasiado pública para su propio bien y el de su carrera artística. La serie que se hizo sobre su vida, Pam & Tommy (2022), protagonizada por Lily James y Sebastian Stan, la puso muy a su pesar de nuevo bajo los reflectores, pues ella nunca autorizó su realización. En 2023 lanzó un documental en Netflix, Pamela, A Love Story, dirigido por Ryan White, y una autobiografía, “Love, Pamela” donde relata su historia. En ese libro afirma que “fue entonces cuando aprendí el arte de irme. Sabía que si no me alejaba, no podría ser de ayuda para nadie. Liberarte a ti misma es obligatorio antes de poder ayudar a liberar a otros”. Y eso hizo. Reinventarse para aceptarse como es, con la edad que tiene, sin maquillaje ni cirugías, defendiendo el derecho de las mujeres a aceptarse sin presiones sociales ni sexuales, a través del autoconocimiento, el perdón y la sanación interior.

Su rol como Shelly en La última gran actuación encaja perfectamente con ese reverdecer de su vida, pues este papel está lleno de dignidad. Esta corista es una mujer sencilla, que fue madre soltera muy joven y que tuvo que entregar a su hija a otra familia para no sacrificar su trabajo en teatro del casino, ese donde se sentía digna, admirada y plena. Esa labor como corista la justifica como mujer y como artista, le da sentido a su existir. Sin él su vida sería tan ordinaria como en realidad lo es, simplemente que ella lo ve todo filtrado a través de las lentejuelas de sus atuendos, los enormes tocados que coronan su cabeza, las alas de su vestuario, las luces del escenario, la música con la que baila, el impacto que causa en el público. Lo que no se imagina es lo que sucedería si todo eso quedara en el pasado. Si su fama quedara en el olvido. ¿Qué herramientas tendría para seguir viviendo? ¿A qué se aferraría para justificarse?

El reencuentro con su hija adulta, que regresa a Las Vegas, no por una improbable reconciliación, sino casi que por curiosidad, introduce una grieta emocional que quiebra la muralla de falsa seguridad con la que Shelly ha recubierto su vida. La difícil conversación entre ambas, cargada de significado, revela el costo silencioso de haber elegido el escenario por encima de la maternidad. La hija, Hannah (Billie Lourd), que ha crecido lejos del resplandor artificial de Las Vegas, busca una explicación que tal vez nunca reciba. Y Shelly, incapaz de expresar culpa, se refugia en lo único que domina: su actuación. Es en ese intercambio, frío pero crucial, donde Gia Coppola revela el verdadero conflicto de su protagonista: no es el miedo a desaparecer del espectáculo, sino el temor a ser irrelevante en la vida de quien más le importaba. Una última ovación no compensa una infancia perdida, pero quizás –solo quizás– pueda ayudar a cerrar la herida entre ambas si viene acompañada de un gesto de arrepentimiento sincero, que necesariamente tendrá que ocurrir más allá del telón.

Shelly, como Pamela Anderson, no está en busca de la juventud perdida ni pretende competir con las nuevas generaciones que dominan el entretenimiento en las redes sociales beneficiados de sus rostros perfectos y de sus cuerpos esbeltos retocados por los filtros. Incluso la película está rodada en 16 mm y con lentes anamórficos que distorsionan los bordes del cuadro, dándole un toque amateur. Shelly representa una generación de artistas que aprendió a tener una ética inamovible, sin importar el tamaño y la relevancia del show, y que ahora, enfrentada al desvanecimiento del escenario, se ve obligada a enfrontar una existencia desprovista de todo brillo y confrontada a una enorme soledad, a un gran vacío, así sea compartido con otras que llegaron antes que ella, como Annette (la gran Jamie Lee Curtis), que ahora sirve cocteles en el casino, tras dejar “Le Razzle Dazzle”. Gia Coppola no se burla de Shelly ni de Annette, ni tampoco las victimiza; por el contrario, las trata con una dignidad que uno agradece en estos tiempos de ironía constante. La película, entonces, se convierte en una elegía asordinada sobre la pertenencia ciega al ideal artístico y el abandono familiar, sobre lo que ocurre cuando el telón cae y el público ya no está, pero la artista sigue allí, de pie, aferrada a ese último aplauso purificador, como si acaso de eso dependiera su aliento final.
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