Manoel de Oliveira: Vivir para contarla

2593
0
Compartir:

De acuerdo al presidente portugués, Anibal Cavaco Silva, con la muerte del director de cine Manoel de Oliveira, “Portugal ha perdido una de las figuras más grandes de su cultura contemporánea”. Dijo adiós el director más longevo en actividad.

Lo curioso no es que Manoel Candido Pinto de Oliveira haya muerto a los 106 años. Lo curioso es constatar que –contra todo pronóstico- no era inmortal, como llegamos a pensar. “Si paro de rodar, me aburro y me muero. Tengo en mente un montón de proyectos”, le dijo al diario El país de España. Hace un año filmó su último trabajo, un cortometraje de diecinueve minutos llamado O velho do Restelo, inspirado en apartes del libro O Penitente de Teixeira de Pascoaes, que fue estrenado en agosto fuera de competencia en el Festival de Cine de Venecia. Pese a encontrar obvias dificultades para la financiación de su cine, de Oliveira tenía varias ideas en mente, pero inexorable vino la muerte y el 2 abril lo convirtió en el director de cine más longevo que haya muerto aún activo, pues George Abbott falleció a los 107 años pero había dejado el cine a los 71 años.

Cuando Manoel de Oliveira nació, el 11 de diciembre de 1908, Chaplin aún vivía en Inglaterra haciendo espectáculos de vodevil y David W. Griffith había empezado apenas ese año su carrera como director con The Adventures of Dollie. Es más, cuando de Oliveira debuta como actor en Os lobos (1923) del italiano Rino Lupo, en Alemania F. W. Murnau disfruta del éxito de Nosferatu y al otro lado del Atlántico aparece por primera vez el nombre de John Ford acreditado como director de una película, pues hasta entonces se le conocía como “Jack Ford”. La historia del cine se iba escribiendo paralela a su vida.

Aniki-Bóbó (1942)

Aniki-Bóbó (1942)

Hijo de un industrial de mercería, Manoel nació en Porto en medio de una familia adinerada. Su padre, Francisco José de Oliveira, hizo la primera fábrica de bombillos de Portugal y construyó una hidroeléctrica. Estudió en un internado de los Jesuitas, pero era un mal estudiante, más interesado en el atletismo y en la actuación. Cuando tenía 20 años ingresó a la escuela de actuación del italiano Rino Lupo y es él quien le dio la oportunidad de debutar como actor. La primera película que él mismo dirigió fue un cortometraje documental, Duero, faina fluvial (1931).

Pasó una década haciendo documentales de muy diversos temas y solo en 1942 dirige su primer largometraje de ficción, Aniki-Bóbó, basado en un cuento de José Rodrigues de Freitas. Portugal estaba entrando a la segunda década de del Estado Novo, bajo el mando autoritario de Salazar, y el cine estaba fuertemente controlado. Las producciones cinematográficas habitualmente eran comedias urbanas, dramas históricos y adaptaciones históricas ambientadas en el pasado. Manoel de Oliveira hace un filme sobre niños en edad escolar y sobre como dos de ellos –Eduardo y Carlitos- se disputan el interés de una niña. Carlitos roba una muñeca de un almacén para regalársela a la chica y este hecho le intranquiliza y tiene pesadillas con su profesor, con el dueño del almacén y con la policía. En la superficie la película luce muy inocente, cercana en su uso de actores no profesionales al espíritu de un neorrealismo italiano que aún no ha nacido. Sin embargo de Oliveria afirmaba que Aniki-Bóbó “tiene un espíritu pacifista, aunque esta no era una intención directa. Hablaba acerca de la opresión. Incluí a un policía solo por el aspecto simbólico del filme. Era un ataque a la dictadura. El control de la policía tomaba el lugar de una educación que debería venir de la práctica civil, lo que no existía durante el Estado Novo de Salazar”. La película fracasó en la taquilla y de Oliveira se alejó del cine, dedicándose a administrar una granja y un viñedo que su esposa había heredado. Pasarían catorce años antes de regresar a la dirección de un filme. En una entrevista concedida en el 2008 afirmó que durante ese lapso “tuve tiempo para una larga y profunda reflexión sobre la naturaleza artística del cine”.

Z3

Vuelve con El pintor y la ciudad (1956), un mediometraje documental. De este punto hasta 1971 solo hará una mezcla de ficción y documental llamada O acto da primavera (1963), un corto –A caça (1963)- y unos mediometrajes. Su posición crítica con el régimen le trae serios problemas con la censura que lo mantienen realizando una producción muy marginal. En 1972 reaparece con El pasado y el presente (Passado e o Presente) y dos años después al tener lugar en Portugal la llamada ”revolución de los claveles”, su cine empieza a revitalizarse. El pasado y el presente es la primera parte de una “tetralogía del amor frustrado” que completarán Benilde ou a Virgem Mãe (1975), Amor de perdición (Amor de Perdição, 1979) y Francisca (1981). En los años ochenta solo hace cuatro largometrajes de ficción y cinco documentales, mientras en los años noventa y en la primera década del siglo XXI hará prácticamente un filme por año. Veintiuno de sus filmes fueron producidos por Paulo Branco, un aliado incondicional que le aliviaba las dificultades de financiación.

A partir de los años setenta su estilo fue virando hacia un cine más contemplativo e intelectual, donde se privilegiaban los planos largos, estáticos, repetidos, lejanos de la narrativa convencional y con unos personajes que dialogan con un ritmo artificioso, teatral, donde también la repetición es factor común. Pese a su edad, fue un modernista que imponía sus propias reglas: su aclamada El zapato de raso (Le soulier de satin, 1985) es una película que dura siete horas. “No es fácil planificar y luego realizar un filme. Pero no es menor la dificultad, una vez terminada la película, cuando se nos exige explicar todo aquello que, en un momento afortunado, el realizador ha conseguido explicar. Todavía es peor este cuando se expresa de un modo extraño, como en el caso del surrealismo o del super-racionalismo, a falta de una definición mejor que nos explique la racionalización de aquello que es el lado poético o el lado misterioso donde la razón depara en lo ignoto. No obstante, serán estas, las del campo ignoto, las características más ricas de toda la expresión –misterio que envuelve la poesía, poesía que envuelve el misterio”, expresaba.

El zapato de raso (Le soulir de satin, 1985)

El zapato de raso (Le soulir de satin, 1985)

El origen de muchas de sus cintas fue literario, adaptando novelas y piezas teatrales de autores como Agustina Bessa Luís – Valle de Abraham (1993), El convento (1995), El principio de incertidumbre (2002)– Camilo Castelo Branco, José Régio, Paul Claudel, Eça de Queiroz, Samuel Becket o Madame de La Fayette. En la prolífica última fase de su producción artística se interesó mucho en la historia de su país, describiendo, desde la reflexión y la melancolía, lo que fue el imperio portugués en filmes como la ambiciosa No, o la vana gloria de mandar (‘Non’, ou A Vã Glória de Mandar, 1990), Palabra y utopía (Palavra e Utopia, 2000), El quinto imperio (O Quinto Império – Ontem Como Hoje, 2004) o Cristóvão Colombo – O Enigma (2007). Aunque en su cine contaba con una nómina muy estable de colaboradores como los actores Luís Miguel Cintra (17 filmes), la bella Leonor Silveira (16 filmes) y Ricardo Trêpa (13 filmes), desde los años noventa empezó a hacer películas en francés y a vincular estrellas de renombre como Michel Piccoli, Catherine Deneuve, Marcello Mastroianni, Claudia Cardinale, Stefania Sandrelli y Jeanne Moreau, pero eso no implicó hacer concesión alguna frente a las atmósferas densas de su obra.

Valle de Abraham (1993)

Valle de Abraham (1993)

Otro tema que lo atraía eran los recuerdos, la nostalgia del tiempo ido, la saudade. Y junto a esto, la muerte. En 1997 dirigió a Mastroianni en su última película, Viaje al principio del mundo (Viagem ao Princípio do Mundo), que incluso se estrenó de manera póstuma luego del fallecimiento del actor italiano, que ahí interpreta a un muy veterano director de cine portugués llamado Manoel que, con la disculpa de acompañar a un actor francés a buscar la tierra natal de su padre en los confines de Portugal, nos lleva a su propio pasado, a un viaje por la memoria del propio Manoel de Oliveira. Sabremos de su internado con los jesuitas, de su infancia junto a sus hermanos y su padre, de una juventud feliz y despreocupada. Presenciaremos las ruinas de los sitios que frecuentaba y sabremos que ese Manoel –y el verdadero- temen al tiempo y a sus consecuencias.

En una de sus visitas encuentran a una mujer de la región que les explica sobre una vieja estatua que el director recordaba. Al despedirse se va caminando mientras les dice “la vida es lo que es y la muerte nunca falla”. Sabiduría popular. Por eso Manoel de Oliveira vivió todo lo que pudo y con la mayor intensidad posible. Sabía que, pese a todo, terminaría convertido acaso en un recuerdo.

Publicado en el suplemento “Generación” del periódico El Colombiano (Medellín, 19/04/15), págs. 20-21
©El Colombiano, 2015

Z6

Compartir: