Inocencia preservada: Matar a un ruiseñor, de Robert Mulligan
“Jem dijo que la película parecía mejor que el libro”
Harper Lee, Matar a un ruiseñor
“Los ruiseñores no se dedican a otra cosa que a cantar para alegrarnos. No devoran los frutos de los huertos, no anidan en los arcones del maíz, no hacen nada más que derramar el corazón, cantando para nuestro deleite. Por eso es pecado matar un ruiseñor”, le dice Miss Maudie a Scout, la niña protagonista de Matar a un ruiseñor, la novela que la escritora norteamericana Harper Lee publicó en 1960 y que al año siguiente ganaría el premio Pulitzer.
La enorme popularidad del libro hacia lógico su paso a la pantalla de cine, pero el productor Alan J. Pakula, que había adquirido los derechos cinematográficos del texto, encontró -por el contrario- absoluto desinterés por parte de los estudios. Este relato de racismo en un pueblo sureño de los años treinta resultaba muy local y de pequeña escala para unas audiencias que querían ver westerns, tiroteos y películas épicas de gran formato. Además los estudios ponían también sus condiciones. Universal Studios aceptó financiar la película, pero exigía a Rock Hudson como protagonista. Pakula, por el contrario, pensaba en Gregory Peck y le envió una copia de la novela, que el actor devoró en una noche, respondiéndole que si lo necesitaba, podía contar con él. Es más, el actor ayudó a financiar la cinta a cambio de control sobre el montaje final.
La primera película que Pakula produjo, El precio del éxito (Fear Strikes Out, 1957), fue dirigida por Robert Mulligan, que también debutaba como realizador de cine, y ahora Pakula quería contar de nuevo con él para dirigir. Recordaba Mulligan que “los otros estudios no la querían, porque ¿de qué se trata? Es acerca de un abogado de mediana edad con dos hijos. No hay romance, no hay violencia (excepto fuera de campo). No hay acción”. Mulligan venía de la televisión y tenía mucho que agradecerle a Pakula, así que se vinculó al proyecto sin dudarlo.
Lo que se necesitaba ahora era un gran guion. El productor le propuso a Harper Lee que lo escribiera ella misma, pero la autora declinó el ofrecimiento pues no tenía experiencia y pensaba dedicarse a una segunda novela. En esta historia entra ahora Horton Foote, uno de los dramaturgos y guionistas más experimentados que tenían los seriados y los programas televisivos. Y entra porque era Robert Mulligan lo conocía: ambos habían trabajado en una adaptación de un relato de William Faulkner llamado Tomorrow, que Foote escribió y Mulligan dirigió y que apareció en la televisión en marzo de 1960, dentro de un famoso seriado dramático llamado Playhouse 90. En el libro Horton Foote: A Literary Biography de Charles S. Watson, hay un dato adicional que no he podido confirmar con otras fuentes: según ese texto, Mulligan y Foote eran primos.
Foote solo había escrito un guion cinematográfico previo, el de Miedo en la tormenta (Storm Fear, 1995) y estaba indeciso a hacer una nueva adaptación, pues quería dedicarse a escribir teatro. Pakula y él se habían hecho amigos durante el montaje de The Chase –una obra teatral suya que llegaría al cine en 1966- y le pidió considerarlo. Foote se negó, pero su esposa leyó el libro y lo convenció de aceptar. Pakula llevó a Harper Lee a casa del guionista para que se conocieran y ese grato encuentro fue crucial para acabar de convencerlo. Al terminar la cita, la escritora le dijo, “No quiero volverlo a ver, solo quiero que siga adelante y escriba, olvídeme”.
Para empezar, y a pedido de Pakula, Foote comprimió los tres años que la novela describe en uno solo. “Esa decisión fue liberadora para mí. Me dio la oportunidad de explorar la arquitectura que ella había creado para la novela y no sentir que estaba arruinando o manipulando algo esencial”. El mejor elogio que este guionista pudo recibir provino de la propia Harper Lee, cuando afirmó que “si la integridad de una adaptación cinematográfica se mide por el grado en el que se preservan las intenciones del novelista, entonces el guion del señor Foote debe ser estudiado como un clásico”. Pocas veces se da esa sintonía entre libro y película, y eso va a reflejarse en el resultado final.
Pakula complementó el reparto con actores de Broadway, poco conocidos para el espectador de cine, y vinculó a dos niños de Birmingham, Phillip Alford y Mary Badham, para hacer las veces de Jem y Scout, los hijos de Gregory Peck. A sugerencia de Foote se vinculó a Robert Duvall al filme, en el que sería su debut en el cine. Las intenciones iniciales eran rodar en Monroeville, donde creció Harper Lee, pero el pueblo ya no conservaba la arquitectura necesaria para recrear los años treinta. Así que se decidió trasplantar un vecindario de casas de tablilla que estaban a punto de ser demolidas en Los Ángeles y reconstruir el pueblo por completo en los estudios de Universal, en una labor que le daría a los escenografistas el premio Oscar. Ahí se erigiría Maycomb, Alabama, el poblado imaginario que Harper Lee creó para Matar a un ruiseñor. “Un día tenía veinticuatro horas, pero parecía más largo. No había prisa, pues no había ningún sitio donde ir, nada que comprar ni dinero con que comprarlo, nada que ver fuera de los límites del Condado de Maycomb”, escribía ella.
Ahí vive Atticus Finch (Gregory Peck), un abogado viudo, con sus dos hijos de nueve y seis años, Jem y Scout. La película está narrada por Scout cuando adulta y son sus recuerdos de infancia los que guían esta historia. Todo lo que vemos esta mediado por su mirada y por su capacidad de comprensión. Lo que hacen los adultos, los diálogos que tienen o las situaciones que viven llegan a nosotros sencillamente porque ella o su hermano, o ambos, estuvieron ahí presentes para atestiguar esos hechos. Curiosamente hay una excepción. Se trata de un diálogo nocturno entre Atticus Finch y el juez de Maycomb. Gregory Peck evocaba ese momento: “Matar a un ruiseñor es acerca de la intolerancia… Para mí la escena más hermosa es el momento en el que el juez se aparece a pedirle a Atticus que tome la defensa de Tom Robinson. Casualmente planteada y casualmente respondida, la pregunta no necesitaba respuesta. El juez sabía que no le era posible a Atticus decir que no”. Esa propuesta y esa respuesta los niños no las escuchan, solo nosotros. Sin embargo van a entender a lo largo del filme los motivos que llevaron a su padre a aceptar sin dudar, pese a que la defensa de un hombre negro acusado de golpear y violar a una mujer blanca en los años treinta era un caso perdido.
Pero su padre tenía el imperativo moral de tomar ese encargo, si quería seguir dándoles a sus hijos el ejemplo de rectitud que hasta ese momento les había demostrado con su manera de vivir. Atticus Finch era un hombre bueno, un ciudadano generoso, honrado y recto. Un héroe según sus hijos, pues fue capaz de matar un perro rabioso con una escopeta al primer tiro. Un héroe, el más importante del cine, según el American Film Institute, que en 2003 seleccionó los 50 héroes y los 50 villanos del cine norteamericano, y Atticus Finch encabeza la lista de los buenos, por encima de Indiana Jones, James Bond, Oskar Schindler y Robin Hood. Algo tiene que decirnos el hecho de que un abogado de un pueblo sureño, cuyos poderes son la justicia, la ley su palabra, supere en ese listado a superhéroes, aventureros, agentes secretos, boxeadores y demás criaturas de ficción.
En el momento de recibir el premio Oscar como mejor actor por su papel en Matar a un ruiseñor, Gregory Peck tenía consigo, como amuleto, el reloj de oro de bolsillo del padre de Harper Lee, fallecido durante el rodaje. La novelista se lo regaló como símbolo de aprecio y reconocimiento por su rol. “Ese filme es una obra maestra y no hay nadie más que hubiera podido interpretar ese papel”, expresaba Lee.
Matar a un ruiseñor trata sobre la preservación de la inocencia, de la perduración del candor. Lo que Atticus Finch quiere para sus hijos es un mundo donde impere la justicia, donde la honradez y la rectitud sean la moneda común. Quisiera que toda la vida fueran como ruiseñores, que conservaran los valores de su infancia e imaginaran que el mundo adulto es así, puro y sin atropellos derivados de la codicia, la desigualdad y el irrespeto a la ley. Ante ejemplos que les demuestran lo contrario, a Atticus Finch le toca conservar la cabeza, ofrecer la otra mejilla, apelar a su dignidad. Y lo logra. La huella que deja sobre Jem y Scout es indeleble, como lo es el impacto que genera este filme, un clásico por donde se mire.
Que sea Harper Lee la que concluya este texto con las palabras de Scout en su novela:
“Por su aspecto, yo habría dicho que Atticus necesitaba que le animasen. Corrí hacia él y le abracé y le besé con todas mis fuerzas.
–Sí, señor, lo comprendo –aseguré para tranquilizarle–. Mister Tate tenía razón.
Atticus se libró del nudo de mis brazos y me miró.
– ¿Qué quieres decir?
– Mira, hubiera sido una cosa así como matar un ruiseñor.
Atticus apoyó la cara en mi cabello y me lo acarició con las mejillas”.
Publicado en el suplemento “Generación” del periódico El Colombiano (Medellín, 06/03/16), págs. 4-5
©El Colombiano, 2016
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