Mis ruinas favoritas: Retratos fantasmas, de Kleber Mendonça Filho

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Hubo una vez, hace muchas décadas atrás, en que ver una película era un ritual casi sagrado. Se hacía en unos templos enormes, unas salas de cine individuales ubicadas en las zonas céntricas de la ciudad o en sus barrios más emblemáticos. La imponencia clásica de esos sitios obligaba a un silencio místico contemplativo, solo interrumpido –ya en esos momentos para siempre- por los gritos de emoción o miedo, por el llanto o por las risas incontrolables según la situación que se vivía en la pantalla grande. Eran teatros destinados al cine que no dependían de una gran cadena de exhibición, ni de un centro comercial para sostenerse. Se erigían por sí mismos, por el fervor cinéfilo de sus asistentes, por la magia implícita de la luz que se convierte en imágenes en movimiento al chocar con una pantalla blanca o una pared. Era un asunto de pasión.

Retratos fantasmas (2023)

No se exhibirán simultáneamente siete u ocho películas en un número igual de pequeños teatros como en los multiplex comerciales de ahora, cuyas salas tienen solo un número que las distingue. Bastaba una gran película y un teatro majestuoso, bautizado con un nombre que evocaba grandeza: El Cid, El Emperador, El gran Rex, el Aristi, el Bolivar, el Odeón, el Alameda, el Astor Plaza, el Lido. No se necesitaba más para ver inacabables filas alrededor de esos edificios presididos por una gran marquesina y unos enormes telones pintados con el poster de la película. Asistir al estreno absoluto de un filme consagrado por Hollywood o por los festivales europeos se constituía en todo un acto social, donde las autoridades civiles se hacían presentes haciendo lujo de sus mejores galas. El cine era una fiesta de esplendor y como tal se vivía.         

Retratos fantasmas (2023)

“Nada queda a su lado. Alrededor de la decadencia / de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas / se extienden, a lo lejos, las solitarias y llanas arenas”, escribía Shelley en la parte final de su Ozymandias, un soneto escrito en 1817, pero que bien podría haberse elaborado a finales del siglo XX o en la primera década del siglo XXI, cuando los palacios dedicados al cine desaparecieron, uno a uno. Cuando el canal de televisión MTV empezó a emitirse, el 1 de agosto de 1981, el primer video clip que presentó fue el de la canción “Video Killed the Radio Star” de The Buggles, anticipándose a la revolución audiovisual que traería para la industria musical la aparición de los video clips. Pero fue también el video mismo, pero en el formato de Betamax o VHS, el que empezaría la demolición de los grandes teatros de cine. El video doméstico de alquiler o venta fue adentrándose en los hogares y en menos de una década después con versiones en disco digital de mejor resolución -DVD y Blu Ray- cambiaron buena parte de los hábitos de los consumidores de cine. A eso hay que sumar en los años noventa la irrupción de los canales dedicados al cine en los sistemas de televisión por cable. A la gente dejó de importarle dónde veía las películas. Ahora lo importante era su disponibilidad casi inmediata en la pantalla de su televisor.

Retratos fantasmas (2023)

En las dos primeras décadas del siglo XXI la consolidación de internet y los mayores anchos de banda disponibles para bajar datos a los computadores portátiles, tabletas y Smartphones permitieron la aparición de plataformas de streaming de contenido audiovisual en alta definición como Netflix: ya el cine era “a la carta” y en cualquier momento o soporte, no al capricho de los exhibidores de los canales de cable. Sin mencionar la disponibilidad en internet de casi cualquier filme para descargarlo ilegalmente. Además la proyección de cine también cambió: en el año 2000 aparece el cine digital que reemplazó a los proyectores de 35 mm de toda la vida. Los teatros tuvieron forzosamente que invertir en tecnología de proyección digital (DCP) para poder seguir exhibiendo los filmes.   ¿Y qué pasó entonces con los grandes teatros de cine de siempre? Ante un negocio que era insostenible en esas condiciones económicas fueron demolidos o se les dio un uso inmobiliario diferente. Solo sobrevivirían las cadenas de teatros atadas a un centro comercial y con una oferta de comida rápida que en muchas ocasiones tiene tanta o más importancia económica que el precio de la boletería. Ir a cine dejó de ser un rito, se convirtió en un plan donde muchas veces la película que va a verse es lo de menos. Hay personas que entran al largometraje que esté por empezar, sin importar cual es.  Si la película está doblada al español tampoco importa, es más: ya prefieren verla así y no en su idioma original, como si la voz y el acento de un intérprete no fuera parte de la actuación. No es posible un peor escenario.

Retratos fantasmas (2023)

Además, a la debacle contribuyó que en muchas urbes latinoamericanas se le dio la espalda al centro de la ciudad, dejando de ser un sitio emblemático y aglutinador para convertirse en sinónimo de abandono y decadencia social. Esa marginación afectó también a los teatros céntricos, relegados y olvidados por el público que cuando no quiere ver una película en casa, opta por la comodidad de los centros comerciales cercanos, pues en todos ellos hay, como ancla, una cadena de cine ofreciendo múltiples opciones. Ahora esos teatros del pasado ya no existen. Conservando el fervor colectivo que un día aglutinaron, muchos de esos locales se convirtieron en templos cristianos, otros se convirtieron en supermercados o en bodegas tristes. Unos pocos sobrevivieron como monumentos de interés histórico. Otros sencillamente fueron demolidos para hacer ahí edificios de apartamentos o de otro tipo de construcción. El tiempo se encargó de borrar el recuerdo de lo que ahí se vivió décadas atrás. Como si jamás el cine hubiera reinado ahí.      

Retratos fantasmas (2023)

¿Suena conocida esta historia? Por supuesto. Fue el destino común de muchos de los teatros que moldearon la cinefilia de generaciones de espectadores aquí y allá. No fue un fenómeno local, fue una desgracia que se repitió –con los obvios matices particulares- en países que por razones económicas o culturales no preservan su pasado urbanístico ni conservan su patrimonio arquitectónico. De eso trata el ensayo documental dirigido, escrito y narrado por el realizador brasileño Kleber Mendonça Filho, Retratos fantasmas (2023), estrenado dentro de las proyecciones especiales del Festival de Cannes y que ha circulado con éxito en el circuito de certámenes internacionales dedicados al documental.  Kleber Mendonça nació en Recife el 22 de noviembre de 1968, o sea que su infancia y su juventud cinéfila están estrechamente relacionados con los teatros de cine que en los años setenta brillaban en esa ciudad costera en el noreste de Brasil. Retratos fantasmas es un réquiem a una época de esplendor que él presenció y vivió, y que en un golpe de suerte Mendonça preservó, no solo en sus recuerdos, sino además en unas grabaciones providenciales en VHS y Super 8 hechas durante su época de estudiante de cine.

Retratos fantasmas (2023)

Junto a Kleber Mendonça volveremos al pasado de Recife, apoyado en un acervo audiovisual tan poderoso como evocador. Imágenes de archivo, fotos, documentales ajenos, noticieros, home movies… la mezcla de formatos entremezclados da cuenta de épocas, recursos e intenciones diferentes, pero a su vez complementarias en su búsqueda de ofrecer testimonio de un momento que pensaban eterno. Quizá nadie pensó en su momento que el cine tal como lo conocían se iba a transformar de esa forma, mutando de formato, de pantalla, de formas para su disfrute. Y que esos templos consagrados al séptimo arte iban a desaparecer entre la desidia y el olvido. Como esta es una película sobre las mutaciones que genera el tiempo, Kleber Mendonça empieza Retratos fantasmas con un segmento autobiográfico bautizado “El apartamento de Setúbal” que nos muestra sus vivencias de infancia y adolescencia junto a su madre y su hermano en un apartamento al que se mudaron luego del divorcio de sus padres. Ese lugar no solo fue vivienda, se fue convirtiendo lentamente en escenario para las primeras películas caseras que Kleber rodó con su vocación temprana de cineasta. Vamos recorriendo y reconociendo sus rincones, sus habitaciones, sus ventanas, y a veces no sabemos si lo que vemos es un documental actual o parte de la grabación de una ficción, pues ese apartamento fue también una de las locaciones de Sonidos de barrio (O Som ao Redor, 2012), un filme que Kleber Mendonça rodó en Recife.  Esta es una de las 27 películas cuyas imágenes él utiliza para ilustrar su documental, una colcha de retazos perfectamente tejida donde –como mencioné- se diluye la frontera entre filmado para este documental con lo que está registrado en las ficciones.  No es casual que él mismo nos diga que “los filmes de ficción son los mejores documentales”.

Retratos fantasmas (2023)

La segunda y tercera parte de Retratos fantasmas, llamadas respectivamente “Los cines del centro de Recife” e “Iglesias y fantasmas sagrados” nos hablan de la memoria y los recuerdos que ocultan los edificios del centro de esa ciudad que otrora fueron salas de cine y que ahora parecen fósiles de una época prehistórica, vestigios ruinosos de una civilización previa. Esas son sus ruinas favoritas. Leamos estas palabras que Kleber Mendonça pronuncia en el documental refiriéndose a Recife: “Parte de la ciudad parece haber olvidado el centro. Tiene un clima decadente, como quien fue abandonado sin más explicación. Muchos jóvenes jamás lo han pisado, ni en el carnaval. No se puede negar que el dinero se fue a otro lugar. Una vez oí que el problema del centro era que no había climatización”. Parece imposible no sentir que se está refiriendo en realidad a cualquier urbe latinoamericana, tal es el grado de identificación con la situación que se vive en nuestras ciudades, que comparten así una vocación por la desolación y el olvido.

Retratos fantasmas (2023)

La magia y la mística que esos teatros albergaron se fueron para siempre. No solo hacen parte de una época pretérita, sino que representan una forma de ver y acercarse al cine que tampoco existe ya. El paso del tiempo y los cambios tecnológicos han transformado al cine de una forma que otras artes no han padecido. El arte más joven era el más susceptible a los cambios, sencillamente porque siempre requirió de una tecnología para surgir, crecer y consolidarse. Pensemos que el cine inicialmente fue en blanco y negro, silente y dependiente de la impresión fotográfica en una cinta de nitrato de celulosa que corría por un pequeño proyector mecánico. Entre finales del siglo XIX hasta nuestros días el desarrollo del cine ha corrido paralelo al de la ciencia y los inventos que lo hicieron surgir. Sin duda ahora vemos un cine con una proyección más confiable, clara, sin rayones ni saltos; el cine clásico ha podido ser restaurado digitalmente y obras del pasado han resurgido de –literalmente- sus cenizas para poder ser disfrutados por las nuevas y exigentes generaciones, tan dependientes de la alta definición de los productos visuales que consumen y tan exquisitos con el audio de los mismos. Estos avances siempre dejan víctimas en el camino y en esta oportunidad fueron las salas de cine, arrastradas también por los cambios en el uso del suelo urbano. Su desaparición, sin embargo, no puede confundirse con el olvido y la amnesia. Hay generaciones vivas que solo tienen agradecimiento por esos sitios, lugares que al encenderse el proyector y apagarse las luces, les salvaron la vida.   

Publicado en la Revista Universidad de Antioquia No. 352 (julio-septiembre de 2024) págs.. 104-106

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

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