Plegarias (no siempre) atendidas: El árbol de la vida, de Terrence Malick
El fruto del árbol de la vida, Cristo, es una vida bendecida, la paz eterna en la contemplación de la verdad, propiamente llamada deificación.
-Johannes Scotus Eriugena (815-877)
Más hermoso, más grato,
alzado sobre todos los restantes,
daba el árbol de la vida sus brillantes
frutos, con que los aires perfumaba
de ambrosía.
-John Milton, Paraíso perdido (Libro IV)
¿Por dónde empezar este relato? Terrence Malick debía preguntarse lo mismo que yo y por eso optó por un diciente epígrafe bíblico extraído del libro de Job: “¿Dónde estabas tú cuando yo cimentaba la tierra? ¿Cuándo cantaban todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios?”. Esos versículos son plegaria, pregunta y reclamo, tres palabras que intentan definir lo que es El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011): una hermosa oración, una conversación privada con Dios, llena de preguntas, vacíos y lamentos. También, sin duda, llena de silencios. Malick, como Bergman, enfrenta a sus personajes al silencio del Padre, al mutismo de un Dios al que se entregan con devoción, pero cuyos designios no entienden.
La familia de esta historia sufre la pérdida de un hijo de diecinueve años en circunstancias que desconocemos. ¿La guerra, acaso? Con esta revelación no estoy arruinando alguna sorpresa de la narración: de este hecho trágico nos enteramos en los primeros minutos de la película. “¿No te fui fiel? Señor, ¿Por qué? ¿Dónde estabas tú?”, le reclama la madre a Dios en sus oraciones. Ella no entiende cómo Él permitió que algo así pasara. Sobre todo porque siente traicionada su confianza: las monjas del colegio le dijeron que hay dos senderos en la vida, el de la gracia (el del espíritu) y el de la naturaleza (el material). El primero es el de la aceptación y la generosidad; el segundo es el del interés, la dominación y la insatisfacción. Y ella optó por el primero. “Te seré leal, pase lo que pase” le dice a Dios a manera de compromiso. Y ella espera ser retribuida. “¿Hay algún fraude en el orden del universo?”, pregunta un sacerdote en una homilía, a la que ella asiste con su familia, tratando de justificar por qué la gente justa no está a salvo de las desgracias.
Ese contundente “¿Dónde estabas tú?” que ella exclama aparece a los veinte minutos de iniciado el filme. Y esa plegaria va a extenderse durante quince minutos más:
¿Lo sabías?
¿Qué somos para ti?
Respóndeme.
Te lo suplicamos.
Mi alma.
Mi hijo.
Óyenos.
Luz de mi vida.
Te busco.
Mi esperanza.
Mi hijo.
Estas escasas palabras están acompañadas de unas imágenes que abandonan el relato del duelo de esta mujer y se van lejos, muy lejos en el tiempo, a explicarnos los orígenes de la vida según la teoría darwiniana. A los acordes de La Lacrimosa de Zbigniew Preisner, veremos el cosmos, magma, lava, genomas primitivos, un primer latido de un ser acuático, la naturaleza en desarrollo, los dinosaurios, el meteoro que acabó con ellos. ¿Qué quiso decirnos Malick? ¿Que las plegarias de esta mujer son en vano y que Dios —desde su perspectiva— no existe? ¿Que la aparición de la vida tiene una explicación estrictamente biológica y que es inútil apelar a un ser superior? Tal como las preguntas que la protagonista del filme hace, éstas tampoco tienen respuesta. Eso sí, Malick deja una puerta abierta al final, para que desde ahí miremos e intentemos cada uno una explicación.
Vuelve la película a centrarse en esta familia, y en un flashback que dura casi todo el metraje vamos asistiendo de nuevo al origen de la vida, pero ya a escala doméstica: al nacimiento y crecimiento de cada uno de los tres hijos en este hogar católico norteamericano en los años cincuenta del siglo XX. Pasamos entonces de lo macro a lo micro. Malick nos está diciendo que el origen de una vida está relacionado con el origen de la vida, en la línea del trascendentalismo de Emerson, concepto que el cine ha abrazado desde Murnau y Bresson, y que cineastas experimentales como Stan Brakhage han sedimentado y cultivado.
A partir de ahí El árbol de la vida será el combate entre dos formas de asumir la existencia: la de la gracia, encarnada en la madre, y la de la naturaleza, representada en el padre. Ella (la actriz californiana Jessica Chastain) es dulzura, inocencia, afecto. En un momento dado levita, flota en el aire: su reino no es de este mundo. Él (Brad Pitt) es un ex oficial de la armada, inventor y supervisor de una planta industrial en Wako, Texas. Él quiere que sus hijos entiendan que la vida es para el que sabe tomar ventaja, para el que desconfía, para quien se aprovecha del débil, para el que sabe que tiene el control de su destino. Son posiciones tan opuestas, que Malick sólo en una ocasión nos muestra a la pareja en un diálogo: precisamente en medio de una fuerte discusión hogareña, un estallido de violencia tan atroz como los combates de La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998) o los enfrentamientos entre dos culturas de El nuevo mundo (The New World, 2005). Lo demás son conversaciones en off, monólogos interiores, plegarias, pedazos de conversación donde sólo oímos un lado o una respuesta, sin cruce de parlamentos. La mayoría provienen de la madre, pues el padre, al carecer de introspección, no tiene monólogos interiores qué compartirnos. Sin embargo, Malick le da una única oportunidad de reflexionar, golpeado por el cierre de la planta donde siempre ha trabajado: “No soy nada. Miren la gloria que nos rodea. Los árboles, los pájaros. Pasé la vida en la vergüenza. Lo deshonré todo y no noté la gloria. Un tonto”. Un momento de epifanía que lo redime frente a sí mismo.
En el relato, cada vez cobra más fuerza la voz del hijo mayor, Jack, a quien incluso vemos como adulto en el presente (en el siglo XXI, mediante imágenes de la actualidad que son absolutamente inéditas en la obra de este realizador), un arquitecto encarnado en Sean Penn, a quien también lo acompaña la insatisfacción y el silencio: no lo vemos cruzar ni una palabra con su esposa. A Jack adulto lo observamos por primera vez conmemorando un aniversario de la muerte de su hermano y recordando su vida. Viaja atrás en el tiempo —otro recurso afín a Bergman— y lo vemos presenciar, cual invisible fantasma, una conversación de sus padres, lamentando que su madre tolerara a ese hombre abusador.
Jack adolescente atestigua el fatal ahogamiento de un niño en una piscina e interroga él también a Dios mientras la Primera Sinfonía de Mahler acompaña sus palabras: “¿Se portó mal? ¿Dónde estabas tú? Dejaste que un niño muriera. Dejas que cualquier cosa ocurra. ¿Por qué voy a ser bueno si tú no lo eres?”. Supongo que lo mismo se habrá cuestionado y reclamado al enterarse de la muerte de su hermano menor. Pese al silencio, Dios sigue siendo el receptor de las plegarias de Jack, que le pide que mate a su padre, que se lo lleve de aquí. No quiere más maltratos, no quiere seguir contaminando su alma con ese mal ejemplo, que lo lleva a convertirse en lo que odia, a ser un vándalo y un rebelde lleno de culpa. “Soy tan malo como tú. Me parezco más a ti que a ella”, le dice desafiante a su padre. Parece que ya es demasiado tarde, parece que su inocencia se ha quebrado. Ese joven crece para ser un adulto apesadumbrado, ajeno, distante, incapaz de relacionarse efectivamente con los demás. Necesita perdonarse para poder perdonar el pasado que lo tiene así, adolorido y taciturno. Necesita volver.
En un curioso recurso narrativo, el director hace que Jack adulto viaje al interior de sí mismo, hacia su espíritu quizá, y allá, junto a una playa, en medio de muchas personas, encuentra a su familia, a sus dos hermanos, a su padre —a quien logra perdonar— y a su bella madre, que aún no alcanza paz en este relato. Y Jack la acompaña a abrir una puerta para dejar ir al niño que fue su hermano muerto. Ella dice: “Te lo entrego. Te entrego a mi hijo”. Pese a todo sigue teniendo fe. Malick, al parecer, también.
El cosmos interior
La descripción que acabo de hacer deja por fuera algo fundamental de este filme y de toda la obra de Malick: la belleza formal, casi inconmensurable, de sus imágenes, que en esta ocasión se deben al dedicado (quizá debería escribir delicado) trabajo del cinematografista mexicano Emmanuel Lubezki. Cada fotograma es una pequeña obra de arte que busca —y logra— ser bello aun a costa de ser gratuito. A Malick no le importa si lo que está mostrándonos sirve o no a los propósitos del relato. Lo que le importa es sorprendernos y sensibilizarnos, que sus imágenes —que son como una catarata imparable— tengan un poder de evocación y sugerencia tan grandes que se expliquen por sí solas, sin nada accesorio que las justifique. Pienso por momentos que para Malick es más importante cómo nos muestra las cosas que lo que nos cuenta. ¿Se dieron cuenta de que los protagonistas de El árbol de la vida —a excepción de Jack— no tienen nombre? No lo necesitan. ¿Notaron que la pareja protagónica no envejece y que son los mismos desde que son novios hasta que nos enteramos de la muerte de su hijo? No son reales, sólo son prototipos, instrumentos comunes y colectivos (nos representan a todos) de un concertista reflexivo que los usa a su antojo cuando los necesita, y no siempre es para contar una historia. A veces sólo para ilustrarla.
Estas intenciones —que van del exhibicionismo a la poesía— han sido transversales a su cine desde Badlands (1973) hasta ahora. La naturaleza es su musa favorita y Malick es el bardo visual de los atardeceres, de los cielos encendidos, de las estrellas, de los árboles, de los campos, de los ríos. Los animales, los insectos, las flores, las praderas: el paraíso primigenio. Todo le interesa a su mirada contemplativa, nada se queda por fuera de su ojo privilegiado que ve en la naturaleza signos de algo de veras perdurable y permanente, contrapuesto a lo falible de los actos y a lo transitorio de la obra humana. ¿Cuánto de la arquitectura atrevidamente contemporánea de las oficinas donde trabaja Jack actualmente resistirá el paso del tiempo? Probablemente nada. Ahora El árbol de la vida le ha permitido ir más allá y compartirnos su ostentosa versión del pasado de la Tierra. Malick no iba a perder esa oportunidad de mostrarnos el espacio exterior, lleno de estrellas y planetas en ebullición, y el espacio interior, ese cosmos íntimo donde se gestan los seres y que dio origen a los grandes saurios que un día habitaron y caminaron esta tierra que Malick tanto ama.
Pero el director fue más allá y —ya excesivo— quiso presentarnos su visión sobre la eternidad, sobre el más allá, sobre el sitio, acaso, donde viven las almas: ese “otro mundo” que el soldado Witt parece haber conocido en medio del horror de la guerra en La delgada línea roja. Al cielo —o al limbo, al pasado o a la conciencia, no lo sabemos bien— se llega, según Malick, por un desierto rocoso y luego, un poco más allá, está el mar, la playa donde deambulan todos los seres con los que un día vivimos. Ese abordaje visual —entre new age y homenaje a Fellini— le sirve de reencuentro de los personajes, de mecanismo de redención y de perdón. Sin embargo, se antoja falso, un lugar común poco creativo, que le es útil ante todo para balancear la propuesta biológica del principio del filme con una resolución de corte místico que deja en manos del espectador decidir cuál sendero le parece más afín para explicar el sentido de la vida —el de la gracia o el de la naturaleza—, tal como optaron los personajes de esa obra imperfecta, pero tan sugerente, etérea e inasible como es El árbol de la vida.
Revista Universidad de Antioquia no. 307 (Medellín, enero-marzo /12), págs. 138-143
©Editorial Universidad de Antioquia, 2012
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