Un momento de quietud: Sound of Metal, de Darius Marder
Un día algo se rompe. Hace clic. Chasquea. Deja de moverse como hasta ayer solía. Un día algo duele por dentro. Aparece una mancha o una pápula. Quizá la visión empiece a ser borrosa. O un día algo deja de sonar. Y dentro de ti entiendes, con algo de terror y mucha expectativa, que es posible que tu vida cambie para siempre y que ya no seas capaz de hacer lo que antes hacías. Es posible que hayas –sencillamente- envejecido sin darte cuenta exactamente a qué horas, pero también es posible que tu cuerpo, ese que creías indestructible, haya sucumbido a un trauma o a una enfermedad curable o no. Y te sorprende, no sin decepción, tu propia fragilidad, y te sabes entonces finito. Y te da miedo no volver a sentir como sentías, a correr como lo hacías, a ver con tanta claridad, a oír con esa agudeza. Y te da pánico suponer, haciendo conjeturas, que un día no estarás y que llegará un final. Todo empieza con algo que se rompe. Y todo termina con un silencio irremediable.
En el medio de ese proceso está el duelo. El revolcarse insomne, el resistirse, el creer que es un error diagnóstico, el negarse a lo evidente y hacer como que nada ocurriera, el lamentarse por el infortunio, y –al final- aceptar y rendirse a lo evidente. Ya la vida no volverá a ser la misma. De estas etapas, por las que transcurre la experiencia humana común a todos, se nutre Sound of Metal (2019), del director norteamericano Darius Marder, una crónica sensible y muy emotiva sobre la perdida de las facultades físicas. Pero no se trata de la lesión de un atleta de alto rendimiento o de la decadencia motora y cognitiva de un anciano, sino de lo que le ocurre a un hombre joven que inesperadamente (pero previsiblemente) pierde uno de sus sentidos.
Por favor no leer el texto a partir de acá si usted no ha visto aún la película. Ruben Stone (Riz Ahmed) es el baterista de un dúo de punk metal. Fue adicto a la heroína (entre otras drogas) y ahora reemplaza la adrenalina de la droga por el furor que le produce hacer sonar la batería como si en ello se le fuera la vida. Además Lou (Olivia Cooke), la cantante a la que acompaña, es su pareja, así que son un dúo feliz dentro y fuera de los escenarios y bares donde tocan de un lado a otro de Estados Unidos, desplazándose en un bus que es transporte, guarida, estudio y hogar.
Gracias al gran diseño sonoro de este filme asistimos al momento aural de quiebre: un día cualquiera Ruben deja de escuchar con claridad, para descubrir –tras exámenes auditivos- que sufre una hipoacusia severa causada exactamente por el oficio al que se dedica y que es la razón de su vida. Es un laberinto sin posible salida: su pasión por la música es exactamente el motivo que lo tiene así. Queda al borde del abismo, asomado a un precipicio al que parece destinado a caer. La película nos muestra las etapas del duelo que he mencionado, pero el giro que va a dar esta historia es muy peculiar: Ruben llega a una granja que es un centro de rehabilitación para adictos sordos, regentado por Joe (Paul Raci), un veterano de Vietnam que quedó sordo allá. El miedo de todos es que Ruben recaiga en la heroína y por eso es internado allá. Ruben va a aprender a “ser sordo” y por es por ese motivo que debe involucrarse con un instituto cercano donde enseñan a los niños sordos el lenguaje de señas, pero su pretensión –nunca oculta- es poder acceder a los recursos para que someterse a un implante coclear y volver a escuchar.
“No necesitas arreglar nada aquí”, le dice Joe en una oportunidad cuando ve a Ruben subido a una escalera tratando de arreglar un techo. No se está refiriendo exactamente al tejado sino a la postura de Ruben frente a su sordera. Para Joe y los que allí conviven ser sordo no es una discapacidad que requiera “reparación” alguna. Se enfrentan ahí las posiciones de los que defienden el lenguaje de señas versus los que optan por la “palabra complementada” (Cued Speech), que no es gestual, sino que es un método oral puesto que su propósito es complementar la lectura labial. Piensa uno –desde la ignorancia del tema- que deberían ser metodologías que pudieran unir fuerzas para ayudar a una comunicación efectiva, pero entiendo que no. Por eso cuando Ruben persiste en su propósito, esto es visto como una traición y una ofensa a una metodología (y a una manera de entender la sordera) que le había abierto las puertas y que ya lo sentía como uno de los suyos.
Pero el Ruben que vuelve a escuchar ya no es el mismo. De nuevo el diseño de sonido de Sound of Metal nos mete en su cabeza para captar la experiencia aural que él experimenta y como su percepción –no solo sonora- del mundo se transformó gracias a las vivencias que tuvo entre el grupo de sordos de la granja y de los niños del instituto, para quienes se volvió un ejemplo. Y que entre tanto ruido de fondo y tanta palabra vana, el silencio –lo entendió por fin- es una epifanía.
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