Una casa de dinamita, de Kathryn Bigelow

La paranoia nuclear de la Guerra Fría nunca desapareció; cambió de rostro. Creció oculta, alimentada por nuevos miedos. El terrorismo de Al-Qaeda le dio motivos renovados y la transformó en una era de hipervigilancia donde la seguridad justificó la invasión de la privacidad ciudadana, tal como Edward Snowden se atrevió a revelar. Mientras tanto, la tecnología satelital siguió perfeccionándose y, sin que nadie nos advirtiera, cada potencia se convirtió en su propio “gran hermano”: un ojo que todo lo ve, que a todos nos ve. Nada pasa inadvertido; todos se vigilan mutuamente, todos nos miran a cada uno con algún grado de sospecha.

Una casa de dinamita (A House of Dynamite, 2025) es la constatación de que esa paranoia no solo sigue viva, sino que se alimenta de un miedo sostenido por una capacidad técnica que asombra. Kathryn Bigelow la examina con una precisión casi forense, haciendo de ella el núcleo (¿atómico?) de su película. La situation room de la Casa Blanca es, en el filme, un sinfín de alertas, alarmas y sospechas: un catalizador de amenazas termonucleares que se asemeja al centro de control de lanzamiento de cohetes en Houston, aunque aquí los operadores son políticos, asesores y militares que deciden el destino del mundo simplemente dando una orden a acatar. Pero la pregunta que todos nos hacemos es hasta qué punto el control que ahí se observa es real o, más bien, una ilusión sostenida por la tecnología. En cualquier momento podríamos pasar de situation room a panic room, como la película se encargará de demostrarnos cuando una supuesta amenaza sobre Estados Unidos empiece a volverse tangible.

La película no solo nos lleva ahí. Conoceremos otros lugares santuario como el Centro Estratégico de Comando (STRATCOM) y o el sitio de lanzamiento del ejército en Fort Greely, Alaska. La exhibición de ese despliegue técnico, militar y armamentista -que Sidney Lumet ya nos había anticipado en Fail-Safe (1964)- podría ser vista por sí sola como una estrategia más que propagandista, disuasoria (“Pórtense bien, miren que fuertes y poderosos somos”). Pero las intenciones de Bigelow no son de servir de caja de resonancia de intereses políticos y militares, sino volverse advertencia frente a los peligros del desarrollo indiscriminado de semejante infraestructura si no hay un marco ético que lo regule y lo modere. El control no puede estar en manos de líderes veleidosos e intemperantes o de militares radicales, porque en ese punto el poder deja de ser una herramienta de defensa y se convierte en un arma de autodestrucción. Bigelow entiende que la amenaza no proviene únicamente del exterior, sino del interior mismo del sistema, de las jerarquías que se creen infalibles y de las decisiones tomadas bajo la presión del miedo.

Para mostrarnos eso recurre a una fábula no distópica, sino perfectamente viable: ya no es un simulacro, ya no es una falsa alarma, ya no es un ejercicio militar ajeno. Se trata de un ataque real de un enemigo no identificado. La concreción de la peor pesadilla, así lleven años preparándose para ese escenario. ¿Qué hacer después de constatar la gravedad y lo irrevocable de la situación? ¿Reaccionar? ¿Y cómo? No hay en ese punto una única solución o una respuesta inequívoca: ya en ese momento el factor humano -con su fragilidad y falibilidad- es el que impera sobre el diagnóstico que ya la tecnología hizo. Ese mismo desarrollo militar, satelital, digital y computacional, que prometía controlarlo todo, se demuestra impotente frente al error humano, y el relato se desplaza entonces del terreno del poder al del miedo, algo que ninguna máquina es capaz de sentir.

Una casa de dinamita revela su vocación humanista en la decisión de Kathryn Bigelow de fragmentar y reiterar la narración para mostrarnos los 18 minutos previos al impacto nuclear desde perspectivas diferentes y absolutamente complementarias. No es una repetición de la acción, ni ofrece lecturas contradictorias como en Rashomon (1950) de Kurosawa. Acá cada vez que se reinicia la narración se añaden capas de significado a un gran lienzo dramático y moral que solo al final puede apreciarse con toda su intensidad. En la primera secuencia Sara Fergusson interpreta a la Capitana Olivia Walker, la segunda al mando de la situation room en Washington. En la segunda recreación de los hechos, Tracy Letts encarna al veterano General Anthony Brady, el líder militar de STRATCOM, mientras su contraparte civil es el joven subdirector de seguridad nacional, Jake Baerington (Gabriel Basso). En la última visita a los eventos, Idris Elba da vida al atribulado Presidente de los Estados Unidos.

Cada uno de estos personajes representa una forma distinta de entender el poder y la responsabilidad. Bigelow los pone en un tablero de ajedrez donde la autoridad se mide ante todo por la capacidad de decidir adecuadamente en medio del pánico. La Capitana Walker encarna la disciplina y el cumplimiento del deber, pero su frialdad no puede disimular el impulso íntimo de proteger a los suyos antes que a la nación. El General Brady simboliza el peso, casi absurdo, de una tradición militar en la que la obediencia y la certeza se confunden. Baerington, en cambio, es el rostro de la nueva generación de tecnócratas: confía ciegamente en los algoritmos, en la certeza de la información, pero también invita a la reflexión en medio de la incertidumbre. Y en el vértice de esa pirámide, el Presidente interpretado por Idris Elba es la figura más humana y, a la vez, la más trágica: un líder aparentemente omnipotente pero en realidad atrapado entre la obligación política y el miedo personal, un hombre que debe decidir -sin muchos elementos de juicio- si la represalia al enemigo justifica el riesgo de destruirlo todo.

¿Por qué Kathryn Bigelow detiene la narración en un punto clave? Creo que la pregunta es más bien porque se contiene. La tesis que quería exponer, su llamado de advertencia ya estaba dado. En palabras de la directora en entrevista para Newsweek (15/10/25), “Confío en que la película actúe como una pregunta abierta, y que el espectador tenga la oportunidad de responderla. ¿Nos atreveremos a dar el siguiente paso? ¿A aceptar el reto? Esa es, en el fondo, la pregunta que el film nos lanza”. De ahí que prolongar los hechos era convertir un dilema moral exhaustivamente expuesto en un largometraje de acción apocalíptica al estilo de El día después (The Day After, 1983), la famosa película para la televisión de Nicholas Meyer. Por eso la catástrofe no necesitaba ser mostrada acá, ya está contenida en la espera, en la tensión que atraviesa cada decisión, en el gesto dubitativo de quienes deben escoger entre actuar o vacilar. La alerta de Kathryn Bigelow está cumplida. Lo que sigue pertenece al espectador, a su conciencia.
©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.










