Hedda, de Nia DaCosta

En 1936, Orson Welles y John Houseman –bajo la sombrilla del Federal Theatre Project– hicieron un montaje insólito de Macbeth. El Lafayette Theatre, en Harlem, fue testigo de un Voodoo Macbeth con un elenco totalmente afroamericano y ambientación caribeña, con ritos de vudú haitianos incluidos, algo digno del talento iconoclasta de Mr. Welles. Esa aventura vuelve a la mente al ver cómo en Hedda (2025) la directora Nia DaCosta toma una obra canónica del teatro escandinavo del siglo XIX, Hedda Gabler, estrenada por Henrik Ibsen el 31 de enero de 1891, y la lleva a la Inglaterra de los años cincuenta, convirtiendo a su protagonista en una mestiza, hija bastarda de un general; y además casada en un matrimonio interracial con un académico anglosajón. En la obra de Ibsen, Hedda tiene un amante que regresa a su vida, Ejlert Lövborg, amenazando su estabilidad conyugal, pero Nia DaCosta lo transformó en Eileen Lövborg, una mujer. Así entonces, su Hedda no solo es negra, casada con un blanco, sino que además es bisexual. Lo más particular falta por ser descrito: su raza, su origen y sus apetencias no son un tópico a discutir en el filme. En esta realidad paralela, es algo que se da por aceptado, sin rastro alguno de racismo u homofobia.

Esa normalización de la inclusión, algo impensable en el cine de época británico, recuerda lo provocador que fue imaginar una Escocia caribeña en el Macbeth de Welles. La Hedda de DaCosta, como aquella Lady Macbeth reinterpretada en clave vudú, encarna a la “nueva mujer” que Ibsen había descrito en su drama: una figura que desafía los límites impuestos por el matrimonio y el género, que rechaza la vida doméstica como único destino y que busca afirmar una libertad interior. La lucha contra el patriarcado reinante es algo que DaCosta no cambió: la lucha es la de una mujer contra un orden establecido que no sabe qué hacer con el deseo y las ansias que ella exhibe, y que, encarnada con fiereza por Tessa Thompson, convierte a Hedda Gabler en una fuerza de la naturaleza imposible de controlar.

En el filme, ante los requiebros sexuales del juez Roland Brack –también negro–, Hedda responde: “No tienes poder sobre mí. Yo controlo esto. Yo digo cuándo”. Ella posee un dominio absoluto que exhibe sin pudor, consciente del efecto que sobre hombres y mujeres ejerce. En ella, la “nueva mujer” que Ibsen imaginó no busca redención ni comprensión, sino una afirmación radical de sí misma, incluso si esa certeza solo puede alcanzarse a través del caos. Y caos es lo que va a provocar en la fiesta que organiza para la “presentación en sociedad” de ella y su esposo, en la mansión que él compró para satisfacer su capricho. Esa fiesta, filmada por DaCosta con una sensualidad apenas consecuente con la que exuda la protagonista, funciona como el gran escenario del derrumbe. En medio del champán, el jazz, la cocaína y los invitados “bohemios” de la dueña de casa (una de las mujeres lleva un ceñido pantalón como si la fiesta ocurriera setenta años después), Hedda despliega su juego de manipulación y deseo.

La cámara la sigue alarmada, como si presintiera que todo estallará en cualquier momento. Lo que Ibsen concebía como un drama confinado a interiores –algo que conservó la adaptación al cine que hizo Trevor Nunn en 1975 con una magnífica Glenda Jackson– se transforma aquí en una exhibición pública de poder y deseo: Hedda convierte la festividad en un (literal) polígono de tiro donde las líneas entre seducción, humillación y autodestrucción se difuminan. En esta puesta en escena, plagada de planos secuencia, la película nos dice que el caos es el precio de una voluntad indómita. Si la fiesta era una excusa para desplegar su poder como mujer, la aparición de Eileen Lövborg (una enorme Nina Hoss) representa para Hedda un quiebre: el talón de Aquiles que ella no reconocería tener. Su antigua amante, ahora en una relación con otra mujer, Thea (Imogen Poots), simboliza para ella un fracaso que su ego no puede tolerar, además de una amenaza para su estabilidad familiar y económica.

En ese reencuentro la película alcanza su punto de mayor tensión dramática. Todo lo que Hedda ha expresado abiertamente —su deseo, su resentimiento, su dominio— se paraliza primero y luego se desborda frente a esa mujer que encarna lo que ella no pudo ser: libre, amada, reconocida. La película se convierte en un duelo donde la humillación y la atracción se suceden y se superponen. “Nunca te curas de tus vicios. Te resistes a ellos”, le dice Eileen a Hedda en medio de un laberinto de setos. Ambas van a demostrarse que no son capaces de resistirlos, que cada una da vueltas a ciegas en su propio laberinto. Para Hedda, ya no se trata de ejercer poder, sino de constatar el tamaño de su vacío y reaccionar de la única forma en que sabe hacerlo: destruyendo. Cuando todo termina —la fiesta, el deseo, la ilusión, la noche—, lo que queda es el rastro de una mujer que prefirió incendiar su mundo antes que aceptar las reglas impuestas por los demás. DaCosta filma esa ruina con una mezcla de elegancia y furia: la caída de Hedda Gabler no es una derrota, es en realidad su último acto de soberanía.
©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.










