La fractura moral de un país: El cielo y el infierno, de Akira Kurosawa

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En El cielo y el infierno (Tengoku to jigoku, 1963)  -conocida en España como El infierno  del odio– Akira Kurosawa construye un relato que parte de la intimidad de un hogar para extenderse hasta conformar la radiografía patológica de un país. La mansión del empresario Kingo Gondô (el gran Toshiro Mifune), situada en lo alto de una colina en Yokohama, no es solo un espacio físico: es un símbolo. Allí, entre paredes modernas y ventanales amplios, se encierra el aislamiento del poder, la insularidad de la riqueza. Desde esa altura, Gondô contempla –con soberbia distante– la ciudad que hierve abajo: obreros, marginados, yonquis, un mundo que él desde su comodidad parece despreciar. El contraste no necesita subrayados: Kurosawa lo instala en la propia geografía de la puesta en escena.

El cielo y el infierno (Tengoku to jigoku, 1963)

Dentro de la casa, los personajes se mueven bajo una coreografía visual precisa. Su esposa es una figurante a quien casi nunca vemos en primer plano, pero que sirve de contrapunto emocional ante la dureza de su marido; Aoki, el chofer del empresario, se pliega a la voluntad de su patrón con un servilismo casi feudal, mientras la policía, convocada ahí por el delito que da vida a esta historia, ocupa el espacio con una presencia ambigua: miran y no miran, observan sin intervenir, como si su lugar fuera el de un coro silencioso que representa la mirada del espectador de cine. Ante el dilema moral de Gondô –sacrificarlo todo para salvar al hijo de otro– los policías parecen a la vez testigos y jueces mudos, que manifiestan su incomodidad alejando la mirada o bajando la cabeza cuando Gondô toma alguna decisión que moralmente no los convence. Esa coreografía de los actores –similar al teatro filmado- está brillantemente ejecutada, gracias al movimiento de cámara y al uso de formato panorámico (CinemaScope) que realzan la distancia que se crea entre el protagonista y el grupo de policías que lo asiste, coordinado por la figura del joven inspector Tokuro (Tatsuya Nakadai). 

El cielo y el infierno (Tengoku to jigoku, 1963)

El dilema de Gondô no es sencillo: ofrecer su fortuna –que estaba a punto de utilizar para hacerse al control accionario de la empresa de calzado de la que es uno de los directivos- en pro de salvar una vida ajena. Obvio que desde afuera se antoja una decisión lógica, de esas que no ameritan un segundo pensamiento, pero estamos hablando de un hombre acostumbrado a la riqueza, a ser respetado por su posición social, a dar órdenes, a pensar solo en su beneficio económico, en el capital acumulado. No es un humanista, no es un ser magnánimo ni mucho menos un benefactor. La decisión de arriesgarlo todo está en contra de su naturaleza de inveterado hombre de negocios, calculador y sagaz. Además desde su óptica sus pares fungen como socios o como sus enemigos, las personas a su servicio son seres inferiores que no ameritan ni su atención ni su cuidado. Menos todavía su dinero. Lo que termina haciendo es algo que se antoja contrario a su esencia, algo que surge más de la presión circunstancial que del convencimiento pleno. Después entenderá que de un buen acto no hay nada de qué arrepentirse.    

El cielo y el infierno (Tengoku to jigoku, 1963)

Cuando las condiciones y las expectativas del criminal son satisfechas, la película muta de drama íntimo a thriller policial: no es solo un cambio de escenografía, la estructura formal del relato también se transforma y se hace más convencional, afincada en los terrenos del thriller y por ende en los lugares de Yokohama donde el crimen se gesta en medio de la iniquidad social y la falta de oportunidades. Ahí la persecución del culpable adquiere un carácter de justicia simbólica muy afín a la ética japonesa: si Gondô ha pagado con su sacrificio personal, la ley debe compensar con la captura del criminal. Kurosawa lo reconocería años después en entrevista con Joan Mellen en 1975, para el texto Voices of the Japanese Cinema, afirmando que “las leyes criminales japonesas contra el secuestro son muy indulgentes. No le prestan mucha atención a las vidas de las víctimas. Sentí que tenía que hacer algo respecto a esta situación. Para enfatizar el punto tuve que hacer que la persecución policial fuera cruel y severa. En algunos casos he sentido que la persecución fue demasiado implacable”. Pero lo que se ve es ante todo la aplicación del método deductivo por parte de la policía, partiendo de las escasas pistas con las que cuentan. Ahí la película revela el influjo del cine policial estadounidense.    

El cielo y el infierno (Tengoku to jigoku, 1963)

La fuente literaria, la novela El rescate del rey de Ed McBain (seudónimo de Evan Hunter), que por cierto es la única adaptación que Kurosawa hizo de un texto norteamericano, se convierte bajo la mirada de este director en un espejo de las tensiones que se vivían en Japón en ese momento. En un país que en los años sesenta vivía una modernización acelerada, el consumo de drogas comenzaba a emerger como una deuda social. En los márgenes de esa prosperidad se extendían barrios de miseria, consumidores atrapados en la desesperanza, un submundo que el director muestra sin concesiones. Añádase a esto las complejidades de Yokohama como puerto abierto a la presencia de extranjeros y todo lo que eso implica en términos no solo comerciales, sino de problemas sociales asociados como la prostitución, el tráfico de narcóticos   y la violencia.  La película trasciende así el caso policial: revela la fractura ética de una sociedad que exteriormente proclama disciplina y éxito, pero arrastra tras de sí la sombra de su propio derrumbe moral. Presenciamos ante nuestros ojos el supuesto cielo de la riqueza –pero no por ello impoluta, sino llena de ambición, soberbia y deshumanización- y el infierno de los adictos, una suerte de zombis que harían lo que fueran por saciar su sed. Allá en el averno en vida también están los consumidos por la envidia y el odio de clases, como Takeuchi (Tsutomu Yamazaki), el criminal de este relato. 

El cielo y el infierno (Tengoku to jigoku, 1963)

En el cara a cara final de El cielo y el infierno, Kurosawa orquesta un epílogo donde Gondô y Takeuchi se enfrentan, separados por un vidrio y una malla carcelaria, y que los convierte en reflejos inquietantes. La cámara, con un preciso juego de encuadres, superpone sus rostros, desdibujando las diferencias entre el magnate y el secuestrador, y exponiendo una verdad que trasciende la trama: ambos, pese a sus orígenes opuestos, son prisioneros de sus elecciones. Al inicio, Gondô reinaba desde la cima de la opulencia; Takeuchi, en cambio, se consumía en la sordidez de la ciudad. Pero el destino los nivela: el empresario pierde su imperio, el criminal su libertad. La cárcel, con su espacio opresivo, magnifica esta simetría, transformando el encuentro en un espejo moral. Gondô, sin rencor, escucha a Takeuchi, y en ese silencio se intuye la fragilidad de la línea que separa víctima de victimario. Kurosawa no ofrece redenciones fáciles ni juicios morales; aquí no hubo arrepentimiento ni comprensión de los motivos del otro. En vez de eso, el director deja a Gondô —y al espectador— en un terreno de reflexión incómoda, confrontado con su propia conciencia, y donde el pasado de posguerra japonés, con sus cicatrices y su resiliencia, resuena como telón de fondo. El final no resuelve, sino que interpela: asumir la propia historia es el primer paso para imaginar el futuro. Mirar hacia atrás no sirve de nada.

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

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