El apocalipsis personal: La vida de Chuck, de Mike Flanagan

El proverbio es de origen africano y reza “Cada anciano que muere es una biblioteca que se quema”. Stephen King pensó en él y en el poema “Canto a mí mismo” de Walt Whitman -ese que dice en uno de sus pasajes, “Yo soy inmenso… y contengo multitudes”- a la hora de gestar su novela corta “La vida de Chuck”. El escritor se preguntaba, “¿Qué pasaría si no es una biblioteca lo que se quema cuando un hombre muere? ¿Qué pasaría si es un mundo entero? ¿Su mundo?” y a partir de ahí creó ese relato que hace parte de su libro “La sangre manda”, publicado en 2020, en plena pandemia de la Covid-19.

Llevada al cine por Mike Flanagan –en su tercera adaptación de una obra de Stephen King- la película homónima conserva la cronología inversa del relato original. La estructura narrativa es decisiva en este caso. King y Flanagan optan por contar la historia de su protagonista –un hombre corriente que trabajó como contador- en sentido inverso: del final al inicio, de la muerte al origen. Ese retroceso no es un capricho, sino una declaración estética. Lo que aquí se sugiere es que el sentido de una existencia sólo puede aprehenderse desde la perspectiva del final, cuando ya no nos queda más tiempo y, mirando hacia atrás, descubrimos si en esa existencia hubo o no plenitud. La infancia de Chuck, presentada al final, no es simple recuerdo sino un acto de revelación: allí, en el germen de la vida, estaba ya contenido el universo entero de su protagonista.

En La vida de Chuck (The Life of Chuck, 2024) –estrenada en el Festival de cine de Toronto- asistimos a una fábula existencial. Es la vida de un ser anónimo (interpretado en su adultez por Tom Hiddleston) que, en su aparente insignificancia, sostiene sobre sí el peso de un cosmos entero. El relato imagina que la muerte de Chuck coincide con la disolución del mundo, y que la fragilidad de lo humano es inseparable de la fragilidad del universo. Así, la biografía se convierte en cosmogonía personal: el ciclo vital de un individuo se erige en medida y espejo de la creación. Lo cosmogónico, entonces, no surge de un mito colectivo ni de una tradición sagrada, sino de la intimidad. Cada ser humano es portador de su propio mito de origen, de un mundo que empieza con él y termina con él. En la mirada de Stephen King, ese mito no requiere trascendencia divina, porque su grandeza está precisamente en su escala humana: los gestos mínimos, los vínculos afectivos, las habilidades que aprendimos en la infancia, las rutinas que parecen anodinas, pero que en realidad conforman un universo singular e irrepetible.

No es casual que el bloque central del filme esté dedicado a una secuencia en la que el protagonista parece salirse de sus cauces de comportamiento habitual para rendirse al gozo. Lo que está haciendo es rindiendo tributo a una pasión que desde la infancia le infundieron, en la que se mezclan recuerdos cinéfilos y lúdicos junto a su abuela, enseñanzas escolares y el placer de ser admirado. Stephen King pudo haber escogido cualquier episodio de la existencia de Chuck, pero optó por uno que era a la vez suma y multiplicación. En ese pasaje, magistralmente ejecutado por Tom Hiddleston y Annalise Basso, la película encuentra el punto de inflexión entre lo íntimo y lo universal: lo que podría parecer una escena trivial se transforma en epifanía, porque describe el misterio de una vida que se impone, incluso cuando se sabe cercana a la extinción. Ese instante de júbilo, que parece desafiar la oscuridad, encarna la paradoja de toda existencia: la certeza de que estamos destinados a ser fugaces y, aun así, la obstinación de seguir celebrando el misterio de estar vivos aquí y ahora.

La vida de Chuck nos recuerda, con melancólica lucidez, que cada vida es un universo secreto. Y que cuando alguien desaparece, lo que se extingue no es sólo una biografía, sino un mundo entero que nunca volverá a existir y del que solo tendremos recuerdos, huellas, objetos carentes de su sentido original, signos externos de que ahí, cerca de nosotros, un corazón latió e insufló vida a la inmensidad. Ese estremecimiento final que la película provoca no busca la grandilocuencia, más bien aspira a recordarnos el temblor íntimo de sabernos irrepetibles. Flanagan, como King, entiende que lo verdaderamente apocalíptico no es la destrucción del planeta, sino la certeza de que en cada persona habita un cosmos que tarde o temprano se apagará sin testigos. En esa conciencia, lo cotidiano adquiere un fulgor y una trascendencia inesperados: un baile improvisado, una mirada sostenida, una sonrisa en medio de la tormenta. Todo gesto mínimo se convierte en acto fundacional, porque en él palpita la razón misma de lo infinito.
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