James Stewart, en la memoria
Cuando James Maitland Stewart murió a los 89 años, el miércoles 2 de julio de 1997, recordé que fue el crítico de cine Luis Alberto Álvarez quien nos reveló el secreto de la longevidad de este actor: “el beso que Grace Kelly le dio en La ventana indiscreta lo mantiene vivo”, nos dijo. Y no le faltaba razón. No es sino recordar la escena: cae la tarde y se oye música en el vecindario. Stewart yace frente a su ventana adormilado por el calor y agobiado por la incomodidad de una pierna fracturada. De repente, una sombra rodea su rostro y lo despierta. Abre los ojos y sonríe: una mujer hermosa y de ojos azules lo mira y se abalanza despacio sobre él. Ahora, en cámara lenta, Hitchcock nos muestra los rostros besándose con gran intensidad. Y luego –aún juntos y besándose- sobreviene entre susurros este diálogo:
-¿Cómo sigue tu pierna?
-Duele un poco.
-¿Y el estómago?
-Vacío como un balón de fútbol.
-¿Y tu vida amorosa?
-No muy activa.
-¿Algo más te preocupa?
-Si. ¿Quién es usted?
Pura magia. Pero el embrujo de ese beso no era eterno y James Stewart un día se nos fue. Era un caballero dentro y fuera de la pantalla, un hombre digno que dio vida a los más variados personajes a lo largo de cinco décadas de actividad cinematográfica, en las que trabajó para directores tan selectos y míticos como Frank Capra, George Cukor, John Ford, Otto Preminger, Anthony Mann y, claro, Alfred Hitchcock. Al poder representar sin dificultad una gama amplia de roles, Stewart dejó su impronta personal en cada una de las interpretaciones que realizó, haciéndolas únicas y haciéndose imprescindible. No siendo un actor particularmente agraciado físicamente, dotó a sus personajes de un aura muy particular, que hacía que el espectador se identificara con él y con la situación que estuviera viviendo.
Todo esto surgía de una aproximación natural a la actuación, impregnada de una honestidad profesional enorme y liberada de poses y manierismos, lo que trajo consigo una unánime respuesta del público, que veía en James Stewart a un hombre común, no a una glamorosa e inalcanzable estrella de Hollywood. Y ese hombre común y corriente encarnaba los sueños de una sociedad deseosa de ídolos que pudiera sentir cerca y tocar acaso. Y James Stewart fue todo eso y -sin traicionarse nunca- mucho más.
Natural de Indiana, Pennsylvania, e hijo de una pareja de tenderos locales, sus primeros años no parecían acercarlo al cine, sino más bien a la arquitectura, profesión que estudió en la Universidad de Princeton. Allí conoció a Joshua Logan, futuro productor y director de cine, quien lo convenció para que hiciera parte de un grupo de teatro universitario. Graduado en 1932, ingresó al University Players en Falmouth, Massachusetts, donde conoció a Henry Fonda y a Margaret Sullavan. Stewart y Fonda se mudaron eventualmente a Nueva York para probar suerte en Broadway, donde, luego de una prueba escénica, surgió un contrato con la Metro Goldwyn Mayer.
Aunque apareció en dos películas como extra en 1934, su primer papel en un rol secundario fue en The Murder Man (1935), de Tim Whelan, acompañando a Spencer Tracy. En 1936 participó en diez largometrajes, de los cuales quizás el más importante fue Nacida para bailar (Born to Dance), de Roy Del Ruth, en el cual actuó junto a Eleanor Powell. En ese filme, la gente notó por primera vez la presencia de un joven algo torpe y de aspecto distraído, que intentaba cantar las melodías de CoIe Porter. Encariñado con su fragilidad terrenal y su curioso tono de voz nasal, el público empezó a reclamar su presencia en la pantalla. En 1938, Frank Capra lo incluyó en el reparto de Vive como quieras (You Can’t Take It With You), filme que a la postre obtuvo en ese año el Oscar a la mejor película.
Al año siguiente, participa junto a Claudette Colbert en una excelente comedia escrita por el talentoso guionista Ben Hetch, It’s a Wonderful World (1939), de W. S. Van Dyke, y en la obra de Capra, Caballero sin espada (Mr. Smith Goes to Washington, 1939) que definió su perfil fílmico de ciudadano común poseedor de una filosofía simple, con valores honestos y patrióticos, lejos del arquetipo machista y omnipotente del galán de la época.
Películas como Destry Rides Again (1939), de George Marshall, y El bazar de las sorpresas (The Shop Around the Corner, 1940), de Ernst Lutbisch, solidificaron su estilo de actuación relajado y suave, que se vio premiado por el Oscar al Mejor Actor por su participación en la inolvidable The Philadelphia Story (1940), cinta en la cual alternó con figuras como Cary Grant y Katherine Hepburn, a quienes logró opacar.
Su carrera hizo después un paréntesis, pues, coherente con la personalidad que venía solidificando en la pantalla, a sus treinta y tres años se unió al Ejército de Estados Unidos para participar en la Segunda Guerra Mundial, como miembro de la Fuerza Aérea, donde alcanzó el grado de coronel. Al reintegrarse a la vida civil, hace para Frank Capra su papel más popular al protagonizar Que bello es vivir (lt’s a Wonderful Life, 1946), una fábula moralizante que año tras año es reestrenada en la televisión de muchos países durante las festividades navideñas.
Dos directores darían un vuelco a la carrera de James Stewart: Alfred Hitchcock y Anthony Mann. Hasta este punto, Stewart había representado a unos personajes ingenuos, pueblerinos y transparentes con los que corría el riesgo de encasillarse y ser olvidado pronto. Pero esta pareja de directores vio el potencial del actor e hicieron que expandiera su rango dramático con papeles más complejos y elaborados. En 1948, Hitchcock lo llamaría –tras no poder convencer a Cary Grant y a Montgomery Clift- para hacer parte del reparto de La soga (Rope), su primera producción a color y a su vez un experimento visual filmado en un solo plano, que dejó agotado al actor.
En esa película interpretó a Rupert Cadell, el perspicaz profesor que descubre el asesinato cometido por dos de sus alumnos y que de esa manera habían llevado -literalmente- el crimen al hogar. Y fue así mismo una excelente metáfora de sus trabajos posteriores junto a Hitchcock: Stewart fue el hombre normal puesto fuera de equilibrio por fuerzas ajenas a él y que exponían la vulnerabilidad de su existencia “convencional”, como veríamos en La ventana indiscreta (Rear Window, 1954), El hombre que sabía demasiado (The Man Who Knew Too Much, 1956) y Vértigo (1958), un filme alucinante que es, para muchos, la cumbre de su carrera.
Anthony Mann había dirigido dieciocho películas de bajo y mediano presupuesto cuando llamó a Stewart para protagonizar Winchester ’73 (1950), la primera de las ocho cintas que harían juntos. Mann, artesano cuidadoso, hizo revivir el género del western con sus películas llenas de detalles escenográficos y de construcción del guion, haciendo unas complejas elaboraciones dramáticas a las que la figura de James Stewart ayudó a concretar, con filmes tan brillantes como The Naked Spur (1952), The Man from Laramie (1955) y The Far Country (1955), en la cual el actor dejó de lado su inmaculada imagen y se llenó de sufrimiento, dolor y rabia, la misma de esos seres solitarios del lejano Oeste, cuyas ilusiones dependían a veces de un revólver. Su trabajo no pasó inadvertido para John Ford, el afamado director que hizo del western su filosofía, y para quien trabajó en cuatro filmes, entre ellos El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), haciendo pareja con John Wayne.
Pero su labor no se redujo al Far West: fue un borracho alucinado en Harvey (1950) –su cuarta nominación al Oscar, payaso en El espectáculo más grande del mundo (The Greatest Show on Earth, 1952), músico en The Story of Glenn Miller (1954), abogado en Anatomy of a Murder (1959), de Preminger, y personificó a Lindberg en The Spirit of St. Louis (1957), de Billy Wilder, además de trabajar en comedias para Henry Koster y en filmes de Richard Thorpe, Melvyn LeRoy y hasta de Gene Kelly. En sus últimos años participó en series de televisión, haciendo esporádicas apariciones o aportando su voz como narrador en diversos filmes. En 1985 recibió un Oscar honorífico por “cincuenta años de memorables interpretaciones”.
Su vida personal también fue ejemplar, sólo se casó una vez, tuvo un par de gemelas y vivió siempre rodeado del fervor y del cariño de sus colegas, quienes lo premiaron en vida con los más altos honores. Falleció en su hogar, junto a los suyos, víctima de un paro cardiaco. Con él se fue también toda una era de Hollywood, llena de candor y sortilegio, y henchida de un talento y una mística que difícilmente volverán a verse. James Stewart fue un hombre bueno, que hizo del cine su casa y de nosotros, que crecimos viéndolo, sus eternos amigos.
Publicado originalmente en la revista Kinetoscopio No. 42 (Medellín, vol. 8, 1997), p. 48-51
©Centro Colombo Americano de Medellín, 1997
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