Final feliz garantizado: El juego de Hollywood, de Robert Altman
“The player es una película experimental. También es un engendro (a freak), sólo tuvimos suerte. En lo que a mí concierne es sólo otra película”
-Robert Altman
No es fácil organizar las ideas que uno quiere expresar ante una película como El juego de Hollywood (The Player, 1992). Hay demasiados elementos en juego y sería una lástima, por las prisas, dejar alguno por fuera de la discusión. La propuesta –y la apuesta- de Robert Altman es muy elaborada e inteligente, a veces quizá demasiado para su propio bien. Hay en la película una urgencia tan grande de contar, de denunciar, de desnudar, que a veces los conceptos se acumulan y se atascan buscando expresarse todos a la vez y el espectador tiene que esforzarse si no quiere pasar alguno por alto, alguno que podría ser el definitivo, la clave para acercarse con propiedad a esta cinta talentosa.
Hay que querer, y conocer, mucho al cine para hacer una película como El juego de Hollywood, para saber cómo burlarse, que dardos lanzar y sobre todo a quien. Altman está por encima del bien y del mal, ha sido un renegado del sistema y por eso es capaz entonces de atreverse a hacer este filme que mira la industria de Hollywood por dentro, revelando sus costuras, sus máculas, el rostro verdadero detrás del maquillaje feliz. La industria del cine siempre se ha cuidado de revelar sus propósitos y sus intenciones, así todos las sepamos sin que nadie nos las haya dicho. Por fuera todo es brillo, sonrisas, pujanza y arte, pero por dentro hay codicia, zancadillas, jugadas arteras y un muy calculado aparataje publicitario que disimula las intenciones meramente comerciales de películas que nos venden con la etiqueta de prominentes logros artísticos. Así siempre ha sido, así siempre será.
Por eso, para mostrarnos realmente que pasa, este director, y su guionista Michael Tolkin, van a parase en el centro de la Industria, así con mayúsculas, y desde ahí van a narrar una historia cáustica, lúcida y tan asombrosamente inteligente que es capaz de dejar mal parado a Hollywood contando un relato que -paradójica y brillantemente- contiene todos los elementos de una cinta típica de uno de los grandes estudios, tales como suspenso, crimen, una investigación policial, humor, desnudez, sexo, sorpresas y revelaciones inesperadas, y -claro- un ineludible final feliz, dentro de un juego metacinematografico y autoreflexivo perfectamente logrado que se inicia desde los primeros momentos del filme cuando una claqueta nos advierta y nos haga conscientes de que lo que vamos a ver es un artificio.
Vamos a ver lo que parece ser una narración convencional, para al final descubrir que si se hiciera una película con los hechos que a lo largo del metraje se desarrollan, esta sería exactamente -he aquí la genialidad de este autor- la que acabamos de ver, cine que se muerde la cola girando sin cesar. Y para completar el conjunto, como el protagonista del filme es un productor de cine, este produce una película dentro de la que estamos viendo, llamada Habeas corpus, ejemplificando al más protuberante cine comercial que uno pueda imaginar. ¿Suena confuso? Quizá sí, pero el resultado final -pese a la profusión de ideas, referencias y guiños cinéfilos que por momentos inunda al filme- es absolutamente claro y sobre todo muy original.
Altman es feroz con la fauna de Hollywood, sobre todo con los productores. Seguramente ha sido en algún momento víctima de sus caprichos y ahora nos los va a mostrar en toda su impudicia. Griffin Mill (Tim Robbins), es un productor ejecutivo de un gran estudio de Hollywood, que recibe a toda suerte de guionistas ilusionados en ver convertidos sus proyectos en filmes, a sabiendas que la mayoría van a ser rechazados (escuchamos propuestas tan aventuradas como una segunda parte de El graduado o un filme descrito como The Manchurian Mandidate Meets Ghost). Incluso en un momento dado otro de los productores se atreve a decir que debieran prescindir de los guionistas, que sin ese rubro se ahorrarían costos y se aumentarían las ganancias del estudio. Por eso también la película es sobre los escritores idealistas, sobre aquellos que defienden su independencia y dignidad, buscando una oportunidad según sus propias reglas. Y también -Altman no les niega su pecado- veremos al escritor que se vende al mejor postor, que se pliega ante los deseos del estudio. Al escritor idealista, en El juego de Hollywood, le espera la muerte, mientras tanto al escritor doblegado le esperan los premios y las ganancias del filme. Pudo haber sido al revés, pero Altman está haciendo una crónica de un mundo que conoce, no una fábula.
Un elemento que añade verosimilitud y que adorna este filme, es la presencia de una cantidad enorme de actores y actrices de Hollywood interpretándose a si mismos (Anjelica Huston, Burt Reynolds, Julia Roberts, Bruce Willis, Andie MacDowell, Jack Lemmon, Cher, dentro de un largo etcétera). Altman y Woody Allen se dan el lujo de ser los únicos directores para quienes las estrellas se desviven por trabajar, aceptando sus roles por un valor simbólico comparado con lo que realmente cobran. Es un reconocimiento respetuoso a la independencia creativa de ambos autores y en esta película esa presencia casi increíble de estrellas reconocidas es algo tan irónico y a la vez tan consecuente, tan perfectamente natural, que uno no puede dejar de admirar este logro artístico de Altman, que obtuvo para él el premio en Cannes al mejor director.
“La presencia de las estrellas es sólo otro elemento. Nosotros no sabemos si su aparición hizo de la película un éxito. Se sorprendería de saber el número de actores que participarían en tus películas si creen en ti. Tuve 65 estrellas trabajando por virtualmente nada. A todo el mundo se le pagó el salario mínimo del sindicato y luego todo el dinero se donó a la Motion Picture Home. Sólo les dije que estaba haciendo una película acerca de un ejecutivo de Hollywood que mata a un escritor y se sale con la suya y que tiene un final feliz. Se rieron y dijeron que sí. Sólo querían levantar la mano y que los contaran. Fue como firmar una petición. Pienso que estamos haciendo una declaración política acerca de la civilización occidental y la avaricia y la gente que toma y toma, y no da nada a cambio”, afirmaba en una entrevista.
Al final, como en toda película de estudio que se respete hay un Hollywood ending, un final feliz obligatorio y garantizado. ¿Se trata de la mayor paradoja de este filme crítico y aleccionador? ¿El malo se salió con la suya? Quizá. Pero que sea el propio Altman quien resuelva el interrogante: “Es imposible hacer una parodia de una parodia. Es verdad que hay un final feliz. Griffin Mill entra a su cabaña cubierta de rosas, con su esposa, cuyo novio él asesinó, y ella parece estar en avanzado estado de embarazo. Asumo que el niño que lleva adentro es Damián y que, cuando crezca, será la definitiva cabeza de todos los estudios”. Dios te bendiga, Robert Altman.
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