El punto ciego: Drive my Car, de Ryûsuke Hamaguchi

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Hablar o no hablar
El lenguaje verbal nos libera, pero también nos ata. Nos libera cuando gracias a él conseguimos manifestar ideas, construir relatos, comunicarnos con alguien, decir libremente lo que pensamos. Pero a veces no somos capaces de expresar con palabras lo que sentimos, algo se nos atora dentro y no logramos verbalizar apropiadamente lo que arde o nos consume interiormente. Eso conlleva a una frustración crónica, a un malestar que va creciendo por dentro y al no lograr acceder a una válvula de escape, eso se transforma en distanciamiento, en apatía, en melancolía.

Drive My Car (Doraibu mai kâ, 2021)

Drive My Car (Doraibu mai kâ, 2021), empieza con una mujer contándole un cuento a un hombre, un relato que ella imaginó. La penúltima escena del filme –antes de un epilogo- tiene también a una mujer haciendo un monólogo teatral junto al mismo hombre. La primera mujer utiliza palabras, la segunda no. Una relata algo espontáneo con su voz, la otra hace con sus manos y con sus gestos la representación de un libreto previamente escrito. La película traza un arco completo: de la voz al silencio, de lo espontaneo a lo representado, de lo que se dice a lo que se siente, del placer a la redención, de la decepción al consuelo, de la culpa al perdón. Y todo esto lo percibe y lo recibe un mismo hombre – Yûsuke Kafuku (Hidetoshi Nishijima)- que es quien está junto a cada una de esas dos mujeres, separadas en el tiempo; esto implica para él culminar un viaje de sanación interior que inesperadamente lo llevó de la incertidumbre a la luz.

Drive My Car (Doraibu mai kâ, 2021)

Drive My Car tiene tantas capas tan ricamente dispuestas que hasta ahora, por lo que he descrito, parece la historia de la relación entre un hombre y dos mujeres en circunstancias muy distintas y separadas en el tiempo de la vida de él, pero en realidad falta otra mujer en esta historia, una que tiene un rol de catalizador de la frustración crónica de Kafuku y que también se sirve del silencio y de la escucha para llegar a tocar la existencia de este ser taciturno. Se trata de Misaki Watari (Tôko Miura), una conductora de 23 años que ha sido contratada para manejar el auto de Kafuku durante su estancia en Hiroshima, donde va a estar una temporada como director de una obra de teatro, adaptando a El tío Vania, de Chéjov. Es con esta joven con quien establece una relación más larga y más inesperadamente productiva. Escuchándolo y comprendiéndolo, ella es quien literalmente lo conduce hacia el autoconocimiento, hacia la reflexión interior, Caronte atravesando en su barca el Aqueronte –el río del dolor. En el camino Misaki también va a curar sus propias heridas. Terminan absolviéndose mutuamente.

Yo, el actor
Kafuku es director y actor de teatro. Cotidianamente asume un rol en el escenario. Pero también fuera de él. A la fuerza debió hacerlo cuando descubrió algo que lo afectaba directamente, que lo humillaba y le hacía daño. Ante la evidencia prefirió callar. A nadie debía revelarle lo que sabía. Tenía que simular a toda hora.

“-¿Cómo podría explicarlo? Una vez que te metes en el papel, es complicado encontrar la ocasión oportuna para dejarlo. Por muy duro que resulte psicológicamente, mientras la interpretación no adopte la forma adecuada, no puedes detenerte” (1).

Todos de alguna u otra forma llevamos siempre una máscara puesta. A veces la cambiamos por otra según las circunstancias, pero pocas veces mostramos nuestro verdadero rostro. Ese queda para la intimidad, para el ser que por dentro nos habita o nos atormenta. Pensaría uno que para un actor profesional asumir a toda hora un rol debe ser fácil, pero no lo es. Eso pesa, sobre todo sabiendo que no solo él estaba fingiendo, que quienes lo engañaban no sospechaban que él sabía la verdad y seguían actuando impertérritos. Lo malo es que de tanto pretender ser quien no era, a Kafuku se le quedó pegada la máscara de la desolación en el rostro. Ya no era capaz de desprenderse de ella. No lograba dejar de fingir, incluso cuando aparentemente ya no necesitaba hacerlo. Ese ser que él no era y él mismo se fundieron en uno. Como en La bella y la bestia, fue víctima de un hechizo, esta vez auto infringido, y necesitó de una mujer compasiva que lograra verlo –así fuera a través del espejo retrovisor de un auto- y salvarlo. No requería de un acto de amor, con uno de compasión era suficiente.

Drive My Car (Doraibu mai kâ, 2021)

Drive My Car también es una película sobre las artes de la representación. Y no solo porque la escenificación de El tio Vania en un teatro de Hiroshima sea central a la trama, sino porque el protagonista del filme arrastra un pasado y vive un presente en los que no ha logrado deshacerse de un gesto de cobardía o de conveniencia que lo hace infeliz, que lo atormenta a cada momento. El día que decidió pretender que nada pasaba y que empezó a fingir, comenzó su desgracia. Cuando no confrontamos a nuestros demonios interiores, nos sometemos a ellos. Lo más hermoso de este filme, es que paradójicamente, es en el teatro, en su trabajo, en su pasión, donde va a encontrar la redención final. Chéjov tenía el bálsamo para ese dolor:

¡Trabajaremos para los demás, lo mismo ahora que en la vejez, sin saber de descanso!… ¡Cuando llegue nuestra hora, moriremos sumisos, y allí, al otro lado de la tumba, diremos que hemos sufrido, que hemos llorado, que hemos padecido amargura!… ¡Dios se apiadará de nosotros, y entonces, tío…, querido tío…, conoceremos una vida maravillosa…, clara…, fina!… ¡La alegría vendrá a nosotros y, con una sonrisa, volviendo con emoción la vista a nuestras desdichas presentes…, descansaremos! (2).

Había una vez…
El clímax sexual devenido en creatividad, en un relato oral. No en gritos o en gemidos que salen del placer, sino transformado en la lucidez creativa que le permite a Oto hilvanar una historia asombrosamente fantástica. Ahí en medio de la noche, en la cama, ella empieza a hablar, a contarle a Kafuku un cuento, uno que va a quedar en pausa, en un necesario “continuará…”. Él anota y complementa lo que Oto le narró y con eso la carrera de ella como guionista de televisión se dispara. Oto (la actriz japonesa Reika Kirishima) inventa una fantasía cada vez que ella y él que tienen sexo y también crea una realidad de fantasía para su esposo, un mundo quimérico que ella –que también fue actriz- es capaz de sostener sin miedo a que se venga abajo. Ella es la Sherezade de Las mil y una noches, ella es la narradora perfecta, ella es la mentirosa impecable.

“Otra cosa que lo confundía era que el sexo con Sherezade y las historias que le contaba estaban indivisiblemente imbricados, formando una unidad. No podían separarse” (3).

El placer sexual unido al placer del relato. Tras el orgasmo, la transfiguración, el trance que le permite a Oto exhibir una imaginación sin fronteras a la hora de narrar. Kafuku la mira admirado y absorto en lo que escucha. Frente a sí tiene un doble placer que va a extinguirse si él llegase a revelar todo lo que sabe de su esposa y eso no puede soportarlo. Tendría motivos para hacerlo, pero también tiene fuertes razones para callar. Si esta fuera una película de Hitchcock, los relatos de Oto serían el MacGuffin ideal, la pista falsa por la que nos lanza el director para hacernos distraer de sus propósitos reales. Drive My Car parece la búsqueda de la conclusión de un cuento perdido para siempre, pero en realidad es la añoranza por lo que se tuvo y no se comprendió. El anhelo por un cuerpo y una imaginación que eran uno, indivisibles y únicos. Ese placer dual, de la carne y del espíritu, eran lo que justificaba el dolor al que Kafuku decidió someterse. Su deseo fue su infierno. Suele pasar.

Drive My Car (Doraibu mai kâ, 2021)

La película tiene un guion tan perfectamente construido, que logra hacer que el texto de Chejov de El tío Vania dialogue con Kafuku respecto a su situación marital y a su angustia interior. Esto es difícil de explicar con palabras, pero al ver la película van a entender con facilidad como los dos guionistas –el director Ryûsuke Hamaguchi y Takamasa Oe- tomaron los diálogos de El tío Vania y lograron acoplarlos a la vivencia de Kafuku, como si este se confesara ante el texto y las líneas de dialogo –escritas hace más de 120 años- les respondieran. Quizá la explicación está en este parlamento de la película, entre Kafuku y un actor protagónico joven, Takatsuki:

-Una cosa que puedo decir es que este texto tiene el poder de hacer que eso ocurra.
-Señor Kafuku, ¿por qué no está usted mismo interpretando a Vania?
-Chejov es aterrador. Cuando tú pronuncias sus parlamentos, sale a relucir tu yo real. ¿No lo sientes? Ya no puedo soportar eso.

Un modelo para armar
Dos cuentos de Haruki Murakami, Drive My car y Sherezade, que hacen parte del libro Hombres sin mujeres, fueron el punto de partida del guion de Drive My Car. Los guionistas fusionaron ambos relatos, los expandieron, y aunque ya la mención a El tío Vania estaba en uno de los cuentos de Murakami, hicieron de este drama uno de los ejes del filme, no solo al dedicarle parte del metraje al proceso multilingüe de casting y ensayos, sino en la capacidad que tuvieron de encontrar el subtexto de la obra teatral y ser capaces de relacionarla, de ajustarla a la situación que vivía Kafuku, tanto mientras vivía junto a su esposa Oto, como cuando un par de años después se va para Hiroshima a montar allí El tío Vania. Ya sabemos que la vida imita al arte, pero en este caso lograron –gracias a lo inteligente del guion- que la diégesis del filme haga un contrapunto con el texto de Chéjov sin que suene forzado o artificioso. Si la representación era uno de los temas de Drive My Car, acá lograron mostrar a las artes de la representación teatral no como sujeto pasivo, sino activo y palpitante, capaz incluso de escuchar, aconsejar y curar.

Drive My Car (Doraibu mai kâ, 2021)

Drive My Car es un modelo para armar. Es tan sólida y tan compleja su estructura narrativa que es muchas películas en una, abordando simultáneamente una gran cantidad de temas, todos de manera fluida. Esta road movie (que también lo es, por supuesto), habla sobre la fascinación por el placer, la capacidad de narrar con o sin palabras, el mantener una fachada, la cronificación del dolor, el pasado que no deja de latir, las respuestas que aparecen sin buscarlas, los secretos largamente guardados, la nostalgia, el remordimiento, la culpa, la expiación, el perdón. Y, sobre todo, esta obra maestra deslumbrante se refiere a la incapacidad de ver y comprender realmente a los demás, de la existencia de un punto ciego, pero no tanto en el campo visual, sino en el alma.

“Así pues, ¿no crees que, al final, lo que tenemos que hacer es pactar con firmeza y honradez con nuestros propios corazones? Si uno desea ver en serio a los demás, no le queda más remedio que observarse en profundidad, de frente, a sí mismo” (4).

Citas y referencias:
1. Haruki Murakami, Hombres sin mujeres, Barcelona, Tusquets, 2021, pág. 34
2. Chejov, Anton, Tío Vania; traducción de Manuel Puente y G. Podgursky, Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 1999
Disponible online en:
http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmchm555
3. Murakami, Op cit., pag. 150
4. Ibid., p. 44

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