Esto es solo una película…: El segundo acto, de Quentin Dupieux

David y Florence, dos de los protagonistas de El segundo acto (Le deuxième acte, 2024), tienen una conversación en la parte final del filme que puede dar pistas sobre el sentido de este largometraje. David (interpretado por Louis Garrel) le dice a ella: “creo que la forma en que leemos el mundo está completamente invertida. Todo está al revés. Lo hemos entendido todo mal. Creemos que la ficción es ficción y que la realidad es la realidad. No, eso es completamente erróneo. (…) Lo que piensas es la realidad, aquí y ahora, o mañana por la mañana, digamos te levantas, tomas café, sales a correr… todo eso es ficticio. Mientras que las películas, la música, los sueños, las historias que nos contamos a nosotros mismos, fantasías… eso es muy real”. Eso que él afirma lo constatamos a lo largo del breve, pero muy interesante metraje, de esta película del siempre innovador Quentin Dupieux, que ha creado acá un relato meta cinematográfico donde lo que creemos real es ficticio y viceversa.

El segundo acto aparentemente es la historia de un hombre –David- que desea deshacerse de una mujer, Florence (Léa Seydoux), enamorada obsesivamente de él. Para ello va presentarle a un amigo suyo, Willy (Raphaël Quenard), para que él la conquiste y así poder liberarse de esa incómoda relación. Van a encontrarse en un restaurante de carretera en la campiña francesa y, como novedad, Florence le cuenta telefónicamente a David, que va a ir acompañada de su padre, Guillaume (Vincent Lindon) al que desea presentarle. Ese sería el argumento. Sin embargo, constantemente los actores se salen del papel que representan, rompiendo “la cuarta pared” y entonces lo que creemos que es una puesta en escena, resulta ser a nuestros ojos el rodaje de ese filme. Ese distanciamiento brechtiano le añade complejidad al relato, pues nos hace conscientes del artificio propuesto, que en realidad es el mismo de todos los filmes de ficción que vemos, con los que establecemos un pacto tácito de “suspensión de la incredulidad”.

Sin embargo, El segundo acto urde una capa adicional de complejidad que desafía nuestras expectativas. Lo que inicialmente percibimos como una ruptura entre los roles de los actores y sus comentarios fuera de personaje –un guiño al artificio del cine– se revela como parte de un juego más sofisticado, una especie de abismo donde las fronteras entre actuación y realidad se difuminan deliberadamente. Quentin Dupieux arma un relato que nos hace sospechar de todo lo que vemos, sugiriendo que incluso los momentos que asumimos como “auténticos” podrían estar contenidos en una ficción mayor, como si se tratara de muñecas rusas. Este ir y venir entre niveles narrativos, que incluye la idea de la inteligencia artificial como guionista y directora del filme dentro del filme, convierte la experiencia en un rompecabezas fascinante, un laberinto de espejos donde el espectador debe decidir qué aceptar como real, si es que tal cosa existe en el universo de El segundo acto. Expresarlo con palabras es confuso, lo sé: experimentarlo al ver la película es mucho más satisfactorio, gracioso e ingenioso.

Es precisamente en esa confusión donde Dupieux encuentra su mayor triunfo. Porque El segundo acto no solo nos asombra con su audacia, su humor absurdo y su incorrección política, sino que nos lleva a repensar el cine como un reflejo invertido de nuestras vidas. Tras ver la película, uno no puede evitar preguntarse cada vez que vemos cine de ficción (e incluso documental) dónde termina el artificio y dónde comienza lo que creemos real, si es que tal distinción aún tiene sentido. Dupieux, con su mente astuta, nos regala una manzana envenenada: la certeza de que, quizás, todo lo que vemos –en la pantalla y fuera de ella– no es más que una ficción que elegimos creer, un sueño colectivo del que no nos atrevemos a despertar. Así, entre risas y desconcierto, El segundo acto nos invita a abrazar esa ambigüedad, a danzar en las fronteras de lo ilusorio, donde el cine se convierte en un juego eterno de máscaras que expone nuestra propia existencia fragmentada y muchas veces absurda.
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