¿Qué viste en ese parque?: Blow-Up, de Michelangelo Antonioni
“Levanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedé al acecho, seguro de que atraparía por fin el gesto revelador, la expresión que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible fracción esencial”
-Julio Cortázar
Londres, años sesenta. ¿Recuerdan? Swinging London. Sexo libre, marihuana y rock and roll. Make love not war. Pop art, pop music, pot. Beatles y Stones. Noches eternas de fiesta, licor y mujeres. Una época irrepetible y única inmortalizada por Michelangelo Antonioni –gracias a la lente privilegiada de Carlo Di Palma– en Blow-Up (1966), crónica sobre esa Londres moderna y sofisticada, tan glamorosa y desinhibida que no dejaba pensar en su vacuidad, amoralidad y sinsentido. Sus habitantes llevaban una máscara, nadie era quien parecía ser en su ansiedad y hambre de figurar, de ser parte de la moda, de la movida musical, de la conquistada libertad sexual. Una ciudad y un momento tan hipnóticos e irreales que eran perfectos para una reflexión sobre la realidad, sobre el sentido objetivo de lo que vemos.
Inspirándose libremente en “Las babas del diablo”, cuento de Julio Cortázar publicado en su libro Las armas secretas, Antonioni y su habitual colaborador, Tonino Guerra, crean una historia en la que un hombre, con todo a su alrededor bajo control, dudará de una de sus mayores certezas: lo que las imágenes le muestran. Tanto en el cuento de Cortázar como aquí, el protagonista es un fotógrafo profesional (David Hemmings, luego de que Sean Connery rechazara el papel). Pero hasta ahí llegan las similitudes. El fotógrafo de Antonioni –seguramente modelado a semejanza de David Bailey, el famoso fotógrafo de la edición británica de Vogue– es un ser con dos caras: un artista consumado y a la vez un hombre egoísta que trata a sus modelos como objetos, burlándose de ellas y abusando de su poder tras la lente. Una extraña fascinación emana de este hombre en el que Antonioni quiere verse y sentirse representado: el fotógrafo da órdenes, le dice a personas delante de la cámara qué hacer, cómo moverse, qué expresión utilizar. Algo similar a lo que el director de cine hace con sus actores. Antonioni está feliz con el poder que le ha conferido a su personaje, tanto que hasta sublima su sexualidad y la funde con su trabajo. En una escena memorable, que el afiche de la película recuerda, el fotógrafo se lanza sobre su modelo –en este caso la preciosa Verushka– como poseyéndola y, al accionar en un frenesí su cámara, parece alcanzar un orgasmo que los deja a ambos exhaustos.
Ese hombre misterioso, hijo de su tiempo, es capaz de ver y sentir la belleza, pero no de comprenderla ni de otorgarle significado. Acostumbrado a confiar sólo en sus sentidos no logra ir más allá de lo que ve, toca, huele, saborea o siente. Y eso le basta. Se mueve en un mundo de percepciones intensas –amplificadas por el alcohol y los alucinógenos– que no le exigen digerirlas sino sentirlas, vivirlas, gozarlas al máximo. ¿Para qué reflexionar sobre la experiencia que se está teniendo si luego viene otra y la supera? Por eso Antonioni decide ponerlo a prueba.
Lo que va a ocurrirle lo resume Bill, un vecino del fotógrafo que es pintor abstracto. Nuestro protagonista, al que convendremos llamar Thomas (en todo lo que se ha escrito sobre Blow-Up se le denomina así, pero en el filme en ningún momento se menciona su nombre) va a visitarlo y lo encuentra trabajando. Al referirse a sus cuadros Bill dice: “No dicen nada cuando los pinto. Una real confusión. Con el tiempo suelo encontrar algo que vale, como… esa pierna. Luego adquiere forma y tiene sentido. Como una pista en una novela policial”. La relación entre el arte y la realidad es, entonces, uno de los temas principales del filme. ¿Refleja el arte la realidad? ¿O somos nosotros los que le damos sentido de realidad al arte? Thomas va a experimentarlo pero no con un cuadro abstracto, sino con algo que él considera un espejo perfecto, una duplicación de la realidad.
Tomando unas fotos en Maryon Park para completar una serie de fotografías artísticas sobre la pobreza en Londres –he aquí otra de las paradojas de este hombre, capaz de disfrazarse de indigente con tal de lograr la autenticidad de sus fotos, pero que por otro lado obtiene favores sexuales de sus modelos (una de ellas es una debutante Jane Birkin) a cambio de ser fotografiadas–, Thomas encuentra a dos personas que le llaman su atención, quizá por parecer una pareja furtiva. Y empieza a fotografiarlos, sin que lo adviertan, mientras retozan y se abrazan en ese solitario jardín.
Ella (Vanessa Redgrave) lo descubre e intenta persuadirlo para que le entregue el rollo fotográfico, primero violentamente y luego –tras alcanzarlo en su estudio– recurriendo al sexo. Thomas, intrigado por la insistencia de la mujer, le entrega otro rollo y procesa el original. Empieza entonces la anécdota del cuento de Cortázar que Antonioni utilizó para sus propósitos reflexivos. Al revelar las fotos aparece lo evidente: el parque y la pareja. En una de las imágenes la mujer mira hacia un lado, hacia el bosque. Thomas sigue la línea visual y cree ver algo entre los arbustos. Amplia la foto, una y otra vez, hasta alcanzar a ver magnificada una mano que empuña un arma hacia la pareja. Volviendo a la idea del fotógrafo como sustituto del director de cine, Antonioni hace un montaje de las fotos ampliadas tal como Thomas las ha organizado, dando la ilusión de ser fotogramas de un filme, que individuales no dicen mucho pero que puestos en orden –montados– adquieren sentido y cuentan una historia. Ahora bien, ¿Ese “sentido” es inherente a la imagen o nosotros se lo damos? ¿La imagen se justifica a sí misma, se expresa por sí sola? ¿O requiere de nosotros para adquirir significado? Antonioni nos da una clave: “Se trata de permanecer inmóvil y de dejar que la realidad se mueva a nuestro alrededor, hasta devenir irrealidad…” (1).
Cada vez más curioso Thomas continúa ampliando las fotos y cree ver algo más, un bulto en el suelo. ¿Un cuerpo, acaso? En la noche vuelve al parque y efectivamente hay un cadáver en ese sitio. Sus ojos han confirmado lo que las fotos le mostraban, pero se trata hasta ahora de una experiencia individual, subjetiva, que requiere otros ojos que den fe a lo que él vio. Entonces, ¿no puede uno confiar exclusivamente en los sentidos? Intenta convencer a su editor de ir al parque, pero ante su negativa vuelve solo, para descubrir al otro día que el cuerpo ya no está. Lo peor es que las fotos que tomó también desaparecieron de su estudio, robadas seguramente por los implicados en el crimen: sólo quedó una, más parecida al arte abstracto que a una imagen de algo concreto. No hay ninguna prueba objetiva de lo que vio, ¿o de lo qué creyó ver? Sus ojos vieron un cadáver, pero nadie más lo hizo. No está allí tampoco para que alguien más lo vea. ¿Puede algo ser cierto si otros no comparten la experiencia?
Antonioni termina su película Más allá de las nubes (Par-delà les nuages, 1995) con una frase que parece el epílogo de Blow-Up: “Detrás de cada imagen revelada hay otra imagen más cercana de la realidad. Y en el fondo de cada imagen hay otra imagen aun más fiel, y otra detrás de la última, y así sucesivamente. Hasta la verdadera imagen de la realidad absoluta y misteriosa que nadie verá nunca”. Thomas se acercó a la realidad pero nunca pudo verla del todo porque la imagen fotográfica –con su inmediatez, con su apariencia de reflejo especular– no es la realidad, sino la materialización de un fragmento del universo perceptivo y, por lo tanto, vulnerable y susceptible a muchas lecturas e interpretaciones.
Para hacerlo más claro, Antonioni cierra su filme con un curioso juego de tenis que realizan dos mimos –parte de un misterioso grupo anárquico que aparece al principio y al final de la película pero que no es difícil asociar a los estudiantes que celebran cada primavera la Rag Week– sin utilizar raquetas ni bolas. Sus movimientos dan la ilusión de la pelota en movimiento y pronto los demás mimos empiezan a mirar de un lado a otro del campo de juego, siguiendo a una bola inexistente. Thomas se une a los espectadores del juego y así lo hace la cámara, que persigue en el aire la parábola de una bola que nadie ve. En un momento dado uno de los jugadores manda la bola fuera del campo y le pide a Thomas que la recoja. Él se aleja, hace el ademán de recogerla del suelo, lanzarla de nuevo y comprobar que llegó a la cancha. En sus ojos vemos que el juego se ha reanudado. Thomas ve lo que quiere ver: un juego de tenis imposible. Pero para él y los mimos existe. La ilusión se convirtió en realidad colectiva, en una percepción subjetiva que para otros puede no ser válida pero que en ese momento representaba lo real. “El mundo, la realidad en que vivimos es invisible, y por tanto debemos contentarnos con lo que vemos” (2), comentaba Antonioni.
Thomas queda solo en medio del jardín anexo a la cancha de tenis, la cámara se eleva y un instante antes que aparezca The end, su imagen se esfuma, como recordándonos quién es el que tiene el control de la película que acabamos de presenciar. ¿Vimos alguna vez a Thomas? ¿Cómo estar seguros? La risa cáustica de Antonioni alcanza a oírse desde aquí.
Un cadáver exquisito
“Creo trabajar de un modo al mismo tiempo reflexivo e intuitivo. Por ejemplo, hace pocos minutos, me aislé para reflexionar sobre la escena siguiente y traté de ponerme en la situación del personaje principal, cuando descubre el cadáver. Me detuve en las sombras del prado inglés, permanecí en el parque, en la misteriosa claridad de los carteles luminosos de Londres. Me acerqué a este cadáver imaginario y me identifiqué totalmente con el fotógrafo. Sentí con mucha fuerza su excitación, su emoción, los sentimientos que hacían estallar en mil sensaciones a mi “héroe” por el descubrimiento del cadáver y su modo posterior de animarse, pensar, reaccionar. Todo esto no duró más que unos pocos minutos. Luego el resto del equipo se reunió conmigo y mi inspiración, mis sensaciones, se desvanecieron” (3). Como leemos, Antonioni construyó su película a partir de sus presentimientos y percepciones.
Había estado en Londres viendo cómo Joseph Losey filmaba Modesty Blaise (1966) y empapándose de la actividad cultural, siendo testigo del desenfreno sexual, del florecimiento del consumo de droga, y no fue difícil tratar de capturar esa atmósfera ilusoria en el filme. Blow-Up, su primera película en inglés, fue filmada con un ritmo lento, sin darles a los actores un guión preciso o concreto. Luego de iniciar el rodaje, David Hemmings recibió una sinopsis de veinte páginas en vez del guion, a algunos actores no se les dio nada. Vanessa Redgrave -a la que le obligó a teñirse el cabello de negro- recuerda más bien instrucciones acerca de los gestos y los movimientos antes que diálogos: “Con Michelangelo el ángulo de la cámara, su movimiento, el encuadre, los objetos en el encuadre, su color, posición y movimiento, bien sea humano o inanimado, contaban su historia… Habiendo sido entrenada como bailarina, fui capáz de apreciar esto. Aprendí a observar cuidadosa y precisamente las formas y colores a mi alrededor. Para él eran vitales las posiciones exactas, lo ángulos del cuerpo, la cabeza y los hombros, el tempo exacto del movimiento” (4). El perfeccionismo del director italiano desesperaba a los productores: hizo pintar de verde el césped de Maryon Park, no porque no fuera verde, sino porque no tenía el tono que él requería. Unas fachadas de edificios las mandó pintar de rojo. Una alienación de la realidad que enfatizaba aún más el efecto simbólico que el director, nacido en Ferrara, pretendía.
Antonioni, con su modernismo visual, estaba reaccionado contra los fundamentos del cinema verité. Para él no era posible filmar la realidad, acercarse a la verdad. Esa Swinging London que se nos vendió como la tendencia vital más sofisticada del momento era sólo una ilusión óptica, construida sobre unas bases falsas que ocultaban una iniquidad social que tenía empobrecido a un gran sector de la ciudad; y el director es claro al mostrar las paradojas que se ocultaban tras esa vida relajada que vivían Thomas, sus modelos y sus amigos. Buscándolo o no, Blow-Up fue siempre la película más exitosa –en términos de taquilla– que tuvo Antonioni durante su carrera. A esto contribuyeron su ritmo –mucho más rápido que el de sus obras previas–, la banda sonora jazzística de Herbie Hancock, y los escándalos derivados de los desnudos y de la juguetona orgía en la que el fotógrafo se involucra, que hicieron que la Motion Picture Association of America (MPAA) no le diera a la cinta su sello de aprobación. Esto, claro, jugó a favor de la película, estimulando la curiosidad del público y convirtiéndola en un filme de culto, cuyo estilo y temática ha influenciado a artistas como Francis Ford Coppola y Brian De Palma. El 12 de mayo de 1967, un jurado presidido por Alessandro Blasetti le otorgó la Palma de Oro a Blow-Up en el XX Festival de Cannes. Galardón justo para una obra que todavía no deja de asombrar, de ofrecer un nuevo ángulo, de inquietar con sus imágenes hechas de pura incertidumbre.
Referencias:
1. Juan Carlos González, “Más allá de Antonioni”, Revista Universidad de Antioquia, Medellín, No. 266, octubre-diciembre de 2001, p. 120.
2. Aldo Tassone, Los films de Michelangelo Antonioni: un poeta de la visión, Oroso, Fluir Ediciones, 2005, p. 159.
3. Michelangelo Antonioni, Para mí, hacer una película es vivir, Barcelona, Paidós, 2002, pp. 135-136
4. Dan Callahan, Vanessa: The Life of Vanessa Redgrave, Nueva York, Pegasus Books, 2014, p. 122
Publicado originalmente en la revista Kinetoscopio, Medellín, vol. 14, No. 70, 2004, pp. 103-106
©Centro Colombo Americano de Medellin, 2004
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