Un poeta, de Simón Mesa S.

Al terminar de ver la película Un poeta (2025) me invadió una sensación de desazón: “ese pude haber sido yo”, pensé. Yo, o cualquiera de nosotros que en algún momento intentamos lograr algo y que, por cosas del destino (suerte, preparación, voluntad, empeño, oportunidad), lo conseguimos; pero que, al mismo tiempo, quedamos convencidos de que en otras circunstancias, menos afortunadas o precisas, pudimos haber fracasado de manera rotunda, tan delgada es la línea que separa el éxito de la derrota. A esa ecuación se suma un factor tan inasible como decisivo: el momento justo, el timing exacto. Hay ocasiones en que las puertas se abren porque llegamos precisamente cuando alguien se va, cuando un proyecto requiere personal adicional o cuando una persona clave se cruza en nuestro camino. Entonces pareciera que la suerte se disfraza de oportunidad, pero en realidad se trata de estar en el lugar y en el tiempo adecuados. Un empleo, una beca, un encuentro vital: todo puede depender de ese cruce preciso de caminos, imposible de planear y casi siempre irrepetible. Pero no a todos la vida les concede ese privilegio, eso es claro.

Con esto no estoy justificando el destino de Óscar Restrepo, el antihéroe protagonista de este filme, pues también somos fruto de nuestras decisiones, sino que intento explicar que en ocasiones no hay voluntad que valga si las cosas no se alinean en el momento justo. Pero que Óscar ha contribuido con su desidia a labrar su presente, de eso no hay duda tampoco. Óscar, nuestro promisorio poeta de éxito temprano y laureles ya rancios, es el tipo de persona que –por lo menos en Latinoamérica- no es difícil de identificar, quizá hasta haga parte de nuestra propia familia. Es el personaje bohemio, holgazán, bebedor y bueno para nada, convencido de que el mundo le debe reconocimiento; una persona que es incapaz de aceptar una realidad social, económica y laboral que no se ajusta a sus deseos. Y, como suele suceder, se encuentra protegido siempre por la sombra materna, esa benevolencia que en lugar de confrontarlo lo mantiene infantilizado, atrapado en una eterna adolescencia que ya solo da risa amarga, pues cuando ese hombre se pone frente al espejo lo que ve es a un cincuentón pusilánime que jamás ha hecho nada en la vida. No hay trabajo que esté a su altura, según él.

Lo apasionante de Un poeta, más que las desventuras tragicómicas de Oscar (interpretado de manera asombrosa por Ubeimar Ríos, un actor natural que es una acierto absoluto de casting) es la capacidad de la mirada del director y guionista Simón Mesa para describir, con precisión de antropólogo, a este tipo de personaje. No lo caricaturiza ni se compadece de él, en vez de eso lo llena de pathos, de heridas morales, de un toque de cinismo y de mucho dolor irredento. Reducirlo a un payaso era fácil, apreciarlo –sin juzgarlo- en su incómoda complejidad era más difícil y el director y guionista lo logró: Cannes lo premió por ello. Que haya comicidad en lo que le ocurre a Óscar no convierte a ese filme en una comedia -esa es una errónea estrategia de mercadeo- sino en una reflexión sobre la amargura del fracaso y las herramientas endebles que usa el fracasado para justificarse en su mediocridad, para seguir tozudamente vivo pese a dar tumbos a cada paso.

La relación que Óscar tiene con Yurlady (Rebeca Andrade), su adolescente aprendiz de poeta, da sentido a otra de las aristas más agudas del filme. Óscar ve en ella a alguien que todavía cree en la poesía como posibilidad y no como condena, alguien que se acerca a él con admiración, pero también con la lucidez de quien percibe las grietas y falencias de su maestro. En ese vínculo, atravesado por la tensión entre ser guía, obstáculo y despeñadero, Óscar revela no solo su torpeza social y su carencia de inteligencia emocional, sino además su miedo más hondo: ser desplazado, ser innecesario, quedar reducido al papel de advertencia viviente. Yurlady, sin proponérselo, encarna lo que él ya perdió: convicción, deseo y futuro; pero también la certeza de que a veces la poesía no es suficiente para dar sentido a la vida. No es su sucedáneo, no puede justificarlo todo. En su precoz lucidez, esta joven le ofrece a Óscar un salvavidas que le devuelve su dignidad paterna, quizá lo único que desea conservar, así en el fondo sepa aquí ha hecho poco para merecerla.

¿Redime Simón Mesa a su personaje? ¿Hay algún futuro feliz para Óscar? Conocedor como es el director de la idiosincrasia de este tipo de hombres, esas salidas fáciles serían un truco barato de feria, un deus ex machina que traicionaría la coherencia del relato. El realizador antioqueño sabe que Óscar carece de introspección, que sus derrotas no se convierten en aprendizaje, que su lugar natural es la cuerda floja. Por eso lo acompaña, sin ironía pero sin indulgencia, a enfrentar un camino que no conoce y que lo aterra, así no lo reconozca: el de la orfandad. La inminente ausencia materna –su único refugio, su última coartada– lo expone a lo que siempre ha evitado: la soledad desnuda, el espejo sin mediaciones, el juicio inaplazable de su propia inutilidad. Allí está la verdadera tragedia de Óscar: perder a quien lo protegía de la realidad, quedar frente al mundo sin escudos, obligado –tarde y mal– a vivir una vida que nunca supo habitar, una existencia que desperdició en quimeras.
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