¿Cuánto dura una revolución?: Locuras de una primavera, de Louis Malle
“Solía pensar en el 68 que la cámara era como un arma y luego descubrí que era una ilusión”
-Bernardo Bertolucci
¿Cómo vivió Louis Malle los sucesos de mayo de 1968? De regreso desde la India, se encontró con una situación inesperada: “no tenía la menor idea de lo que ocurría en París y después de esos meses encantados de ir errante alrededor de la India estaba muy renuente a volver a casa. Simplemente iba a recargarme, mirar lo que había rodado y a regresarme. Llegué al aeropuerto de Orly cerca al mediodía y fue muy difícil encontrar un taxista que me llevara a donde yo vivía, cerca al barrio latino. Una gran manifestación se estaba llevando a cabo. Todavía no era una revolución, pero había mucha gente en las calles, jóvenes, la mayoría estudiantes. Estaba atónito y eufórico. Telefoneé gente y esa noche salimos a cenar. En la Plaza St. Michel le dije algo que no le gustó a un policía, y de repente había diez de ellos saltando sobre mí y sobre mi hermano, golpeándonos con porras” (1). Fue su bautizo a la primavera francesa del 68.
Malle, sin embargo, pasó parte del mes en Cannes, como miembro del jurado de un festival que a la postre terminó por ser cancelado el 19 de mayo por la presión de cineastas como Godard, Truffaut, Lelouch y el propio Malle, que renunció al jurado junto con otros miembros. Tras regresar con dificultad a París, se integró a las sesiones permanentes del movimiento revolucionario cinematográfico -Estados Generales del Cine (États Généraux du Cinéma)- que se desarrollaban en la Escuela de Cine. Él sentía, sin embargo, que más allá de la efervescencia y el sentido de solidaridad del momento, no era mucho lo que iba a resultar de este movimiento. “Fue un gran momento, de repente el país entero se paralizó y las personas empezaron a pensar en sus vidas y en la sociedad en la que vivían, saliendo con todo tipo de soluciones, la mayoría de ellas nada prácticas. Cuando todo se terminó pensé: «Debería institucionalizarse. Debería haber un mayo de 1968 cada cuatro años. Sería una catarsis, mucho mejor que unas Olimpiadas». Sabíamos que no iba a volverse serio, aunque supongo que mucha gente de la burguesía temía que los comunistas pudieran tratar de tomar el control, de que hubiera la posibilidad de una guerra civil” (2).
El tiempo y los años pasaron y tras el éxito de Adiós a los niños -que sin embargo no fue coronado con el premio Óscar a mejor película extranjera- Malle empezó a pensar en hacer a continuación una comedia coral, con El jardín de los cerezos de Antón Chéjov como referente: había asistido a principios de 1988 a una presentación en Nueva York de ese drama, dirigido por Peter Brook. La idea original de Malle era hacer una sátira partiendo de la premisa de lo que ocurre cuando a la gente se le saca de su rutina, tanto a causa de eventos particulares como colectivos que trastornan su dinámica individual y familiar. Al conmemorarse veinte años de mayo del 68 empezaron a emitirse en televisión programas, documentales y entrevistas con los protagonistas del momento, y en la prensa y en las revistas el hecho era recordado con nostalgia. Decidió entonces que esa época seria el marco temporal perfecto para su nuevo proyecto, que terminaría llamándose Locuras de una primavera (Milou en mai). Empezó a escribirlo y meses más tarde, en noviembre de 1988, se dio cuenta que estaba estancado y que su guion necesitaba ayuda de un experto: recurriría de nuevo a su amigo Jean-Claude Carrière, con quien no trabajaba oficialmente desde El ladrón de París.
Se podría pensar que cierto tono surrealista y absurdo del relato viene de la imaginación de Carrière, pero Malle insiste que eso ya estaba en las setenta u ochenta páginas que él llevaba escritas cuando pidió la colaboración del guionista, que ya para ese entonces tenía a cuestas toda su participación en la obra de Luis Buñuel, que había muerto en 1983. Carrière, además, provenía originalmente de Colombières-sur-Orb, en Hérault, región de terratenientes y viñedos, y podía aportar autenticidad a la descripción del color local que el director pretendía. “Esto es lo que yo llamaría el doble juego de Louis Malle. Él no quería hacer solamente un filme sobre mayo del 68. Él quería hacer un filme sobre mayo del 68 situado en las regiones más profundas y bucólicas de Francia y del alma francesa –el país de agricultores y terratenientes, no del petit bourgeois” (3).
Tras haber contado con Michel Piccoli en un papel breve en Atlantic City, Malle quiso que fuera el protagonista de su nuevo filme y escribió el papel principal pensando en él, de la misma forma se incluyó a Miou-Miou, a Dominique Blanc y a Paulette Dubost, la veterana actriz que había actuado para Jean Renoir en La regla del juego (La règle du jeu, 1939). La conexión con el cine de este autor no se acaba ahí, pues Locuras de una primavera no solo tiene un reparto coral como La regla del juego, sino que además recuerda en su tono a Una partida de campo (Partie de campagne, 1936). Contando con un presupuesto de 35 millones de francos, la película se rodó en un ambiente festivo cerca de a Le Gers entre junio y agosto de 1989, y se estrenó en Francia el 24 de enero de 1990.
Locuras de una primavera nos cuenta de la familia Vieuzac, reunida de urgencia tras la muerte de la matriarca, en su residencia campestre. La anciana vivía allí con su hijo mayor Emile “Milou” y una empleada doméstica. Convocados llegan hijos, nietos, sobrinos e invitados para conformar una docena de personajes a los que Malle y Carrière dan parlamento y motivos dramáticos: “todo el mundo tiene sus razones”, expresaba Jean Renoir en La regla del juego y eso aplica también acá, en medio de unos protagonistas de varias generaciones que asumen su presente de manera diferente.
La década de los sesenta expiraba en Francia con un grito de rebeldía juvenil y así París estuviera lejos la radio les traía noticias de unos sucesos no tan fáciles de entender, pero que los afectaban a todos: no había gasolina, las huelgas eran constantes, el país se paralizaba: no había cómo enterrar a la madre muerta, por ejemplo. Mientras eso pasaba en el exterior, en el interior de esta familia se vivía el drama de lo que iba a pasar con la propiedad común y con los viñedos. ¿Vender? ¿Dividirse los bienes? La hacienda materna solo representa un hogar para Milou, para los demás es la oportunidad de hacerse a un dinero que necesitan. Afloran el egoísmo, los intereses personales, las distancias insalvables entre familiares largamente separados, entre parientes que quisieran no serlo. Malle es un gran observador de la conducta humana y acá los deja comportarse como lo que somos cuando hay dinero y ambición de por medio. Sin embargo el director está hablándonos, en últimas, de personas que frente a una crisis reaccionan de la forma primaria en que lo hacemos todos frente a lo desconocido o a lo que nos da temor: defendiéndonos. Pero esto no es un drama, es una caricatura, y por eso hay una atmósfera esperpéntica que va en aumento a medida que el filme avanza y los ánimos se transforman.
De repente, gracias al alcohol, a la marihuana y al espíritu inestable de la época, las cosas empiezan a cambiar, las relaciones entre los personajes se transforman, caen sus máscaras y se revelan sus intenciones hedonísticas. Si la sociedad se va acabar tal como la conocemos, ¿por qué no disfrutar estos últimos momentos? “Se sueltan y empiezan a soñar el sueño de una sociedad utópica: una comuna en la hacienda, liberación sexual, todas las ideas à la mode. Es primavera, el clima es magnifico, la naturaleza toma las riendas” (4), explicaba Malle. Es imposible no evocar a Woody Allen en Comedia sexual en una noche de verano (A Midsummer Night’s Sex Comedy, 1982) en el tránsito vital de los personajes, pero así mismo es difícil no admirar que, pese a la farsa que se despliega ante nuestros ojos, donde hay dardos políticos, sociales y culturales que dan muchas veces en el blanco, en medio de situaciones entre surrealistas y ridículas, nunca perdemos de vista que así somos, que Malle no se está inventando nada, que pasamos del amor al odio y de la euforia a la melancolía en instantes, y del imaginar que todo va a cambiar, a resignarnos a que en el fondo todo sigue –y seguirá- igual.
Referencias:
1. Philip French (Ed.), Malle on Malle, Londres, Faber and Faber, 1996, p. 182
2. Ibid., p. 184
3. Nathan Southern y Jacques Weissgerber, The Films of Louis Malle: A Critical Analysis, Jefferson, McFarland & Company, 2011, p. 278
4. Philip French (Ed.), Op Cit., p. 186-187