¿Dónde estás?: El silencio, de Ingmar Bergman
“A Como en un espejo, Luces de Invierno, El silencio y Persona les he llamado trabajos de cámara. Son música de cámara, música en la cual, con un limitado número de voces y figuras, uno extrapola la esencia de una cantidad de motivos”
-Ingmar Bergman
“El silencio de Bergman no es ningún enigma. La pregunta es si se le acabó la fuerza y la paciencia, pero la respuesta es de escasa importancia. El silencio de Bergman es un hecho”
-Krzysztof Kieślowski
Sin preámbulos, las imágenes del El silencio (Tystnaden, 1963) nos invaden rotundas e inquietantes. ¿Quiénes son esas mujeres que intentan dormir en el tren? ¿Quién es ese niño que nos mira tras el cristal? Hace calor, hay desasosiego en la expresión de esa mujer espléndida vestida de blanco –presencia sensual que evoca a Monica Vitti– cuya boca se entreabre inadvertida. Ester, la otra mujer, parece en paz, pero no hay tal: sufre y sus pulmones sangran, como ya veremos. Y entre ellas ese niño indolente y callado que pese a eso no logra controlar su naturaleza inquieta.
Prácticamente, Bergman crea, sin palabras, una tensión insoportable en este ámbito cerrado y caluroso, subrayada por la lente embrujante de Sven Nykvist, toda sombras, claroscuros y primeros planos de intranquilizadora belleza. Ester, entre espasmos, empieza a padecer una hemoptisis que amenaza con ahogarla. Aterrados, somos ahora el niño que es obligado a permanecer fuera del camarote mientras ella es auxiliada. Pero el panorama afuera no es menos sosegado: en una secuencia antológica, Bergman nos muestra el rostro de Johan –el niño– mirando por la ventana del tren en penumbras. Frente a él, en veloz carrera, el perfil de numerosos tanques de guerra se dibuja en la noche. No lo duden, estamos en medio de dos batallas, estamos en medio de una obra maestra.
Sin darnos tiempo a reponernos, Ingmar Bergman estrecha aún más el círculo: nuestros tres viajeros llegan a una extraña ciudad de Europa oriental llamada Timoka, donde son extranjeros, donde hace calor, donde nadie habla su idioma. Aislados en un hotel, pronto descubrimos que las dos mujeres –Anna y Ester– son hermanas y que Johan es hijo de la primera. La zozobra nos invade: no sabemos por qué han llegado allí, qué buscan, qué secreto propósito los reúne. Entre tanto, el director nos regala el cuerpo magnifico de Anna mientras se refresca y trata de descansar junto a su hijo, como una invitación falsa a un relajamiento que no es nunca el del tono de este filme, más parecido a una pesadilla que a un sueño placido. Y rápido, el foco está ahora sobre Ester, demasiado interesada en las formas de su hermana, demasiado adolorida como para pasar inadvertida. Ella es espíritu y mente, donde su hermana es cuerpo e instintos, y por eso sufre y por eso se nos muestra inquieta y agitada. Sin inhibiciones, la vemos acostarse en una cama y llevar sus manos a su cuerpo, entregada a un placer personal y solitario que se refleja en su rostro a mitad de camino entre el dolor y la satisfacción, evocando la actitud de Karin en el ático lleno de voces de Como en un espejo (Såsom i en spegel, 1961). Afuera, los tanques del ejército recorren la ciudad.
Convengamos en afirmar que Ingmar Bergman quizás nos está invitando a echar un vistazo al infierno y de esta manera El silencio se nos antoja menos dura, menos límite. Johan recorre el hotel en penumbras, donde nadie parece morar, donde nada parece estar vivo, donde todo es un vestigio del pasado. Sólo una tropilla de enanos españoles, artistas de vodevil, se alojan allí, tan decadentes y etéreos como el sitio mismo. Dejando a Ester entre estertores tuberculosos Anna decide recorrer la ciudad para buscar y encontrar no sólo a un amor furtivo, sino además para ser testigo –en medio de la penumbra de un teatro– de la explícita unión carnal de una pareja. En el escenario los enanos hacen, también ellos, malabares.
Las dos hermanas no pueden escapar a su naturaleza: Ester, presa de su intelectualidad, se debate entre la prisión de su ser enfermo y la angustia de no poder retener y poseer a su hermana. Anna, incapaz de resistir los reclamos de su cuerpo, trae al hotel a su amante de paso para mortificar más a Ester, para ahondar aún más la herida. No hay unión posible entre ambas, como quizás la hubo –realmente de manera poco fraternal– entre Karin y Minus en Como en un espejo, y como la habrá, en otro plano, entre Alma y Elisabeth en Persona (1966).
Y tras una dolorosa confrontación que no era difícil anticipar el viaje continúa. Ester emprende un camino de eternidad, ya liberada su alma de ataduras. Anna y Johan vuelven al tren, al parecer rumbo a casa. La mujer abre la ventana y –providencial– la lluvia la besa, purificándola y bendiciéndola, en una escena calcada de Sueños (Kvinnodröm, 1955), cuando Susanne recibe en su rostro el agua que la calma y la alivia. En el tren, mientras tanto, Johan la mira…
En busca de una ciudad maldita
Los años sesenta del siglo XX marcan para Ingmar Bergman el comienzo de una nueva etapa de su filmografía, en la que salía de un período que podríamos llamar romántico y que inspiró personajes de gran aliento como Albert Emmanuel Volger en El mago (Ansiktet, 1958), o a el caballero Antonius Block de El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957), para entrar a una fase donde sus preocupaciones espirituales son cada vez más importantes y en la que su estilo visual se transforma, dando paso a unas narraciones austeras en personajes, decorados y locaciones, filmadas con la mirada maestra y sensible de Sven Nykvist, el cinematografista sueco que reemplazaría progresivamente a Gunnar Fischer a partir de El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1960).
El silencio es la culminación fílmica de la “trilogía de la fe”, de la que hacen parte Como en un espejo y Luces de invierno / Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1963). Y de las tres ésta es la más impalpable, la más inasible, la más perturbadora. Originalmente el filme se iba a llamar Timoka, una palabra que el director leyó en un libro de poesía de su esposa, la concertista Käbi Laretei, y que después supo que significaba “perteneciente al verdugo” en lenguaje estonio. El origen de la película tiene que ver con una idea onírica de una ciudad extraña, de una ciudad imaginada que Bergman tenía en la cabeza y que surge más profundamente de un viaje y un encuentro: en 1946 el director estuvo unas semanas en Hamburgo, con los tanques patrullando la ciudad, y luego pasó un día en un hotel de París con una mujer. Y el recuerdo de Hamburgo situada y el paisaje mórbido que se recortaba en la ventana del hotel parisino están reflejados en El silencio y en un drama radiofónico de su autoría realizado en los años cincuenta, llamado La ciudad. A pesar de eso la búsqueda de esa ciudad maldita e inaferrable lo perseguirá incluso hasta El huevo de la serpiente (Das schlangenei, 1977).
El filme se comenzó a rodar en los estudios Råsunda de Estocolmo en julio de 1962 y se concluyó el 19 de septiembre de ese mismo año. Ingrid Thulin –una de sus actrices regulares– interpretó a Ester, mientras Gunnel Lindblom, quien había aparecido en El manantial de la doncella fue Anna. Johan fue caracterizado por Jörgen Lindström, en un papel que –curiosamente– repetiría idéntico, tres años después, en Persona y que luego en La Hora de lobo (Vargtimmen, 1968) aparecería interpretado, por lo menos de nombre, por Max von Sydow. “En El silencio Sven [Nykvist] y yo habíamos decidido ser desenfrenadamente impúdicos. Ahí hay una voluptuosidad cinematográfica que aún contemplo con alegría. Sencillamente fue locamente divertido hacer El silencio. Además, las actrices eran brillantes, disciplinadas y estuvieron casi siempre de buen humor”,(1) escribe Bergman en su libro Imágenes.
Tras el estreno, el 23 de septiembre de 1963, las críticas negativas arreciaron unánimes y Bergman recibió cientos de anónimos y agresivas amenazas escritas y telefónicas por lo explícito del filme. En Suecia la película se presentó sin cortes, debido a un curioso parágrafo que se introdujo a la reglamentación de la junta de clasificación de censura cinematográfica local (Biografbyrå) tres días antes de que el filme se sometiera a su evaluación, y según el cual la junta no podía de oficio censurar porciones de una cinta que hubiera “ganado reconocimiento como obra de arte valiosa, o que aparentemente pueda ser considerada para ganar tal reconocimiento”.(2) La decisión de la junta fue demandada ante el Defensor del Pueblo, y hasta el Parlamento sueco tuvo que ver con esta decisión. Incluso, se pensó en abolir la junta de censura en esos momentos (en realidad la censura al cine sueco fue abolida por el Parlamento a partir del 1 de enero de 2011). La curiosidad despertada por toda esta polémica y por los comentarios de prensa hizo que seiscientas mil personas la vieran en las primeras siete semanas de exhibición. En enero de 1964 se convirtió en la película seleccionada por Suecia para representar a su país en los premios Óscar.
A pesar de que Bergman autorizó y supervisó un montaje internacional menos gráfico de El silencio, la cinta fue acusada por la crítica soviética por su “fascismo latente” y fue objeto de agrias polémicas en Francia y Alemania a raíz de su estreno. Sin embargo, en esos países recibió también una masiva acogida del publico, tal como ocurrió en Inglaterra y en los Estados Unidos (donde fue censurada, suprimiéndole otros dos minutos adicionales), quizás por haber generado unas expectativas morbosas que Bergman no pretendía. El director afirmaba que: “A uno siempre le gusta cuando un filme es un éxito. Pero entonces, cuando descubrí por qué era un éxito y cuánta de la gente que fue a verlo estaba diciendo con furia que nunca volverían a ver una película de Bergman, me aterroricé”.(3) Para la estética actual el filme ya no es tan agresivo ni tan explícito, pero en ese momento las cosas eran y se juzgaban distintas. Hoy podemos –sin apasionamientos– admirar y disfrutar su fotografía abarrotada de primeros planos y de sombras, su economía de recursos, su ritmo asfixiante y su concentración narrativa casi perfecta.
Si en la superficie la película tiene como protagonista a una ciudad desconocida, el gran tema de El silencio es –en realidad– el vacío, y no estaba lejos Bergman de un sentimiento de desencanto ético y de insatisfacción espiritual que compartían en ese entonces autores como Pasolini, Antonioni y Alain Resnais. Este filme entronca muy bien con cintas como La aventura (L’ Avventura, 1960) o El año pasado en Marienbad (L’ Année dernière à Marienbad, 1961) donde el vacío moral y la superficialidad de la sociedad amodorrada por la prosperidad del período de la postguerra, se reflejaban en una búsqueda cinematográfica plena de preguntas, voces ahogadas, soledades y malestares diversos. Pero la desilusión de Bergman es, además, de índole religiosa, de fe perdida.
Despojado de certezas, presentes en filmes anteriores y ya ausentes en El manantial de la doncella cuando el padre de la joven violada implora de rodillas diciendo: “Dios, no te comprendo. Pero de todos modos te pido perdón, porque no conozco otra manera de vivir”, Bergman se pregunta en esta trilogía fílmica si es posible pensar en un creador que nos escuche, al que sea posible recurrir y acercarse. Y lo que vemos es un descreimiento gradual y pesimista, pues si en Como en un espejo un hijo reclama a su padre algo a qué aferrarse y lo obtiene en la idea de un Dios que es amor, y si en Luces de invierno ese mismo Dios parece incomprensible, en El silencio ya nos deja solos, temblando en la oscuridad, preguntándonos perplejos, ¿dónde estás?, ¿por qué nos has abandonado?
Y si la idea y la presencia de Dios en las dos primeras películas era consciente y palpable, El silencio representa la decadencia de un mundo sin fe y sin amor. Bergman, en una entrevista realizada por Cynthia Grenier para la revista Playboy en 1964, le resta importancia al tema religioso en estos filmes: “Mi preocupación básica al hacerlas era dramatizar la gran importancia de la comunicación, de la capacidad de sentir. No tienen que ver –como muchos críticos han teorizado– con Dios o su ausencia, sino con la fuerza salvadora del amor. La mayoría de las personas en estas películas están muertas, completamente muertas. No saben cómo amar”.(4 ).
Y si es así, entonces en este filme el personaje de Johan somos nosotros, presenciando la lucha entre el cuerpo y el espíritu, fluctuando entre ambos polos, indecisos, ignorantes e inocentes. Buscamos amor y no sabemos dónde hallarlo, perplejos ante la complejidad de esta empresa existencial. Nos sentimos sedientos de respuestas, confundidos como la novicia protagonista de Viridiana (1961), o como Minus ante su padre en el epílogo de Como en un espejo, cuando este le dice: “Quisiera darte una señal de mi propia esperanza: saber que el amor existe como algo verdadero en el mundo de los hombres. Todas las clases de amor, la más alta y la más baja, la más pobre y la más rica, la más ridícula y la más hermosa, la poseída o la burda. De repente se convierte el vacío en riqueza y la desesperanza en vida”. Cuando Johan vuelve al tren, en el final de la película, tiene frente a sí a su madre y en sus manos el mensaje de su tía que contiene palabras en otro idioma: un vocabulario, un código, una señal que no entiende. Inútil, absurda. El viaje prosigue para él y para nosotros, todavía sin respuestas, todavía suspendidos entre el cielo y la tierra.
En El silencio ambas hermanas son espectros incapaces de dar y recibir amor: las dos buscan lo mismo en diferentes sentidos y –asqueadas– no encuentran nada. Ester pretende, en el espíritu y en la intelectualidad, encontrar una justificación a su vida pues es incapaz de expresar lo que siente, aferrada a un amor prohibido hacia su hermana a la que envidia su cuerpo y lujuria. Por eso el masturbarse más que una liberación es una caída, un precipitarse a las profundidades de un alma convulsa que ya no habita nadie. Pero el dilema de Anna tampoco es menor: abandonada a los requerimientos de su cuerpo tampoco logra hallar justificación alguna a su existir. Asistimos al encuentro con uno de sus amantes –ha habido otros, habrán más después– y la sensación de humillación y desesperanza es la misma que frente a Ester y su soledad. Nada hay, nadie puede ayudarlas, pues Bergman –astuto– sitúa la acción en un país extranjero para reforzar la sensación de aislamiento, para impedir que alguien se les acerque. Y en un momento dado ambas se enfrentan, ya no en silencio, sino reclamándose con rabia, odiándose, sintiéndose abandonadas por su padre ya fallecido.
Y se preguntan por qué las han desamparado, por qué sienten esa soledad, por qué no obtienen respuestas, por qué no logran comunicarse entre si. No se ven, no se tocan, pues no es esta la historia de la relación entre las dos: se encuentran a solas con el silencio, con “el silencio de Dios” que atormentaba a Tomas en Luces de invierno. La fábula amoral que Ingmar Bergman creó con El silencio es la parte inferior de la espiral descendente y progresiva de la fe de su autor. Y a diferencia de sus dos películas previas, aquí no hay amor que justifique la soledad y el vacío. No hay nada, absolutamente nada. Caben entonces –oportunas como siempre– las palabras de Fernando Pessoa en El libro del desasosiego: “Un silencio frío. Los ruidos de la calle como si fueran cortados a cuchillo. Se ha sentido, prolongadamente, como un malestar de todo, un suspender cósmico de la respiración. Se ha parado el universo entero. Momentos, momentos, momentos. La tiniebla se ha encarbonado de silencio”.(5).
Referencias:
1. Ingmar Bergman, Imágenes, Barcelona, Tusquets Editores, 2001, p. 59.
2. Maaret Koskinen, Ingmar Bergman’s The silence: pictures in the typewriter, writings on the screen, Seattle, University of Washington Press, 2010, p. 44.
3. Ibíd., p. 48.
4. Cynthia Grenier, “Playboy Interview: Ingmar Bergman”, en: Raphael Shargel, ed., Ingmar Bergman. Interviews, Jackson, Mississippi, University Press of Mississippi, 2007, p. 45.
5. Fernando Pessoa, El libro del desasosiego, 2ª ed., Barcelona, Seix Barral , 1997, p. 70.
Publicado originalmente en la revista Kinetoscopio, Medellìn, vol. 9, núm. 47, 1998, pp. 69-73.
©Centro Colombo Americano, 1998
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