La caída: Boogie Nights, de Paul Thomas Anderson
Es difícil saber qué tipo de película esperaba ver el público que nos acompañó a ver Boogie Nights (1997), pues la película cayó de improviso, sin ningún tipo de publicidad o anticipación previa que permitiera promocionarla correctamente y encontrarle un segmento de espectadores más adecuado. Pero no, en el estado actual de las cosas que tienen que ver con el cine que vemos, el espectador es el último en quien se piensa, irrespetándolo bochornosamente. La película recibió un tipo de promoción ambigua, que apuntaba más hacia un estilo de cine supuestamente erótico que con alguna frecuencia nos visita, y que en realidad son una especie de novelas baratas, mera disculpa a una exhibición relativamente pudorosa de cuerpos en ebullición. Lo dicho, cada país ve el cine que se merece.
Y claro, la desilusión ante Boogie Nights tenía que ser mayúscula, al no cumplir con esas ilusorias premisas. Hace muchísimo tiempo no veíamos una deserción de público tan masiva en medio de una película, quizás desde el estreno entre nosotros de Sexo, mentiras y video (sex,lies, and videotape, 1989), un valioso filme al que -pensándolo bien-le ocurrió lo mismo: a la gente se le vendió una película distinta a la que encontró. Pero eso, realmente, no es culpa del espectador, que aquí es tan solo una víctima más.
Una de tantas víctimas, como las muchas que vemos a lo largo de Boogie Nights. La cinta, dirigida por Paul Thomas Anderson -un director nacido en 1970- relata la vida y milagros de Jack Horner, un director de películas pornográficas en los años setenta, época en la todavía se soñaba con darle una estatura artística a ese estilo de películas, a las que se defendía con cierto idealismo no exento de genuinos e indisimulables intereses económicos. Son los tiempos del apogeo de la música disco y Anderson se basa en esos ritmos fácilmente reconocibles para configurar una puesta en escena que recrea con precisión una época que sentimos aún cercana, pero de la que nos separan -no se sabe cómo- ya varias décadas. Allí encontramos una variada colección de personajes a los que probablemente nunca hemos encontrado en la vida real, y que el director nos retrata con prudencia e indudable cariño, considerando el espinoso tema en el que gira la película. De esta forma configura una compleja narración coral en la que cada integrante del reparto recibe en su momento la debida atención, a pesar de que podríamos considerar que hay tres personajes principales: el director Horner (Burt Reynolds), su diva porno, Amber Waves (Julianne Moore), y una estrella apenas descubierta, Eddie Adams (Mark Wahlberg), un mesero en uno de los clubes del agitado Valle de San Fernando, que cuenta con atributos más que suficientes para triunfar en ese tipo de cine en el que el talento se mide en centímetros.
La primera mitad de la película transcurre en relativa calma: es el descubrimiento y formación de Eddie en ese mundo muy particular, rodeado de mujeres generosas, hombres de dudoso género, licor, drogas y fiestas día y noche. El nuevo galán se cambia el nombre: ahora se llama Dirk Diggler y rápidamente se empieza a convertir en el artista más promisorio de la industria. Horner le da vuelo a su estrella y ambos emprenden el proyecto de un seriado fílmico basado en las aventuras de una especie de agente secreto, Brock Landers, que combina acción con escenas pornográficas y que sería la puerta por la que ese cine se sacudiría de su marginalidad. Recordemos que en ese momento tales producciones se hacían en 16mm y no en video, y la idea era que los asistentes a los teatros encontraran algo más que una serie repetitiva de acrobacias de alcoba. Las ilusiones artísticas de Horner y Dirk se van a chocar con la irrupción del video, que terminará -a pesar de la testaruda renuencia de nuestros protagonistas- en el formato donde el género, tal cual lo conocemos, acabará de florecer: la mezquindad anónima de una sala de cine rojo, reemplazada por la libérrima privacidad de una videocasetera doméstica.
Anderson sitúa ese punto de corte en la fiesta de fin de año de 1979: se van los setenta y con ellos los días felices. Esa noche, entre un par de asesinatos, un suicidio y algunas revelaciones, empieza la caída. Un descenso ininterrumpido que arrastró a casi todos los personajes y que por poco acaba también por arrastrar a la película entera. Dirk y sus compañeros empiezan a pagar las cuentas por cobrar que la vida tenía pendientes con ellos: rechazo social y laboral, angustias económicas, el infierno de la adicción, el derrumbe de todos sus ideales. El director cambia también el tono de la narración que, a partir de aquí, se torna sincopada, veloz, irrespirable. Vamos de personaje en personaje, debatiéndonos entre su dolor y su frustración, sintiendo que vamos a asistir a un final -merecido o no- donde sólo vamos a ver las cenizas de su vieja gloria. Y así es, aunque el cariño que siente Anderson por sus personajes les evita un destino más amargo.
La ambición devora a una película
Hay que decirlo: durante dos horas y treinta minutos asistimos a una película que adolece de diversos padecimientos, casi todos debidos a las ganas de Paul Thomas Anderson de demostrarnos que tiene oficio y que sabe cómo contar una historia. Este director había debutado con un thriller poco convencional, Hard Eight (1996), donde ya mostraba cuáles eran sus intereses dramáticos, pero también cuál era el tamaño de su ambición. Al parecer ésta supera su talento -que no es poco- y al atiborrar Boogie Nights de momentos supuestamente destinados a hacerla inolvidable, la condena a la confusión.
Oscilando entre la cercanía del drama y la distancia de la ironía, la cinta no logra encontrar un punto de equilibrio. De ahí que la narración concentre picos de interés dispersos entre valles de inevitable estatismo, donde nos preguntamos “bueno y ahora, ¿qué?”, sospechando que fue probable que el director se hubiera preguntado lo mismo, como si el guión hubiera sido hecho sobre la marcha. Pero esos instantes de interés son muy valiosos: la cámara se pasea sin restricción alguna, casi sin cortes, entre los invitados a una fiesta, sigue a una joven bañista, se mete súbitamente con ella al agua, la persigue allí, vuelve y emerge, vuelve y se sumerge. Con frecuencia vemos metraje filmado en 16mm, reproduciendo la calidad visual de las películas de la época, favorecida por una puesta en escena que no dejó ningún detalle al azar: peinados, decoración, ritos o modas, y que falsificó con humor nombres de películas, programas de televisión y revistas.
La estructura episódica del filme no favorece lo más preciado que Anderson tenía entre sus manos, como eran sus actores y que son lo que justifica esta película. Hay personajes tridimensionales muy bien estructurados, otros secundarios dibujados con singular destreza, una que otra caricatura y muy pocos superfluos. El director, deseoso de ser considerado émulo de Robert Altman, trata de contar una historia colectiva, un estudio de caracteres donde cada vida se entrelaza con la otra, donde ningún encuentro es casual, donde todo diálogo tiene un objetivo preciso, así no se evidencie de inmediato. Pero, claro, sin una historia lo suficientemente diáfana y amplia, algunos personajes se ven forzados y postizos, incapaces de convencernos con su presencia. Sin embargo, en la mayoría de los casos, el sino trágico del elenco le aporta a la cinta una particular dignidad, sobre todo en los ejemplos de redención, como son los de Buck Swope (Don Cheadle), el actor negro, la patinadora (la hermosísima Heather Graham) o el mismo Eddie. Es una lástima que las limitaciones del guion no hubieran permitido que tal galería de personajes pudiera desplegar todo su potencial, aunque fue toda una sorpresa la enorme calidad de las interpretaciones de Julianne Moore y de un recuperado Burt Reynolds, metido hasta el cuello en un personaje complejo al que llenó de humanidad.
Los directores jóvenes parecen encontrar cierto placer en mostrarnos sus influencias y en dejarnos ver qué tanto han aprendido de sus maestros. Aparte de Altman, Anderson quiere que sepamos que admira a Martin Scorsese y a Quentin Tarantino, este último convertido -a fuerza de homenajes e imitaciones en predecible lugar común del cine negro y de violencia. Aquí, del Scorsese de Buenos muchachos (GoodFellas, 1990) tomó la técnica visual y del Tarantino de Tiempos violentos (Pulp Fiction, 1994), la atmósfera de opresión. Tales influencias son palpables en el último tramo del filme, cuando Eddie y sus amigos ven que se cierran todas las puertas que requieren para sostener su costosa adicción a los narcóticos. La cámara -contagiada de esa sed- se pone nerviosa, incapaz de reposar o de quedarse quieta, como cuando perseguía a un Ray Liotta paranoico en el final de Buenos muchachos. A esa cámara se suma un montaje feroz, de planos breves, que refuerza una sensación de angustia mortal -y moral- que llega a su punto culminante en la secuencia de la casa del traficante (un Alfred Molina algo pasado de kilos) pretenden engañar y que termina en una debacle de plomo y muerte. En medio de esa escena nos preguntamos qué pasó con la película que estábamos viendo, cuál sería el motivo para que Anderson nos trajera a este punto ejemplificador, sí, pero innecesario en términos de concentración dramática. No sabemos si el Tarantino que dirigió Jackie Brown (1997) estará muy conforme con la recreación de sus antiguas premisas, pero queda la sensación de estar asistiendo a una exhibición de destrezas estilísticas carentes de contenido.
Paul Thomas Anderson no necesita mostrarnos más de tales exhibiciones para que comprendamos que tiene lucidez e inteligencia. Con Boogie Nights, a pesar de los vacíos del argumento, fue capaz de hacer una película sobre la pornografía donde el sexo no es el centro de lo narración y, cuando éste aparece de frente -como en la discutidísima secuencia final- nos recuerda, con dolor, que esos coloridos objetos de placer que vemos no son más que seres humanos arrastrando tras de sí una historia cuya amargura no alcanzamos siquiera a comprender. y de esta forma, al haberse centrado en las personas y no en el espectáculo carnal que nos ofrecen, la película se redime en parte de sus fallas y nos deja con la sensación de un cine irregular, pero arriesgado y valeroso, del que todavía podemos esperar -ilusionados- nuevas sorpresas.
Publicado originalmente en la revista Kinetoscopio no. 49 (Medellín, vol. 10, 1999), págs. 72-74
©Centro Colombo Americano de Medellín, 1999
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