Los elementos del desastre: Aguirre, la ira de Dios, de Werner Herzog
“En el momento sentí que la película era algo como una prueba personal. Si fallaba, sabría que no sería capaz de hacer algo que pudiera ser visto de manera amplia e internacional y que tendría que volver a hacer películas como Signos de vida. El filme fue una prueba de mi marginalidad”.
– Werner Herzog
El comandante Ursúa pregunta quien ordenó construir otras balsas, pues su idea era regresar al campamento de Gonzalo Pizarro y no proseguir río abajo. Un soldado le responde señalando a Lope de Aguirre que está sentado más allá, sobre una roca a la orilla del río. Sin decir nada Ursúa lo mira. Ahora la cámara enfoca a Aguirre que, primero, mira hacia abajo y luego hacia el frente, donde sus ojos se posan sobre Ursúa, con una fijeza y una profundidad tan perturbadoras que son inverosímiles. Esa mirada distante le está diciendo que él no va a dar marcha atrás, que al campamento de Pizarro no va a regresar, que la búsqueda de El Dorado no puede suspenderse, que los días de Ursúa como jefe de la expedición ya han llegado a su fin. Esa mirada inaudita –que es la de Klaus Kinski, ninguno más podría tenerla- resume este filme. No estamos ante una historia racional, estamos ante un relato visceral, que sale de las mismas simas de donde surge esa mirada, mezcla de todo el odio, desprecio y desdén que Lope de Aguirre es capaz de generar.
Es Aguirre, la ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972) y eso explica también la sensación de irremediable desastre que envuelve el destino de sus protagonistas, una malhadada expedición fluvial que se desprendió de la de Gonzalo Pizarro, buscando contacto humano entre la selva y porqué no, quizá también el esquivo El Dorado. Lo único que encontraron fue la muerte y la locura. La agreste selva suramericana los envolvió al punto de hacerlos sucumbir. La sociedad, representada en ese puñado de hombres y mujeres que se atrevieron altivos a desafiar la manigua y el río, nada pudo hacer ante una naturaleza que le era ajena y que la rechazaba silenciosa pero llena de peligros.
El director, Werner Herzog, decidió cercenar las motivaciones de los personajes y concentrarse en sus actos, definirlos por lo que hacen antes que por lo que piensan. Nunca hay un instante de introspección, nunca hay un segundo de reflexión. Jamás se nos explica que urgencias llevaron a Aguirre a desafiar la corona española, como no sea una ambición de poder tan desmedida como absurda. Herzog hace de las acciones de su protagonista algo tan vital, que provee al filme de una fuerza arrolladora inexplicable que se asemeja, por momentos, como la de un vendaval que hace volar todo en su recorrido de muerte y destrucción. No hay paz en su mirada, no hay lógica en sus decisiones, no hay brújula en sus actos. Como en un delirio, decide enfrentarse a los elementos, como si estos fueran a caer dominados, presos del miedo ante su sola presencia. Pero aquí la naturaleza es tan fuerte y protagónica como él, y Herzog nos la muestra como si fuera la primera vez que una cámara se posara sobre ella, con una franqueza que por momentos se antoja ingenua.
“Los paisajes en Aguirre no están allí como decoración o para que luzcan exóticos. Hay una vida profunda allí, una sensación de fuerza, una intensidad que uno no encuentra en las películas de la industria del entretenimiento donde la naturaleza es siempre algo artificial”, refería el director en el texto Herzog on Herzog editado por Paul Cronin (Faber & Faber, 2003), de donde se han obtenido todas las declaraciones contenidas en este artículo. No hay sino ver el verde sin fin de las riveras para comprender que entre sus árboles, sus animales y sus misterios hay algo tan palpitante y tan grande como la codicia de Aguirre. La naturaleza y sus invisibles habitantes fueron la amenaza que Lope de Aguirre no previó ni vio, ciego en sus delirios de grandeza. Incapaz de aceptar que fue derrotado por un enemigo que veía como inferior, la quimera de encontrar una ciudad de oro que no existía fue su última compañera. Todavía de pie en su balsa en ruinas y llena de muertos, la película se despide de él en un movimiento circular, rodeándolo, hundiéndolo, fragmentándolo hasta que se funda con el río y desaparezca de nuestras heridas retinas para siempre.
“Aguirre me fascinaba porque fue la primera persona que se atrevió a desafiar la corona española y declarar la independencia de una nación suramericana. Al mismo tiempo estaba completamente loco, rebelándose no sólo contra el poder político, sino además contra la propia naturaleza.”, confesaba Herzog, quien escribió la mayoría del guión en un bus rumbo a Viena que iba con el equipo de fútbol en el que él jugaba. Incomodo, el director llevaba la maquina de escribir en el regazo, pero el arquero del equipo estaba -como todos- tan borracho que vomitó sobre la maquina. Muchas de las páginas se arruinaron y Herzog tuvo que seguir escribiendo entre los partidos de fútbol. En tres días realizó el argumento: el guión es pura invención, la mayoría de los personajes jamás existieron. Lo único real son los nombres de los personajes, que el director leyó en alguno de los documentos que consultó. Cuando terminó el argumento se dio cuenta que Klaus Kinski seria el intérprete perfecto y se lo envió de inmediato. “Dos noches más tarde, a las 3:00 de la mañana me despertó el teléfono. Al principio no entendía que pasaba. Todo lo que oía eran gritos inarticulados al otro lado de la línea. Era Kinski. Media hora después logré entenderle en medio de su discurso rimbombante que estaba extático con el guión y que quería interpretar a Aguirre”, recuerda en el texto de Cronin.
Herzog fue financiado parcialmente por una estación de televisión alemana, Hessicher Rundfunk, que adquirió el curioso derecho de presentar la película en televisión la misma noche que se estrenaba en los teatros alemanes, arruinando cualquier posibilidad de éxito que tuviera el filme. El resto del presupuesto se consiguió por algunos pequeños dividendos derivados de sus filmes previos y de un préstamo que le hizo un hermano. Nadie más quiso ayudarlo. Pensaban que era un guión muy difícil de realizar y una película aún más difícil de vender. El presupuesto era sólo de US$370.000 de los cuales un tercio fue para Klaus Kinski. “Algunas veces tenía que vender mis botas o mi reloj para poder desayunar. Fue un filme descalzo, digamos, un hijo de la pobreza”. Una vez concluida, la película fue comprada por una distribuidora francesa que la exhibió en teatro de París durante tanto tiempo –cerca de dos años y medio- que la película empezó a notarse.
La intención de Herzog era hacer un filme popular, que le gustara al público general y no exclusivamente a los aficionados al cine arte: “Mirando a mis películas anteriores fue claro para mí que me había estado dirigiendo a un nicho preciso de mercado y con Aguirre hice un esfuerzo consciente por alcanzar un público mayor”. De ahí que la preproducción fue meticulosa. Construyeron una especie de campamento para 450 personas cerca al río Urubamba, en Perú, incluyendo 270 indígenas que actuaban como extras. Durante la filmación pasaron al río Huallaga, donde se les inundó el campamento. La filmación duró aproximadamente seis semanas, una de las cuales se invirtió en el trasporte del personal y equipo de un afluente del río a otro, separados 1600 kilómetros. Cuando llegaron al río Nanay, vivieron en las propias balsas, una de los cuales se usó como cocina. No eran capaces de poner pie en tierra firme, pues la selva en esos terrenos bajos estaba inundada kilómetros a la redonda. Todas las balsas tenían que flotar por lo menos una milla detrás de la balsa en la que filmaban, para permitirles filmar las riveras de los ríos sin que aparecieran otras embarcaciones en la toma. Por la noche amarraban las balsas a ramas que sobresalían en el río, pues no había bancos de arena donde pudieran arribar. “Aguirre fue filmada por entero con una sola cámara, lo cual quiere decir que estuvimos obligados a trabajar de una manera muy simple y cruda durante el rodaje. Siento que esto se sumó a la autenticidad y a la vida del filme. No había nada de la sofisticación de multicámaras que uno encuentra en los filmes de Hollywood. En mi opinión está es la razón por la que Aguirre ha sobrevivido tanto. Es una película tan básica que uno no puede desnudarla más de lo que ya está”. La cámara, curiosamente, se la robó Herzog de la Escuela de Cine de Munich, donde se negaron a prestársela.
“En las películas de Hollywood el peligro nunca es real, pero en Aguirre el público realmente puede sentir la autenticidad de las situaciones en las que están involucrados los actores”. Las balsas eran construidas en madera y guiadas por remeros locales expertos, algunos de los cuales se emborrachaban y no sabían para donde iban. Sólo el camarógrafo Thomas Match y el director no estaban atados a las balsas. Los demás, incluyendo los indios que remaban, estaban atados con cuerdas a las balsas. “La primera vez que bajé por los rápidos fue durante la preproducción, para ver si era seguro para el reparto y el equipo técnico. Nuestra balsa se partió en dos y se desintegró, y la mitad quedó atrapada en el remolino. Lo que nos salvó fue que la otra mitad fue arrastrada por una fuerte corriente que nos alejó varios kilómetros”.
Para complicar las cosas, a la mitad del rodaje se enteraron que todo lo que habían filmado se había perdido en transito hacia México, donde se iba a procesar el negativo expuesto. Decidieron no decirles a los actores, a sabiendas que no valía la pena continuar filmando. Cinco semanas después el material apareció intacto en la aduana del aeropuerto de Lima. Una noticia negativa hubiera hecho no sólo concluir abruptamente el rodaje sino además hubiera provocado una reacción impredecible por parte de Kinski. “Trabajar con Marlon Brando hubiera sido como estar en un kinder comparado con Kinski”, recordaba el director. En la mitad de una escena casi mata a un actor de un golpe que le dio con una espada en la cabeza. Y le disparó con su escopeta a un grupo de extras que estaban borrachos y hacían mucho ruido. “Durante la filmación me insultaba a diario por lo menos dos horas. Kinski había visto También los enanos comenzaron de pequeños y para él yo era “el director enano”. Además era un insulto para él que yo tratara de dirigirlo. Yo me quedaba parado allí en silencio”.
Las cosas llegaron a un punto sin retorno en un momento dado, en una anécdota que el propio director evoca: “En una ocasión en el Río Nanay al final del rodaje, como era usual cuando no se sabía las líneas del parlamento, buscaba una víctima sobre la cual abalanzarse. Repentinamente empezó a gritarle como un loco al asistente de sonido. “Cerdo. Te estabas riendo”. Me dijo que debería despedirlo en el acto, pero le dije “No, por supuesto que no voy a despedirlo, el equipo técnico se marcharía en solidaridad”. Así que Kinski dejó el plató y empezó a empacar sus cosas, diciendo que iba a tomar un bote e irse. Fui muy calmadamente y le dije “No puedes hacer esto. No puedes dejar el filme antes de que esté terminado. La película es más importante que nuestros sentimientos personales. Incluso es más importante que nuestras vidas privadas. No es aceptable que hagas esto”. Le dije que tenía un rifle y que no iría más allá de la próxima curva del río antes que tuviera ocho balas en la cabeza y que la novena sería para mí. Instintivamente se dio cuenta que no era una broma y empezó a gritar llamando a la policía. Sin embargo, la estación de policía más próxima estaba a trescientas millas. No lo dejé irse del filme. Se dio cuenta que hablaba en serio y durante los restantes diez días de la filmación estuvo muy dócil y portándose bien”. Y concluye Herzog, “Nadie podría haber domado a Kinski tan bien como lo hice yo al final de Aguirre, y aunque un par de años después dijo que odiaba la película, eventualmente terminó gustándole mucho. Seguro, el hombre era una peste y fue una pesadilla trabajar con él, pero ¿A quien le importa? Lo importante son las películas que hicimos juntos”.
La falta de premeditación con la que fue hecha Aguirre, la ira de Dios hace que no veamos ni presintamos las dificultades de producción, ni las luchas con Kinski, ni la pobreza o los inenarrables dolores que acompañaron a la gestación del filme. Eso es transparente para nosotros, eso no tiene importancia en el resultado final. Herzog no apela a nuestra compasión: su filme se defiende solo, gracias básicamente a una cohesión interior que nace de una visión inocente del mundo, casi documental, que es a lo que el director, no se si conscientemente, aspiraba. La distancia, el respeto hacia el personaje de Aguirre –nunca juzgado, nunca cuestionado- no hace sino sumar credibilidad a un relato en el que Herzog, como nosotros, sólo quiere ser un testigo lejano, maravillado de una realidad incomprensible que en nada se parece a lo vivido en esa Europa de la que había salido: “Dediqué la película a uno de los indios, Hombrecito. Lo conocí en la plaza principal del Cuzco, donde tocaba la flauta. Nunca supe su verdadero nombre, pero todos lo llamaban Hombrecito. Me cayó tan bien que le pedí que nos acompañara en el rodaje. Le dije que le pagaría bien, más de lo que ganaría en diez años tocando en la calle. Al principio se rehusó, diciendo que sí dejaba de tocar en la plaza, todos en el Cuzco se iban a morir. Usaba tres sacos de lana a la vez y se negaba a quitárselos, porque pensaba que se los iban a robar y porque «Nos protege a los pobres indios del mal aliento de los gringos»”.
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