Un mundo (no tan) feliz: No te preocupes cariño, de Olivia Wilde
El segundo largometraje de la actriz Olivia Wilde como directora, No te preocupes cariño (Don’t Worry Darling, 2022), es una obra que supera mis expectativas como espectador. Y lo es porque a partir de un guion bien escrito –que fue subastado por sus posibilidades de éxito- logra construir un filme perturbador, porque retrata la imposibilidad de un mundo feliz y de los sucedáneos del mismo. Ya el cine ha abordado este tema desde la alegoría –El show de Truman (The Truman Show, 1998) y la sátira –Las mujeres perfectas (The Stepford Wives, 2004) de Frank Oz- por solo mencionar dos filmes, pero ahora lo asume desde una distopía que no nos lleva al futuro, sino al pasado, a mediados del siglo XX, cuando el modelo de la sociedad norteamericana era el de un hombre trabajador y una mujer que era el ama de casa hacendosa y sacrificada.
En un condominio construido en medio del desierto californiano por una empresa llamada Victory, viven Jack Chambers (Harry Styles) y su esposa Alice (Florence Pugh), así como a su alrededor viven otras parejas que parecen vivir en idénticas condiciones de prosperidad y de felicidad, pero igualmente de rutina doméstica y de control social. Todos los hombres trabajan en los cuarteles centrales de la propia Victory, mientras todas las mujeres cumplen idénticas tareas domésticas mientras son adoctrinadas por la radio, crían los hijos, van de compras (todo a cargo de la empresa), reciben las mismas clases de ballet, hacen la cena y están listas a cumplir con sus deberes conyugales apenas el marido llega a casa.
No te preocupes cariño retrata el sueño americano perfecto, un ideal que esa época de prosperidad económica que tuvo lugar una década después de la postguerra nos vendió y que sirvió para moderar las costumbres, apaciguar las ideas de emancipación de la mujer y hacer crecer el mercado de aspiradoras y lavadoras. Pero si bien ese era la sociedad que las revistas mostraban, la verdad era otra. Para recurrir de nuevo al cine, no es sino ver lo que Sam Mendes nos contó en Solo un sueño (Revolutionary Road, 2008) para darse cuenta que las costuras de la crisis personal y familiar no alcanzaban a disimular las tremendas heridas, los deseos reprimidos y los enormes traumas que ahí se escondían bajo la impoluta fachada de felicidad.
Acá ocurre igual, la sociedad utópica de Victory –todos son conscientes que son parte de una suerte de “experimento” social- es demasiado perfecta para ser real. Algo no termina de encajar, hay demasiados secretos, hay demasiados silencios como para que un día alguien no se pregunte si todo esto en verdad es auténtico. Alice se lo preguntó, y algo dentro de su subconsciente (atención a ese elemento), le hizo sentir que estaba siendo manipulada. El drama de la película es su lucha por entender qué pasa ahí, hasta donde su pálpito es paranoia –como le hacen sentir- o que en verdad es parte de un ajedrez inescrupuloso y siniestro en el que ella es un peón más. El retrato de experimento sociológico se convierte en un thriller psicológico cuyos detalles es imposible revelar, sobre todo cuando una película depende mucho del “factor sorpresa”, como acá.
Florence Pugh es perfecta para encarnar a un personaje que vive situaciones límite –Midsommar (2019)- y acá nos contagia de su angustia, de sus dudas, interrogantes y temores, todo enmarcado en una puesta en escena impecable en su capacidad de ir mostrando progresivamente las grietas (la falta de conexión con la realidad) que hacen sospechar a Alice, mientras todos parecen querer mirar para otro lado, embriagados por lo que están viviendo. Pero a veces, sencillamente, hay que despertar.
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