“Pa´ qué zapatos si no hay casa”: El guion de La vendedora de rosas

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En la Feria del libro de Bogotá se hizo ayer el lanzamiento del guion cinematográfico de La vendedora de rosas, una película extraordinaria desde sus orígenes y que todavía tiene mucho que decirnos.

Con permiso de Heráclito, la verdad es que así como nadie se baña dos veces en el mismo río, tampoco nadie ve dos veces la misma película. Nuestra memoria es una corriente que arrastra para siempre unos recuerdos, mientras retiene firmemente otros, donde se quedan anidando en la nostalgia y en todo lo que una película memorable representó para nosotros esa primera vez que la vimos. Por eso da tanto temor volver a ver, años después, una película que en su momento significó mucho para nosotros, pues está latente el riesgo de la decepción: puede que ya no seamos capaces de encontrar o de reconocer las maravillas que inicialmente vimos, sencillamente porque nuestra alma y nuestros ojos están ya más curtidos y escépticos; es posible que una escena inolvidable sea solo fruto de nuestra imaginación agradecida; cabría incluso la posibilidad de preguntarnos qué tan pueril era nuestro gusto años atrás. Por supuesto que lo opuesto también puede ocurrir: descubrir que sigue intacta la magia que envolvía a ese filme o que –mejor aún- nuestros ojos detectan nuevos motivos para el asombro que habían pasado inadvertidos en la primera ocasión que lo observamos.

A tales riesgos me enfrentaba yo a finales del 2012 cuando, tras muchos años de intervalo, volví a ver La vendedora de rosas a propósito de una serie de conversaciones públicas que sostuve con Víctor Gaviria que sirvieron de introducción a una retrospectiva completa de su obra organizada por la Universidad EAFIT. La vendedora de rosas me había causado un enorme impacto, quizá mayor que el de Rodrigo D., por reflejar un mundo más cercano, más a la mano del transeúnte desprevenido y por eso no quería poner a prueba mis recuerdos.

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Por fortuna tras verla otra vez se confirmaron sus bondades: la película que vi creció enormemente a mis ojos y pude admirar a cabalidad su estructurada puesta en escena que concentra toda la acción en un lapso breve, con unos protagonistas maravillosos que parecen saber con exactitud casi profesional en que momento la acción pasa de uno a otro (recordemos que se trata de un filme con personajes que se auto representan); me asombré ante la capacidad de Víctor de obtener poesía y sensibilidad donde otros solo ven rechazo, exclusión y miedo, y pude detenerme ante algunos elementos simbólicos claros que había ignorado cuando la vi en su temporada de estreno. Ahora La vendedora de rosas adquiría una solidez que yo no había sabido ver, impresionado quizá por la contundencia de sus imágenes llenas de abandono, calle y soledad. No había visto dos veces la misma película, sin duda.

Traigo esto a cuento pues a esas imágenes contundentes regreso de nuevo, ayudado ahora por las palabras del guion cinematográfico de La vendedora de rosas, publicado por el Fondo Editorial de la Universidad EAFIT y la Corporación Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia, luego de habernos entregado previamente el guion de Confesión a Laura. Los que piensen, no sin algo de razón, que un guion articulado y estructurado de una película de las características de esta -donde la improvisación permanente de los actores naturales que la protagonizan es uno de sus principales valores- es casi un imposible, se encontrarán con la sorpresa hallar un documento tan detallado y valioso. Que lo encuentren ahí no quiere decir, obviamente, que haya sido escrito de manera convencional, sino respondiendo a las peculiaridades que implica mutar un texto a medida que surgen vivencias que lo van enriqueciendo y convirtiendo en algo lo más trasparente y cercano a la realidad, que es a lo que Víctor aspiraba. Para él el guion no es una camisa de fuerza, es una promesa: “Un guion es una carta de intenciones de viaje que no son el viaje mismo con los paisajes verdaderos”, nos cuenta Víctor en una entrevista para la revista Kinetoscopio No. 77. Los lectores de este libro tienen además el privilegio de poder enterarse de la mano de sus autores –Gaviria, Diana Ospina y Carlos Henao- de cómo fue el largo e interesante proceso creativo, en realidad una aventura vital, que ayudó a gestar este relato.

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Una larga y jugosa entrevista realizada por el crítico Pedro Adrián Zuluaga a ellos tres –y publicada en este libro- da pistas sobre la construcción poco ortodoxa de una narración que tuvo como punto de partida un cuento del danés Hans Christian Andersen, La vendedora de cerillas, para devenir después en una sinopsis escrita por Víctor Gaviria en la que tuvo mucho que ver las palabras de una joven que él conoció en un internado, llamada Mónica Rodríguez quien le compartió muchas de sus desventuras en la calle. La idea inicial era presentar una propuesta al canal Teleantioquia para hacer un cuento navideño, pero luego las expectativas fueron otras, más ambiciosas.

El proyecto se tornó en una creación colectiva que involucró una juiciosa investigación de campo y la participación activa de los protagonistas que fueron apareciendo o siendo encontrados, un puñado de jóvenes que fueron aportando, a través de entrevistas, sus propias vivencias para ir enriqueciendo un relato que crecía gracias a sus anécdotas, apuntes, sugerencias y datos espontáneos, y que incluso se iba modelando en la medida en la que el guion se iba adaptando a la fisionomía, a las características de los personajes y a sus propias búsquedas afectivas, facilitadas y filtradas por el consumo del sacol. “La niña de Andersen y estas niñas estaban buscando ese camino de los afectos; en un caso se daba a través de la magia, pero nosotros estábamos tratando de escribir un guion realista, en donde la droga producía las alucinaciones, no eran una fantasía”, puntualiza Víctor.

Víctor con el libro en sus manos...

Víctor con el libro en sus manos…

El guion se adaptaba al personaje y no al revés, pero tratando de conservar una estructura dramática coherente y manejable (“una dramaturgia de la vida cotidiana” como la llama Carlos Henao) que impidiera que se salieran de control la multiplicidad de historias de las que hicieron acopio. Hasta que un día hubo que ponerle punto final, cerrarlo para tener algo concreto, o por lo menos una guía a que aferrarse para no divagar. “El guion es el borrador de la puesta en escena; nunca fue un guion que primero se escribió y luego se filmó”, le aclara Henao a Pedro Zuluaga.

Ante nosotros está ese guion, la película, las palabras de los guionistas, el relato de las experiencias de los niños que inspiraron a los personajes y las reflexiones de Víctor Gaviria sobre su filme. Todo –con excepción de la película en sí- está en este libro cuya lectura sirve de admirable lección de cinematografía, pero -ante todo- de testimonio de una manera de entender el cine y la vida que en Víctor Gaviria se convierten en una sola cosa, en un mismo sentimiento entre cálido y trágico, entre tierno y amargo, entre luz y sombra. Víctor da visibilidad a unos seres que han vivido entre la oscuridad de nuestro abandono y lo hace llenándolos de luz, haciendo que la luz del cine los haga relucir y brillar, así sea efímeramente. Qué esos jóvenes se hayan visto en la pantalla, qué se hayan sentido útiles y parte integral de algo casi qué da justificación a sus vidas, recuerdo que me decía Víctor. En este libro está ese credo.

Publicado en el suplemento “Generación” del periódico El Colombiano (Medellín, 28/04/13). Págs. 10-11
©El Colombiano, 2013

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