Amores materialistas, de Celine Song

Lucy (Dakota Johnson) se gana la vida fabricando promesas: es una casamentera que conecta a solitarios neoyorquinos que buscan, más que compañía, un ideal calibrado en cifras. Ingresos, estatura, aficiones, edad, etnia: todo debe encajar para que la ecuación afectiva produzca un rendimiento aceptable. En su doble papel de casamentera y terapeuta accidental, Lucy parece dominar ese lenguaje donde el amor es apenas una variable prescindible. Su pasado con John (Chris Evans), actor del circuito off Broadway condenado a servir como mesero para sobrevivir, le enseñó que la pobreza es el desamor definitivo; por eso se prometió que su próximo vínculo sería una sociedad muy rentable. Entonces aparece Harry (Pedro Pascal), un “unicornio” en el lenguaje de su negocio: tan perfecto que parece ficticio, tan deseable que valida su apuesta por un mundo donde sentirse deseada equivale a convertirse en un bien de lujo. Así, su idea de pareja se reduce a una sociedad de mutuo beneficio: yo te hago sentir indispensable, tú me haces sentir valiosa.

En Amores materialistas (Materialists, 2025), la directora y guionista coreana Celine Song toma los códigos de la comedia romántica hollywoodense —luces suaves, apartamentos impecables, cuerpos diseñados para gustar— y los usa como disfraz. Bajo esa superficie brillante late una observación amarga: cuando se mide, el amor se evapora. Durante buena parte del filme, la palabra ni siquiera se pronuncia, como si invocarla fuera una indecencia en un universo obsesionado con lo tasable. Song, que en Vidas pasadas (Past Lives, 2023) había explorado las fuerzas invisibles que nos unen, ahora descompone el artificio con la misma precisión con la que sus personajes tasan sus expectativas.

Sin embargo, el trabajo de Lucy, pese al cálculo, dista de ser perfecto. Puede trazar gráficas mentales, estimar probabilidades y leer con precisión las inseguridades de sus clientes, pero no puede olvidar que está tratando con seres humanos falibles, no con acciones del mercado bursátil. Y en ese terreno, el margen de incertidumbre es tan impredecible como devastador. Una clienta en particular, obsesionada con encontrar en otro lo que no tolera en sí misma, se convierte en su espejo deformante: cada cita fallida, cada expectativa frustrada, desestabiliza la fe que Lucy ha depositado en su propio método. Por primera vez, su talento para unir piezas incompatibles parece traicionarla, y la pregunta que siempre había evitado emerge con la fuerza de una revelación: ¿Qué es exactamente lo que vende? ¿La promesa de un afecto genuino o la ilusión lustrosamente empacada de que todo, incluso el amor, puede controlarse si se paga el precio correcto?

La directora siembra grietas adicionales en el espectáculo hecho en Hollywood por A24 para ella: silencios prolongados, gestos y sonrisas calculadas, una música que siempre está al acecho. Johnson encarna a Lucy como alguien que administra emociones ajenas mientras posterga las suyas; Pascal ofrece un Harry cuya perfección roza lo inverosímil, precisamente porque así debe hacerlo. Nada en ellos es caricatura. Song no juzga a sus personajes: los observa con la distancia del entomólogo y la ternura del cómplice. Porque Amores materialistas no denuncia, sino que revela: en este trueque emocional hay algo que nos pertenece, y reconocerlo produce dolor. Por eso mismo entendemos que Lucy no es una villana: es apenas el síntoma de un sistema que confunde deseo con adquisición, afecto con rendimiento.

La película termina sin resolver la ecuación, porque no hay manera de equilibrarla. Lo intangible reclama su precio y no se paga en dólares: se paga en pérdida. Pérdida de inocencia, de certeza, de esa absurda pero necesaria fe en que alguien puede elegirnos no por lo que valemos como mercancía, sino porque sí, porque obraron fuerzas que no conocen de razones. Celine Song convierte esa intuición en un espejo incómodo: nos muestra comprando y vendiendo afectos, convencidos de que el amor es una transacción, hasta que recordamos —quizá demasiado tarde— que lo único que no se puede contabilizar es lo único que en realidad importa.

Lindo texto, gracias