La vida en los Campos Elíseos: Un tranvía llamado deseo, de Elia Kazan
Ya no hierve la sangre,
sólo el deseo.
-Harold Alvarado Tenorio
Un pequeño apartamento de dos habitaciones en el barrio francés de Nueva Orleans, sobre la calle de los Campos Elíseos, es el epicentro de un terremoto dramático de una intensidad inimaginada y de unas consecuencias difíciles de prever. Ahí confluyen varias fuerzas poderosas: la violencia, la locura y el deseo, cada una tratando de imponerse sobre la otra, en un pulso tan potente como aleatorio, donde la convivencia entre las tres se hace casi imposible, de lo excluyentes que son. Stanley Kowalski representa las erupciones de la violencia machista ciega que defiende sus prerrogativas atávicas, Blanche DuBois –su cuñada- es la locura, la psicosis manipuladora disfrazada de amable hipocresía, y Stella DuBois –la esposa de Stanley y hermana de Blanche- es la pasión generada por el deseo sexual. Su esposo la golpea, pero el placer que él le produce la hace entrar en un trance que todo lo perdona, que la hace incomprensiblemente sumisa si no entendiéramos el tamaño de su ardor.
Un tranvía llamado deseo (A Streetcar Named Desire, 1951), es un pugilato que tiene lugar en un cuadrilátero aparentemente minúsculo como es el apartamento que mencioné, pero que gracias a una puesta en escena que quiere desligarse visualmente del origen teatral de este drama, parece agrandarse y volverse laberíntico para nosotros. La cámara lo aborda desde todos los ángulos posibles, multiplicando o dividiendo sus dimensiones, agrandando sus atiborrados espacios, en ocasiones empequeñeciéndolo, confundiendo así nuestra orientación espacial. El director Elia Kazan quería que la experiencia de ver en la pantalla una adaptación de Un tranvía llamado deseo –pese a apegarse al libreto teatral- fuera cinematográfica y por eso ese apartamento en un primer piso se hace incomprensiblemente intrincado.
Esa confusión que nos genera es la propicia para sazonar la crispación que se vive ahí, traída por Blanche, que ha llegado donde su hermana a alojarse tras salir de Auriol, Mississippi, donde trabajaba como profesora de inglés. Epítome de la southern belle venida a menos, es una mujer demandante, que disfraza sus intenciones con una falsa sensibilidad y una elegancia decadente que no logra disimular su ruina. Blanche (interpretada por Vivien Leigh) sabe cómo manipular a su hermana Stella (Kim Hunter) y prácticamente a todos a su alrededor con sus aires aristocráticos, pero jamás había encontrado un contendor como Stanley Kowalski (Marlon Brando), un joven veterano de la Segunda Guerra Mundial que no se traga el anzuelo que ella arroja. Solo con verla entendió que debía desconfiar de ella y su intuición no le falló.
La película es una lucha de poderes: Blanche quiere refundar su quimérico reino perdido aprovechándose de la candidez su hermana, pero no puede evitar arrastrar un grillete al que van unidos pesadamente misterios, mentiras y actitudes patológicas; mientras Kowalski quiere recuperar su hogar junto a Stella y derrumbar el mito de su cuñada falsamente caída en desgracia. ¿Y Stella? Ella –a la que ambos quieren de su lado- actúa como un árbitro entre los dos, mientras recibe golpes bajos de cada uno. Desea complacer a su hermana y es incapaz de resistirse a la masculinidad de su esposo, que reclama a gritos su presencia. Ambos se aprovechan de su aparente flaqueza de espíritu, que no es otra cosa que el reflejo de la pureza de sus intenciones fraternas y de la debilidad inducida por un incontenible deseo. “Estás hablando de deseo, solo de deseo brutal. El nombre de ese tranvía destartalado que recorre el barrio. Sube por una callejuela y baja por la otra” –le dice Blanche a su hermana. “¿Alguna vez subiste a ese tranvía?” –le responde Stella. Al respecto explicaba Elia Kazan: “El acto sexual contiene también a la vez atracción y rencor. Las relaciones amorosas tal como yo las veo, son a menudo una careta para diversas clases de aspectos psicológicos; brutalidad, intimidación, adulación. Lo difícil en la vida, no es cuando se quiere a alguien, sino cuando los dos sentimientos coexisten” (1).
A ese triángulo se suma otro personaje, Mitch (Karl Malden), un compañero de trabajo de Stanley y antiguo camarada de armas, que se prenda de Blanche. Este personaje está ahí para que la veamos en acción, para que seamos testigos de su capacidad de hipocresía y manipulación. Con su pasado trágico, con sus penurias románticas y con su inveterada soledad afectiva, Blanche genera la compasión y el surgimiento del sentimiento romántico de Mitch. Nadie como ella para “mejorar” la realidad, para embellecerla, para llenarla de “magia”. Pero Stanley Kowalski está ahí para detenerla.
La teatralidad de la conducta de Blanche es la que requería el texto dramático original de Tennessee Williams para no parecer impostado en la adaptación al cine que él mismo hizo. Por los otros tres personajes no había que preocuparse: la violencia de sus actos y palabras, sus ataques o sus actos de defensa no necesitaban moderación alguna: son tan agitados en las tablas como en la pantalla. Comparando, como hice al principio, esta película con una pelea de boxeo, hay varios rounds en ella, casi todos con Stanley como uno de los dos peleadores: se enfrenta a Stella, a Blanche, a ambas, a Mitch, a todos sus compañeros de póker. Sin embargo, hay un combate de enorme intensidad emocional entre Blanche y Mitch, uno que no requirió de golpes para causar dolor. Se trataba de dejar caer al suelo la máscara y mostrar por fin el rostro real después de tanta falsedad. Cuando una persona alucinada revela un lado lúcido genera más temor: en realidad siempre ha estado consciente de que nos ha estado engañando. Es más peligrosa de lo que suponíamos.
Un tranvía llamado deseo es un filme excepcionalmente brillante. El nivel dramático que se alcanzó acá no tiene parangón: pocas veces el cine ha mostrado reacciones humanas de semejante intensidad. Hay algo brutal, loco, desesperado, frenético, y obsesivo en cada uno de esos personajes que Brando, Vivien Leigh, Kim Hunter y Karl Malden nos presentaron. No son perfectos, cada uno padece sus propios dolores, pero en su falibilidad se nos presentan dotados de una humanidad que nos abochorna. Esta película es un momento cumbre del cine norteamericano y anunciaba tempranamente el vendaval que representaría Marlon Brando para este arte. Era mejor irse preparando.
Kazan conocía el texto teatral de memoria: él fue el director de Un tranvía llamado deseo en Broadway en su temporada de estreno en Broadway en 1947 –la obra duró más de dos años en cartelera- y supo traducirlo al cine mediante recursos fílmicos genuinos. En la adaptación al cine Brando, Hunter y Malden repitieron los roles que habían hecho originalmente en las tablas neoyorquinas, solo Jessica Tandy fue la única que no estuvo en la versión fílmica: su excepcional Blanche sería representada por una actriz de mayor recorrido y nombre en el cine: Vivien Leigh, que ya la había encarnado en las tablas londinenses en una versión dirigida por su esposo, Laurence Olivier. Décadas después Karl Malden reflexionaba sobre los motivos del cambio de la protagonista: “Si Jessica la hubiera interpretado, yo no habría estado en la película, ni tampoco Kim Hunter. Porque Jessica no era una estrella, como tampoco lo era Brando. Pero Vivien -que después de Lo que el viento se llevó era la cosa más grande que alguna vez viste- nos podía llevar a todos” (2).
Brando en su autobiografía, Las canciones que mi madre me enseñó también se refiere a la designación de Vivien Leigh para ese rol, haciendo unas revelaciones muy francas: “Siempre pensé que había sido una elección perfecta. En muchos sentidos era Blanche. Era increíblemente hermosa, una de las grandes bellezas de la pantalla, pero también era vulnerable, y su vida se parecía mucho a la de la mariposa herida de Tennessee. Guardaba semejanza con la de Blanche en varios aspectos, sobre todo cuando su mente empezó a decaer y la noción de sí misma se volvió vaga. Al igual que Blanche, se acostaba casi con todo el mundo y se estaba desintegrando mentalmente y desgastándose físicamente” (3). La actriz sufría un trastorno maníaco depresivo que este rol ayudó a exacerbar y que empeoraría a lo largo de la década, coincidiendo con su declive profesional.
Los derechos para la adaptación los había adquirido un agente y productor independiente, Charles Feldman, que le ofreció a la Warner el proyecto para su distribución. Ni Elia Kazan ni ninguno de los actores protagónicos pertenecía a la nómina del estudio: todos fueron vinculados de manera independiente, algo absolutamente inusual dentro del studio system reinante. Rodada entre el verano y el otoño de 1950, Un tranvía llamado deseo tuvo que luchar contra la censura, que estaba dispuesta a impedir insinuaciones homosexuales, de violación y de aquiescencia con la brutalidad marital, todo lo cual fue fuertemente debatido y explicado por Kazan, que incluso amenazó con retirarse del proyecto si esas objeciones se mantenían. Al final los temas complejos se mantuvieron, aunque abordados de una forma sugerida. “Para resumir, la película fue hecha con una ambigüedad cuidadosa y auto consciente” (4), explicaba el biógrafo de Kazan, Richard Schickel. De todos modos, el público que había disfrutado la obra de teatro unos años antes supo leer entre líneas y captar el manejo que se le dio en el cine a los tópicos más complejos del drama. Solo en 1993 se pudo ver una versión completa, con todas las líneas de diálogo originalmente suprimidas por la censura.
La película debutó en el Festival de Cine de Venecia en septiembre de 1951, donde Kazan ganó el Premio Especial del Jurado “por haber producido una obra de teatro en la pantalla, interpretando poéticamente la humanidad de los personajes, gracias a una dirección magistral”. Vivien Leigh ganó la Copa Volpi a la mejor actriz. El debut neoyorquino del filme fue el 19 de septiembre de 1951. Para los premios de la Academia de Hollywood del año siguiente, Un tranvía llamado deseo obtuvo doce nominaciones y ganó cuatro premios Oscar: tres para sus actores: Leigh, Hunter y Malden, y uno para la escenografía en blanco y negro. Sería la primera nominación al Óscar para Brando, que perdió en esa ocasión con Humphrey Bogart.
“Un tranvía llamado deseo es la mejor obra de arte de toda mi vida”, escribe Woody Allen en su autobiografía Apropos of Nothing (5). Su opinión es compartida con muchísimos espectadores que desde su estreno y a lo largo de las décadas han visto en este filme la adaptación perfecta de una obra teatral y quizá el reparto coral más bien confeccionado que el cine recuerde. La película siempre ha dependido de la amabilidad de los extraños. Se la merece.
Referencias:
1. Michel Ciment, Elia Kazan por Elia Kazan, Madrid, Editorial Fundamentos, [sin año], p. 116
2. Richard Schickel, Elia Kazan: A Biography, Nueva York, Harper Collins, 2005, p. 211
3. Marlon Brando, Las canciones que mi madre me enseñó, Barcelona, Editorial Anagrama, Barcelona, 2000. Pág. 156
4. Richard Schickel, Op Cit., p. 213
5. Woody Allen, Apropos of Nothing, Nueva York, Arcade Publishing, 2020, p. 238
©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.