Mutuamente cautivados: El silencio del mar, de Jean-Pierre Melville
“El silencio se prolongaba. Era cada vez más espeso, como la niebla de la mañana. Espeso e inmóvil.”
-Vercors, El silencio del mar
1. El libro
Resistir. Resistirse. Persistir en un propósito personal -simbólico y arriesgado- que demuestre la solidez de la voluntad frente a lo adverso, frente a la maldad y al dolor. El relato que circuló clandestinamente en Francia en 1942 publicado por Éditions de Minuit y repartido por mensajeros en bicicleta era, en últimas, una metáfora que invitaba a callar para soportar. Era El silencio del mar y estaba escrito por un nombre enigmático, Vercors, pero enterarse del autor real era secundario en esos momentos dolorosos. La Francia ocupada por los nazis necesitaba banderas y bálsamos, y ese pequeño libro transmitía fe: no había que tomar las armas para enfrentar al enemigo. Era posible hacerle frente callando, negándole al ejército invasor una palabra, una mirada, cualquier gesto; negándole una humanidad cuya presencia –por más insensible que ellos fueran- tenían que echar de menos.
Eso hacen los protagonistas del texto. Un anciano y su sobrina deben alojar obligadamente a un oficial nazi en su hogar, y lo enfrentan ignorándolo, haciendo oídos sordos a su voz, a sus palabras, a sus expresiones de cortesía. Para ellos no existe, para el pueblo francés los nazis no existían, no tenían por qué hacerlo desde el idealismo que Vercors planteaba. El mensaje simple del libro lo convertiría en pieza clave de la resistencia, en Biblia, en manual de supervivencia.
Uno de los lectores de El silencio del mar fue un soldado francés apostado en Londres con De Gaulle. Se llamaba Jean Pierre Grumbach y leyó el libro en una versión en inglés, titulada Put out the Light. Tras concluirlo, toma la decisión de convertirlo en su primera película. Después de la guerra se entregó a la vocación de cineasta que había proclamado desde la edad de seis años, cuando le regalan una cámara Pathé-Baby. Al volver a París, Grumbach, que era judío, cambió su apellido a Melville, como homenaje y símbolo de admiración hacia las obras de Herman Melville, cuyos relatos leyó durante la guerra.
2. El cineasta y el rodaje
Nacía Jean-Pierre Melville, y con él una compañía productora propia, Melville Productions, de nombre en inglés para que no queden dudas de sus intenciones de lanzarse al mercado internacional. Pese a la inexperiencia absoluta de su gestor, en 1946 rueda un cortometraje, 24 horas en la vida de un payaso, que fue exhibido con éxito en algunos cineclubes. Viene ahora la lucha por adaptar El silencio del mar, cuyos derechos no poseía. Vercors (seudónimo del ilustrador Jean Bruller) se negaba a que su historia fuera llevada a la pantalla. Para convencerlo, Melville lo visita a su casa y hace un trato con él. Acuerdan en mostrar su película a miembros de la resistencia y destruir el negativo si a la mayoría no le gusta el resultado. Vercors acepta e incluso le presta, para hacer el rodaje, la casa en la que escribió la historia en Villiers-sur-Morin.
Melville no logra obtener autorización de la recientemente organizada CNC (Centre National de la cinématographie), que le niega la tarjeta laboral de cineasta, y entonces decide rodar fuera de los límites convencionales de la industria francesa, casi en la clandestinidad, adquiriendo la película de celuloide en el mercado negro. Solo contó con un presupuesto de nueve millones de francos viejos, equivalente a unos 18.000 dólares, la décima parte de lo que costaba hacer una película en Francia en esos momentos.
Dos de sus protagonistas jamás habían actuado antes: Jean-Marie Robain fue un compañero de armas de Melville durante la guerra y Nicole Stéphane es una amiga de la familia del neófito realizador. Al actor suizo Howard Vernon lo ha visto actuar en una película y un día se lo encuentra en el metro, lo aborda y le deja su tarjeta de cineasta. Sorprendido por el atrevimiento de este desconocido, Vernon lo llama, se citan y Melville lo convence de actuar en su filme. Serán 27 días de rodaje que se extenderían –sin embargo- entre los meses de agosto a diciembre de 1947, pues solo podía rodar cuando conseguía dinero y película, sin importar si el tipo de celuloide no era el mismo.
Tras concluirla, Melville y el director de fotografía, Henri Decaë hacen el montaje de los copiones de 35mm en una habitación de un hotel, proyectados en una pared cubierta con una sábana. Tras ponerle música original (que costó tanto como hacer la película), Melville cumple su promesa de exhibirla ante Vercors y 24 miembros de la resistencia escogidos por el escritor el 29 de noviembre de 1948. El silencio del mar es acogida con júbilo, y Vercors acepta otorgarle los derechos por un valor mínimo. Una semana después, Melville firma una acuerdo con Pierre Braunberger y su empresa Cinema du Panteón para distribuir El silencio del mar. Este productor va a prestarle a Melville el dinero para acabar la mezcla del filme, y para conseguir, gracias a su influencia, la licencia de exhibición otorgada por el CNC. La cinta se exhibe comercialmente en Francia el 22 de abril de 1949. Más de 1.300.000 espectadores van a verla durante su exhibición.
3. las imágenes
Pese a algunas libertades, Melville debió adosarse con fidelidad al texto, pues Vercors supervisó de cerca la adaptación. La película es entonces la traducción a imágenes de las palabras del libro, convertidas en voz en off y en soliloquio. Lo que se obtuvo fue un filme narrativamente riguroso y exigente, pero dotado de una gran sensibilidad. Es riguroso y exigente porque prácticamente todo está narrado desde la perspectiva de los pensamientos, las descripciones y los recuerdos de un anciano francés. No hay diálogos, sino palabras y frases sueltas entre él y su sobrina. Incluso ambos personajes están innominados. A ellos les obligan a alojar en su casa rural a un oficial alemán y lo que escuchamos entonces son los monólogos que éste entabla con ellos buscando conversación, para encontrar solo su silencio absoluto y una total indiferencia ante su indeseada e incómoda presencia.
El alemán, el teniente Werner von Ebrennac (interpretado por Howard Vernon), resulta ser un huésped no solo discreto, sino respetuoso. Quiere ganarse el aprecio de quienes obligadamente lo han alojado y lo hace hablándoles cada noche. Es un músico y compositor, un idealista francófilo que supone posible una alianza mutuamente beneficiosa entre Alemania y Francia. De eso les habla en cada velada, mientras el hombre y su sobrina le hacen sentir que es invisible o que le está hablando a un par de sordos. Pero no es así.
Tras seis meses de convivencia continua, las palabras y la actitud de von Ebrennac tienen eco en sus anfitriones, así ellos no se lo demuestren o pretendan negarlo. A lo que Vercors aspiraba al escribir El silencio del mar era a señalar la utilidad del silencio como afirmación de la dignidad del pueblo francés y a su vez como herramienta de anulación del invasor, lo que terminaba por minarlo interiormente al negarle su existencia. Pero también –y este ángulo le generó polémica al autor- a reconocer que entre los enemigos alemanes había personas merecedoras de aprecio. El anciano y su sobrina (Nicole Stéphane) no solo se acostumbraron a su presencia, se sintieron atraídos por su sensibilidad artística, por su cultura y sus buenas maneras. Las manos de la joven, su nerviosismo, su mirada profunda la delatan tanto como el dibujo de la mantilla que tiene sobre sus hombros el último día que ve al oficial.
Werner von Ebrennac sedujo con sus palabras a sus hospederos, a los que transmite también su desazón frente a las verdaderas intenciones nazis, que él no había querido ver, engañado por su propio idealismo. Eso generó en ellos una compasión que no sabían bien cómo administrar, pero que fue imposible de ocultar. Con sus miradas, con sus escasas palabras le restauraron su humanidad y eso para él lo fue todo. La bestia del cuento se convirtió en príncipe otra vez, gracias a un gesto de genuino interés: alguien lo vio como un igual, no como un monstruo. Fue suficiente.
La película como tal empieza titubeante: es difícil creer que Jean-Marie Robain interprete a sus 36 años a un anciano, así porte una peluca y un bigote blancos. Además hay cierto estatismo en la puesta en escena, pero es admirable como al adentrarnos en la narración sintamos superadas esas carencias y nos dejemos convencer por la intensidad emocional de un relato construido sobre la voluntaria falta de interacción entre los personajes. Hay una tensión permanente y creciente entre la actitud abierta del alemán y la negativa de la pareja francesa a prestarle atención. Pero si el oír es involuntario y el escuchar depende de la voluntad, hubo un momento en que tío y sobrina dejaron de simplemente oírlo y empezaron a escucharlo. Y esas palabras y esa presencia resonaron en sus conciencias: ese hombre parecía darles esperanza con su voz y su discurso conciliador. Cuando se fue a París unos días y regresó en silencio extrañaron sus visitas vespertinas y su diálogo, y por eso lamentaron tanto lo que él tenía para decirles como digna despedida.
En esa escena final la superposición de primeros planos y las miradas de la joven crean un suspenso psicológico que es de elogiar. La cámara de Henri Decaë –también haciendo su primera película- estuvo al servicio de una historia que necesitaba de un excepcional manejo de la luz sobre los rostros, para con las sombras lograr un efecto tan perturbador como el que se consiguió aquí. Es cierto que al principio del filme se demoniza al invasor –su llegada nocturna y las sombras que proyecta su rostro y su cuerpo al ser iluminados desde abajo le dan un halo de vampiro expresionista- pero a medida que pasan las jornadas se hace justicia visual con un personaje sorprendentemente digno al que puede obsequiársele con la mirada atenta de una mujer como la joven sobrina de esta historia, cautivada por el poder de la palabra y de las buenas intenciones.
4. Un filme sin compromisos
El silencio del mar se rodó cuando el cine francés hacía de la resistencia un tema recurrente, como lo demuestran largometrajes emblemáticos como Jéricho (1946) de Henri Calef o Le père tranquille (1946) y La Bataille du rail (1946), ambas de René Clément. Esas películas no tenían fisuras en su idealismo maniqueo: mostraban un país unido valientemente para resistir al enemigo alemán. Era prácticamente una mitología: no había en ese momento espacio para colaboracionistas, ni para ambigüedades morales, ni para mostrar a algún “buen alemán”. En su filme, Melville mostró a un enemigo digno de aprecio, y no solo eso: fue capaz de plasmar la compasión hacia el invasor en los ojos y en las actitudes de tío y sobrina.
No había sobre este joven autor sombra alguna de duda: era una voz nueva y a diferencia de Clouzot, Guitry o Carné no había hecho cine bajo el régimen de Vichy. Además era judío, por si acaso alguien no lo tenía claro. Tampoco podían atribuírsele los vicios de la “tradición de calidad” del cine francés personificada por los guionistas Jean Aurenche y Pierre Bost. Aquí no hubo altos valores de producción o grandes estrellas recitando textos clásicos en una atmósfera estilizada. El silencio del mar fue –en su parquedad y en su sublimación formal de la realidad- un singular debut que anunciaba los cambios por llegar al cine francés menos de una década más tarde.
5. Fin
“Adiós”, le dice ella mirándolo.
Y en sus labios esa única palabra no sonó como una despedida, sino como una aceptación justa.
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