April, de Dea Kulumbegashvili

Hay una línea conductora que une a Beginning (Dasatskisi, 2020) y a April (2024), los dos primeros largometrajes de la directora georgiana Dea Kulumbegashvili, más allá de lo formal (el formato académico, los largos planos fijos, el uso constante del fuera de campo). Lo que conecta profundamente ambas películas es el retrato de sus protagonistas femeninas —Yana y Nina, interpretadas ambas por la actirz Ia Sukhitashvili— como figuras de cierto orden social que se convierten en marginales por decisión propia, por no ajustarse a lo que otros esperan de ellas. Es decir, son personajes que se sitúan fuera del centro no por accidente, sino por una elección íntima y silenciosa.

En Beginning, Yana es la esposa del líder de una comunidad de Testigos de Jehová en Georgia. En April, Nina es una ginecobstetra que trabaja en una zona rural de esa misma nación, brindando anticonceptivos y practicando abortos en un entorno donde ambas prácticas son mal vistas e incluso criminalizadas. La carga que ambas llevan no es solo individual: se vuelven figuras que incomodan a su entorno, no por lo que hacen, sino por lo que representan. En palabras de uno de los personajes de April, Nina “siempre ha sido irracional”, y esa “irracionalidad” —que en otro contexto sería simplemente autonomía— es la que la lleva al borde del peligro constante, abuso sexual incluido.

Kulumbegashvili ha citado a Chantal Akerman como influencia, y eso es visible en el uso del tiempo cinematográfico y en el abordaje de la opresión femenina desde un lenguaje visual austero. Pero más allá de la forma, hay un sustrato político evidente: tanto en Beginning como en April asistimos al enfrentamiento contra una estructura social sostenida por el conservadurismo y el poder de la Iglesia Ortodoxa, que en Georgia no solo desprecia a los Testigos de Jehová, sino que también impone un orden patriarcal en el que el aborto y el embarazo fuera del matrimonio son considerados delitos morales: el aborto es técnicamente legal en ese país hasta las doce semanas de gestación, pero el partido gobernante sigue introduciendo restricciones que impiden su acceso a las personas más vulnerables.

En una entrevista concedida a la revista Sight and Sound (abril de 2025), la directora explicaba que en muchas regiones rurales de su país “ni siquiera se trata del consentimiento, sino de la imposibilidad de estar embarazada fuera del matrimonio”. Recordaba que su madre quedó embarazada a los 16 años, sin haberlo deseado, simplemente porque era ilegal abortar. En su caso, el apoyo de su familia marcó la diferencia. Pero no todas las mujeres corren con esa suerte. En April, la vida de Nina gira en torno a los servicios esenciales que presta. Pero lo que debería ser una labor sanitaria se convierte en una actividad clandestina. La comunidad la ve como una figura incómoda, no por negligencia o por falta de ética médica, sino porque carga con los pecados de los demás: el abuso, los embarazos forzados, la violencia estructural. Nina encarna lo que la sociedad rechaza pero secretamente necesita. Es una suerte de “aspiradora de pecados”, traducido eso en la presencia de una figura monstruosa inspirada en la obra de Francis Bacon, que absorbe la oscuridad de su entorno. Es sin duda una figura tan perturbadora como recurrente, que es a su vez la imagen que exteriormente ella proyecta a los ojos ajenos.

Visualmente, la película refuerza la sensación de desequilibrio de Nina: el cuadro tiembla, se mece como si estuviera sobre un barco, lo que transmite la inestabilidad emocional de la protagonista, sus titubeos, su ansiedad. En este espacio donde el tiempo fílmico parece fundirse con el de la vida real, asistimos a un parto, una cesárea, un aborto, y al mismo tiempo al desarrollo de una tormenta en los cielos. La dimensión corporal y la naturaleza comparten un ritmo propio que se impone, que avanza más allá de la voluntad de los personajes y de las expectativas rígidas de los espectadores acostumbrados al vértigo visual, al montaje instantáneo de Hollywood.

April no es una película con tesis, sino tensa. No idealiza a Nina ni la convierte en heroína. La observa, la sigue, la acompaña en su intento de actuar según sus principios, aun sabiendo que eso la llevará, probablemente, al aislamiento. Lo que plantea Kulumbegashvili no es una historia de redención ni de triunfo personal, sino un retrato contenido sobre los riesgos que implica ser una mujer fiel a sí misma en un contexto que castiga cualquier intento de autodeterminación.
