Érase una vez…: La chica de la aguja, de Magnus von Horn

Los cuentos de hadas clásicos de origen europeo como los de Hans Christian Andersen o de los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, vistos y analizados con una perspectiva adulta, desprovista de fantasía, son relatos donde predomina la violencia, el miedo, el aislamiento, la superstición y la ambigüedad moral, hundiendo sus raíces en los relatos folclóricos de terror germánico o escandinavo. El director sueco Magnus von Horn ha hecho con La chica de la aguja (Pigen med nålen, 2024) un cuento de hadas con los mismos elementos oscuros que subyacen a los relatos clásicos, pero esta vez basado en hechos reales que ocurrieron en Copenhague entre 1915 y 1920, protagonizados por una malvada mujer, Dagmar Overbye, que demuestra que las brujas y las madrastras de mal corazón no están circunscritas a la literatura. Sin embargo, el director von Horn y su coguionista Line Langebek Knudsen, decidieron que en su película, la protagonista iba a ser otra mujer, cuyas desventuras vitales van a terminar acercándola a Dagmar. Esa mujer se llama Karoline (interpretada por la actriz danesa Victoria “Vic” Carmen Sonne), es costurera en una fábrica y habita la empobrecida Dinamarca de las postrimerías de la Primera Guerra Mundial.

Rodada en un suntuoso blanco y negro, y en formato académico, La chica de la aguja es, formal y narrativamente, un filme expresionista. Su relato bebe del cine alemán de Fritz Lang, Murnau o Wiene en esa descripción exagerada y opresiva de una realidad a la vez pesimista y derrotista, en la que la pobreza y la marginación social dan lugar al surgimiento de unos personajes enraizados con la maldad, el vicio o la delincuencia. Lo sobrenatural del Vampyr (1932) del maestro danés Dreyer, reemplazado acá por la desgracia de Diario de una muchacha perdida (Tagebuch einer Verlorenen, 1929) de G.W. Pabst. No hay vampiros, demonios o sonámbulos acá: hay seres sometidos a la exclusión social, al abandono más absoluto. Cuando la película empieza, Karoline va a ser desalojada de la habitación donde vive, para pasar a otra más miserable aún, símbolo del descenso personal al que la veremos sometida y que debe enfrentar sola, pues su marido desapareció en la guerra. Solo su trabajo como operaria de una máquina de coser la mantiene en pie, pero esa mínima labor va terminar condenándola al deshonor y la ignominia, tras una breve e imposible ilusión de una felicidad que era demasiado buena como para ser cierta.

Karoline seguirá cayendo. Cuando parece que ya llegó al fondo, hay algo más abajo todavía. Algo peor, más abyecto. Si bien ella no vivió directamente la Gran Guerra, su conclusión la deja expuesta al horror de la misma, a los despojos humanos que ese conflicto arrojó y que ahora la enfrentan a un freak show doméstico que al principio Karoline rechaza, pero al que después volverá resignada, cuando entienda que no puede aspirar a otra cosa que a la deformidad. Ahí La chica de la aguja se emparenta con La parada de los monstruos (Freaks, 1932) de Tod Browning y a El hombre elefante (The Elephant Man, 1980), de David Lynch. Insisto: no hay Nosferatus en este filme, hay frutos del repudio social, de la marginación absoluta. Y asustan todavía más que si fuesen criaturas del averno, pues somos nosotros mismos los que al rechazarlos, los deshumanizamos. Eso va pesando en el alma de Karoline, hasta que parece inevitable que cruce caminos con alguien como Dagmar Overbye (la danesa Trine Dyrholm), la inocente regente de una dulcería, que parece ser el ángel que va a solucionarle a la joven uno de sus “problemas”. No, no es este un filme sobre el aborto. Tampoco Dagmar vende confites envenenados.

“El mundo es un lugar terrible. Pero necesitamos creer que no es así”, le dice Dagmar a Karoline, como para justificar su accionar: Dagmar se dedica a otro negocio tras la fachada comercial. Uno que aparentemente tiene motivos altruistas, pero que en realidad en sus manos es un crimen atroz que está oculto para todos. Para el golpeado espíritu de Karoline acercarse a Dagmar y ser parte de su negocio de “beneficencia” le ayuda a apaciguar su culpa, a paliar un poco su dolor, a sentirse de nuevo útil experimentando una maternidad subrogada. Como siempre en esta película, todo se vendrá abajo cuando descubra lo que en realidad hace Dagmar tras su aspecto de matrona. Ya en ese momento su mente y su alma hacen “crack” y Karoline queda convertida –así su aspecto exterior no lo denote- en una freak y será entre aquellos excluidos donde encuentre refugio y quizá sosiego, una palabra que la vida le ha negado una y otra vez.

Polvo, suciedad, sudor, goteras, sábanas sucias, oscuridad, frío, mantas raídas, desolación, muerte. Esos son los motivos formales de La chica de la aguja y esos son el reflejo exacto de la situación física y sobre todo mental de sus protagonistas, seres unidos –paradójicamente- por el egoísta “sálvese quien pueda” que heredaron de la pobreza, la ignorancia y la postguerra, y que tratan, en medio de la oscuridad de sus espíritus, de encontrar algo a que aferrarse. Cualquier cosa que les impida morir de tristeza y con el alma en pedazos después de tanto horror.
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