Una víctima voluntaria: La heredera, de William Wyler
He aquí una portentosa historia, narrada utilizando palabras antes que acciones. Palabras pronunciadas con tanta fuerza, pasión, anhelo, odio, crueldad y mentira, que son más efectivas y dolorosas que un golpe, una cachetada o una puñalada. El origen teatral de este relato es evidente en el poderío de sus diálogos inteligentes y punzantes donde nada de lo que se dice sobra; obviamente su génesis en las tablas también se refleja en el confinamiento de los protagonistas a prácticamente un único espacio: la enorme casa del Doctor Austin Sloper, situada frente a plaza Washington, en la Nueva York de mediados del siglo XIX. Eso sin embargo no pesa en este filme: “la emoción y el conflicto entre dos personas en un salón puede ser tan excitante como en un campo de batalla. Posiblemente, más excitante” (1), declaraba el director William Wyler al referirse a La heredera (The Heiress, 1949).
La teatralidad de la puesta en escena de este largometraje está sublimada también por el trabajo de su director de cinematografía, el veterano Leo Tover, que se encargó de hacernos sentir que estamos viendo una película. Sus planos en picado y contrapicado, sus elegantes composiciones visuales, el uso de las sombras y la lluvia, los sutiles y hermosos acercamientos al expresivo rostro de su protagonista femenina, nos ponen en presencia de una cinta cuidadosamente planeada y ejecutada, y que refleja bien el tipo de cine –menos convencional- que se hacía el borde de los años cincuenta. Esto es muy notorio en este filme, pues como está ambientado en el siglo XIX nos remite al cine de los años treinta que reflejó esa época y que está rodado de una forma más clásica. Nuestra memoria cinéfila tiende a creer que todo el cine de Hollywood se hacía igual, sin considerar que a medida que los años pasaban, se introducían elementos formales que enriquecían la experiencia: eso ocurre con La heredera, que además no fue hecha para la MGM sino para Paramount Pictures, producida incluso por el propio William Wyler. Sobre el trabajo fotográfico de esta cinta, leamos lo que Daniel Eagan escribe en el libro America’s Film Legacy: “la técnica de Wyler es sutil y absorbente. Él rueda como escribiría un novelista, usando largas tomas y cortes rápidos para pasajes descriptivos, y luego haciendo primeros planos extensos para las confrontaciones dramáticas. Sostiene estas tomas por un minuto, dos minutos a veces, logrando una realidad emocional que habría sido destruida por el montaje” (2).
La película está protagonizada por un actriz bajo contrato con la Paramount desde 1946, la británica Olivia de Havilland, que interpreta a Catherine, la subyugada hija del Doctor Sloper (el actor Ralph Richardson), un prestigioso y adinerado médico viudo que vive además con su hermana, viuda también. Es la alta sociedad local y Catherine ha recibido la educación reservada para las mujeres de la época: colegio, música, danza y bordado, siendo esta última actividad la única en la que la joven se destaca. La sombra de su madre fallecida la acecha, pues su padre vive comparándolas y lamentando la partida de su esposa, que le dejó a la hija una cuantiosa herencia, que se triplicará a la muerte del Doctor Sloper. Catherine es entonces una heredera. Y por ende una mujer codiciada por los oportunistas, pese a su falta de atributos físicos e intelectuales. Wyler la muestra como una joven ingenua, torpe, de escasas habilidades sociales, lo que permite algunos momentos de humor derivados de esas carencias.
Que Morris Townsend, un apuesto joven que ha llegado de Europa de pasar una temporada, la corteje se antoja sorpresivo y a la vez fascinante para ella. Ese cortejo está descrito con gran detalle, ayudado por la cambiante expresión corporal de una mujer a la que parece que por primera vez le dijeron que era hermosa. Olivia de Havilland está maravillosa en esta caracterización de una mujer tocada de repente por la ilusión romántica. Su galán –interpretado por Montgomery Clift en su tercer rol en el cine- parece además sinceramente interesado en ella, no hay signos externos que nos indiquen que está ahí por interés monetario. Pese a las sospechas crecientes del padre de la joven, buena parte del interés de La heredera consiste en que nosotros como público no sabemos cuales son las reales intenciones de Morris y lo mejor es que queremos creer que es sincero. Por eso estamos tan atento a cada detalle de sus palabras, a un gesto, a un movimiento que lo delate. La ambigüedad de sus motivos es absoluta. Realmente el trabajo de la dirección de actores en esta cinta es de verdad notable.
La heredera no es exactamente un filme sobre la relación entre una mujer y un hombre. Es entre una mujer y dos hombres, pues el padre de Catherine es una figura negativa y castradora, un hombre que no es capaz de ser bondadoso y amoroso con su hija, y que precisamente por eso la lanza en los brazos de un ser que puede estar engañándola (eso no lo voy a revelar aquí) pero que le ofrece amor, un futuro, una esperanza. Hay que ver la expresión de ella cuando, sentada ante un panel de bordado, vuelve a oír su voz tras años de distancia. Hay todo un remolino de sensaciones y anhelos que el rostro de Olivia de Havilland, ganadora de su segundo premio Óscar como mejor actriz por este trabajo, revela. Al final los tres personajes de este relato habrán aprendido lecciones, pero Catherine será la que más habrá crecido, la única que –pese a todo- cambió y triunfó.
La heredera tiene su origen en la novela de Henry James Washington Square, publicada en 1880. Lo esposos Ruth y Augustus Goetz la adaptaron para el teatro en 1947 como The Heiress, con Wendy Harris y Basil Rathbone en los papeles principales durante su temporada en Broadway. Fue el director Lewis Milestone quien le sugirió a Olivia de Havilland ir a ver la obra teatral y ella reconoció ahí un vehículo para volver a ganar el premio Óscar después del obtenido por To Each His Own (1946). La actriz se comunicó con William Wyler y le pidió que viera la obra. Impresionado, Wyler hace que la Paramount compre los derechos cinematográficos por 250.000 dólares y contrate además a los esposos Goetz para escribir el guion.
Olivia confiaba en las capacidades de Wyler para obtener de ella un gran papel, confianza que no fue defraudada, pese a las dificultades durante el rodaje con sus dos coprotagonistas, Ralph Richardson, que había interpretado al Doctor Sloper en las tablas londinenses, y que consideraba inferior el trabajo que hacían todos los demás; y Montgomery Clift, que no lograba dar la talla para un filme de época, haciendo una caracterización muy contemporánea y criticando la actuación de Olivia de Havilland, tildándola de mecánica. Wyler consintió mucho a su actriz protagónica, a sabiendas que requería mucha atención. Solo discutieron una vez, cuando la actriz debía subir unas escaleras cargando unas maletas. La escena fue repetida una y otra vez sin lograr buen resultado hasta que Olivia le tiró a Wyler las maletas en la cara. El director se dio cuenta que estaban vacías e hizo que les pusieran peso. La táctica funcionó.
Pese a un estreno auspicioso en Nueva York, La heredera defraudó al público y no obtuvo las ganancias económicas esperadas. Fue nominada a ocho premios Oscar y obtuvo cuatro. Además del de su protagonista también fueron premiados la dirección de arte, el vestuario (confeccionado por Edith Head, nada menos) y la banda sonora de Aaron Copland. Un buen botín para esta historia que explora las relaciones de clase, el arribismo, el rol de género y la emancipación que una mujer enamorada quiere alcanzar en medio de la rigidez de la época en la que vive. En eso pone su empeño y su alma, así su padre la considere simplemente una víctima voluntaria.
Referencias:
1. José María Aresté Sancho, En busca de William Wyler, Ediciones Rialp, 1998, p. 164
2. Daniel Eagan, America’s Film Legacy: The Authoritative Guide to the Landmark Movies in the in the National Film Registry, A&C Black, 2010, p. 427
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