Bergman: vigencia absoluta de un genio

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Antoine y René van a cine. Al salir ven exhibida una foto fija (una lobby card) de Un verano con Mónica (Sommaren med Monika, 1953), de Ingmar Bergman, con la imagen del rostro y el torso de la actriz Harriet Andersson, y sin pensarlo dos veces la arrancan y salen corriendo con ella, en una de las tantas travesuras que ambos cometen como protagonistas de Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959), el primer largometraje dirigido por François Truffaut. Era un pequeño y mínimo homenaje que un director novato le hacía a un realizador como Bergman, cuya obra había descubierto previamente como crítico de cine. En ese entonces el director sueco solo tenía 40 años y pocos de sus filmes se habían estrenado comercialmente en Francia. Sin embargo para Truffaut ya era un autor fundamental.

El año del rodaje de Los cuatrocientos golpes escribía Truffaut que “Me parece que la mejor prueba del éxito de Bergman es que nos impresiona con personajes de tal poder, nacidos de su propia imaginación. Tan natural es el diálogo que él les provee, que a la vez es elocuente y suena de la forma en la que la gente habla. Bergman a menudo cita a O´Neill, coincidiendo con él en que «el arte dramático que no toca la relación entre el hombre y Dios no tiene interés»“ (1).

Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959), de Truffaut

Truffaut estaba tan impactado con la obra de Bergman que incluso Los cuatrocientos golpes termina con un plano congelado de Antoine mirando hacia la cámara, tal como Bergman hizo con Harriet Andersson, que en una escena de Un verano con Mónica nos mira desafiante. Ese gesto no era usual en el cine y Truffaut –y lo mismo pasó con Godard- percibieron ahí un guiño modernista, un llamado hacia otro tipo de cine, como si desde Suecia los estuviera invitando a experimentar, a reinventar.

Y cuando estos realizadores un par de años después eran los líderes de la nueva ola del cine francés, entendieron que Bergman por sí solo era una vanguardia. Que el director expresionista de Noche de circo (Gycklarnas afton, 1953) y de El rostro (Ansiktet, 1958) era el mismo que indagaba por la ausencia de Dios en El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957) y en El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1960), dos filmes situados en una Europa medieval plagada de miedo y superstición. Ese Bergman también preguntaba por los recuerdos, por la memoria, y unía pasado y presente en un flujo continuo tal como nos mostraba en Fresas salvajes (Smultronstället, 1957). Era un director de una versatilidad pasmosa que hablaba desde el conocimiento pleno de las inquietudes espirituales de sus personajes, sencillamente porque eran las suyas.

Rodaje de Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972)

Viernes santo de 1960. Escribe Ingmar Berman en su cuaderno de trabajo que “En algún sitio se ha escrito y se dice con frecuencia que dios es amor pero a mí me resulta más tranquilizador y más claro si me permiten decir que el amor es dios. El amor es vida y la falta de amor es muerte, eso lo sé yo por amarga experiencia. Vivir con amor es vivir envuelto en un dios. Y puede resultar bastante difícil mantenerse en él con tantísimo peso como llevamos dentro” (2). En ese entonces escribía el guion de Como en un espejo (Såsom i en spegel, 1961), la primera de las tres películas de una autodenominada “trilogía de la fe”, a la que le seguirá Luz de invierno / Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1963) y El silencio (Tystnaden, 1963). En esa agonía de los personajes de Bergman, que de Dios solo perciben un insondable silencio, este director hacía eco del malestar existencial que impregnaba al cine de los años sesenta, manifestado en las obras de Antonioni, Fellini y Resnais, que en diversas latitudes expresaban lo mismo: la perdida de sentido de la vida y la desconexión afectiva de los seres, en medio de una sociedad cada vez más tecnificada y recuperada económicamente.

Ingmar Bergman y su esposa Kabi Laretei

En los años sesenta Bergman radicalizó progresivamente su mirada. Persona (1966) fue un hito en su carrera por su abstracción y su capacidad de conmoción. Dos mujeres, un intercambio de información, una conjunción de almas, una absorción mental… La hora del lobo (Vargtimmen, 1968) es así de extrema, como lo es también Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972), pero esta última en el plano físico, no onírico ni psicológico. Bergman quiere que experimentemos el dolor, mientras baña la pantalla de carmesí, el color de la sangre. A las pesadillas regresa con menos lucidez en Cara a cara (Ansikte mot ansikte, 1976).

En los años setenta, debido a un escándalo fiscal que lo involucró, debió refugiarse en Alemania y allí prosiguió su carrera, El huevo de la serpiente (The Serpent’s Egg, 1977), es ejemplo de su obra en el exilio, mostrándonos una Berlín en el periodo entre guerras, una ciudad fantasmagórica, alegoría de su propio sinsabor con la situación por la que pasaba. Con Sonata de otoño (Höstsonaten, 1978) –coproducción entre Alemania y Suecia- pudo trabajar por fin con Ingrid Bergman, con la que no la unía ningún parentesco y darle a la carrera fílmica de ella un cierre glorioso.

Pernilla Allwin, el director Ingmar Bergman, Sven Nykvist, Ewa Fröling y Allan Edwal durante el rodaje de Fanny y Alexander (1982)

Bergman concluyó tempranamente con Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982) su filmografía. Un autor que había hecho de las angustias del alma el material de su cine, terminaba su carrera de manera fastuosa, y lo hacía hablando de sí mismo, de su infancia, de su familia, de sus sueños. “La decisión de colgar la cámara cinematográfica no resultó especialmente dramática y fue surgiendo durante la filmación de Fanny y Alexander. Si mi cuerpo decidió por mi alma o el alma influyó en el cuerpo no lo sé, pero el malestar físico se fue haciendo cada vez más difícil de dominar” (3), escribía en su autobiografía, Linterna mágica. Pese a esa decisión siguió haciendo películas para la televisión, guiones, novelas, libros de memorias y representaciones teatrales, que fue la otra pasión que movió su vida.

Al fallecer el 30 de julio de 2007, a los 89 años, moría Bergman el hombre. Pero hay seres que nos nombran herederos a todos los demás y eso pasó con él. Lo que nos dejó fue un legado intelectual y cultural enorme y bellísimo. El testimonio de su paso inquieto por esta tierra, traducido en imágenes en movimiento tan rigurosas como llenas de asombro.

Referencias:
1. François Truffaut, The films in my life, New York, Da Capo Press, 1994, p. 256
2. Ingmar Bergman, Cuaderno de trabajo (1955-1974), Madrid, Nórdica Libros, 2018, p. 116
3. Ingmar Bergman, Linterna mágica, Barcelona, Tusquets, 2017, p. 71

Publicado en el suplemento “Generación”, del periódico El Colombiano (Medellín, 29/07/18), págs 11-13
© El Colombiano, 2018

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

Ingmar Bergman, 1918-2007

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