Estudio en escarlata: Gritos y susurros, de Ingmar Bergman
“La lección de Bergman es triple: libertad en el diálogo, limpieza radical de la imagen y la prioridad absoluta del rostro humano”.
– François Truffaut
“Es lunes, temprano en la mañana, y siento dolor”, escribe Agnes en su diario, mientras su voz en off nos repite las mismas palabras. Es la primera frase de Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972), y significativamente no es pronunciada, sino escrita y leída. Lo que decimos es reemplazado aquí por lo que sentimos. Lo primero puede ser falso, circunstancial y ambiguo, lo segundo nunca lo es. En el mundo fílmico de Bergman el sentimiento es crucial: lo que sienten sus personajes es el alma de su cine, sea amor, hastío, soledad, incomunicación, frustración, deseo. Sin embargo, Gritos y susurros se centra en otra experiencia humana fundamental: el dolor.
Pero no sólo se trata del dolor del alma atormentada, del dolor de ser, sino del dolor físico, de esa sensación que experimentamos desde que nacemos -cegados por la luz, ateridos de frío, asustados de abandonar el vientre materno- y que nos acompañará hasta nuestro última exhalación. Seremos testigos, a veces contra nuestra propia voluntad, de los últimos dos días de la vida de Agnes (Harriet Andersson), una mujer consumida por un penoso cáncer. La veremos temblar de dolor, pedir ayuda a gritos, contraerse en un espasmo aterrorizante por lo real. Sus dos hermanas, Karin y Maria están allí acompañándola, en esa enorme y fría mansión de principios de siglo, pero son incapaces de confortarla. Son almas habitadas por el egoísmo y no quieren escapar a ese caparazón que las rodea. Sólo Anna, la diligente mucama, imbuida de fe, caridad y compasión, cuida de veras a Agnes, quien reclama –obnubilada- su presencia.
“La primera imagen siempre volvía: la habitación roja con las mujeres vestidas de blanco. A menudo algunas imágenes vuelven a mi mente con tozudez, sin que sepa lo que quieren de mí. Después desaparecen y reaparecen de nuevo, y son exactamente iguales. Cuatro mujeres vestidas de blanco en una habitación roja. Se movían y hablaban al oído, y eran extremadamente misteriosas. Justo entonces yo estaba ocupado en otras cosas pero, como volvían con tanta tenacidad, comprendí que querían algo”, escribía Bergman en su texto Imágenes, a propósito del origen de este filme. He ahí a las tres hermanas, reunidas por última vez. Agnes, que nunca se casó, recuerda a su madre, aún joven. María (Liv Ullmann), eternamente infantil, rememora sus amoríos con el médico que atiende a su hermana, que llevaron a que su esposo intentara suicidarse. De Karin (Ingrid Thulin) sabremos que odia a su cónyuge y que llegará a atentar contra su propio cuerpo con tal de evitar que él la toque. Las tres mujeres son una sola, celosa, caprichosa y egoísta, incapaz de abrirse a los demás. Incluso Bergman reconoció que cada una evoca un aspecto de la personalidad de su madre. Anna (Kari Sylwan) representa el otro lado, el maternal, generoso y desprendido. Entre las cuatro se forma una mujer completa, llena de certezas, pero también de dudas sobre su misma naturaleza como ser humano.
Robert Lauder, en su texto sobre la mirada filosófica de la obra de Bergman, hace una conclusión a la que Gritos y susurros se acoge: “El viaje humano es hacia la muerte. Al disolverse la presencia de Dios, el ser humano tuvo que mirar hacia otra parte buscando sentido a su existencia y alguna esperanza a la que aferrarse al enfrentar la muerte. El arte le ofrece explicaciones indirectas, pero sin la presencia animada de Dios y la superestructura de significados que la religión alguna vez le brindó al artista, las “respuestas” del arte nunca pueden ser adecuadas. La única esperanza que tenemos, de acuerdo a Bergman, es el amor humano. No hay esperanza celestial. La única salvación posible para nosotros es el contacto afectivo con otro o quizá con muchos otros seres humanos” (1). Agnes -al momento de su muerte, y a pesar de su angustia- no recurre a Dios. Tampoco sus hermanas lo hacen. Y cuando el sacerdote llega a la mansión y pronuncia una oración frente al cadáver de Agnes, expresa también dudas y desilusión sobre ese más allá, que él tampoco es capaz de imaginar. Incluso, en un momento dado, la expresión facial del sacerdote hace un rictus que parece burlón frente a la gravedad que sus palabras expresan. Al manifestar esas dudas, este hombre se hace eco de los falibles ministros de Dios que Bergman nos había mostrado, como Tomas Ericsson en Luces de invierno.
¿Hacia dónde dirigirnos entonces? Después del funeral, Karin y Maria se van con sus esposos, aliviados todos de salir de esta situación, y Anna queda sola en la mansión. Ella conserva el diario de Agnes y allí encuentra la respuesta, al leer la evocación que la difunta hizo de un momento particularmente feliz de su pasado, cuando sus hermanas fueron a visitarla: “Es maravilloso estar juntas otra vez, como en los viejos tiempos. Me estoy sintiendo mucho mejor e incluso pudimos ir a caminar, lo cual es todo un evento para mí, puesto que hace mucho que no salgo. Repentinamente empezamos a reír y a correr hacia el viejo columpio que no veíamos desde que éramos niñas. Nos sentamos en él como tres hermanitas buenas, mientras Anna nos empuja lenta y gentilmente. Todos mis dolores y lamentos se fueron. Las personas de las que estoy más orgullosa entre todo el mundo estaban conmigo. Podía escuchar su conversación a mí alrededor, podía sentir la presencia de sus cuerpos, la tibieza de sus manos. Yo quería que el momento durara y pensaba: Venga lo que venga, esta es la felicidad. No puedo desear algo mejor. Ahora, por pocos minutos puedo experimentar la perfección. Y me siento profundamente agradecida con mi vida, que me ha dado mucho”.
Ante la falta de fe, que se traduce en el silencio y la indiferencia de Dios, los personajes de Bergman buscan alivio en los demás, en las posibilidades terapéuticas –si cabe el término- del afecto y del amor. Pero el director se niega a brindar soluciones perfectas: al amor anhelado contrapone el egoísmo y la incomunicación. A la muerte de Agnes –como si ese hubiera sido la justificación de su deceso- hay un reencuentro mutuo entre las dos hermanas restantes, propiciado por María y al que Karin acepta renuente. Se tocan, se besan, se prometen estar cerca y ser cómplices como cuando eran niñas. Pero esa tregua es momentánea y circunstancial. Al momento de abandonar la mansión, tras el funeral, es Karin la que trata de acercarse, pero ahora María la rechaza. Entre las dos sólo hubo palabras, no un encuentro de dos almas que se necesitaran. Y las palabras, ya lo sabemos, no siempre reflejan con fidelidad lo que el alma siente.
¿Y qué siente el alma?, sobre todo ¿Qué color tiene? Leamos a Bergman: “Todas mis películas se pueden pensar en blanco y negro, excepto Gritos y susurros. En el guion consta que he imaginado lo rojo como el interior del alma. Cuando era niño veía el alma parecida a un fantasmal dragón, azul como el humo, que volaba como una enorme criatura alada, mitad ave, mitad pez. Pero, por dentro, el dragón era todo rojo”. Si el director quería mostrarnos el alma, sus recovecos y sus heridas, no pudo entonces haber elegido otro tono distinto al rojo. Un cineasta que sólo en 1963 se dejó seducir por el color en sus películas, requería usarlo necesariamente aquí. Así, toda la película está teñida de un rabioso escarlata. Las habitaciones de la mansión y todos los elementos del decorado son rojos, haciendo un fuerte contraste con el vestuario de los protagonistas, que fluctúa entre el blanco y el negro, en una alegoría visual mucho más fuerte que la que expresan los parlamentos de los actores.
El maestro Sven Nykvist tenía la misión de fotografiar la película como si reflejara un estado del alma, algo subjetivo y alegórico, y no exactamente real. Bergman lo expresaba a sus actores: “Cuando pienso en este proyecto nunca aparece como algo completo. A lo que más se parece es a una corriente oscura que fluye: rostros, movimientos, voces, gestos, exclamaciones, luz y sombra, talantes, sueños”. Por eso la película deambula en un estado de semi inconsciencia, donde los recuerdos y la imaginación fluyen en un reverbero constante, sin que haya límites entre unos y otra. A eso se debe que Agnes pueda resucitar en la visión que tiene Anna, convocando a sus hermanas en busca de un alivio que ellas –aterradas- no van a brindarle. Sólo Anna –la creyente- es capaz de sanar ese espíritu, tomando en sus brazos el cuerpo de Agnes, en una postura que evoca, inequívoca, a La piedad de Miguel Angel. ¿Agnes ha muerto o no? Para Bergman el proceso de la muerte es un misterio, un hecho traumático cuya mecánica desconocemos, y cuyo desenlace no podemos presagiar. Por eso es posible que la muerte física no sea a la vez la muerte del espíritu y que este siga pidiendo ayuda, pidiendo un abrazo a tiempo.
El rodaje de Gritos y susurros, cuyo título surge de la descripción que el crítico sueco Yngve Flycht hiciera del concierto para piano No.21 de Mozart, empezó en el otoño de 1971 en el castillo de Taxinge en las afueras de Mariefred, al oeste de Estocolmo, y corresponde al florecimiento de la relación de Bergman con la condesa Ingrid von Rosen, a quien desposaría en noviembre del mismo año. Nadie quería invertir en el proyecto y el director tuvo que pedir ayuda al Instituto Fílmico Sueco, a las tres coprotagonistas y a Sven Nykvist, quienes se comprometieron a no exigir contraprestación económica alguna hasta que el filme hubiera sido negociado. La filmación se extendió durante cuarenta y dos días y tuvo un costo de cuatrocientos mil dólares.
Casi un año después del rodaje, los derechos internacionales del filme fueron comprados y pudo exhibirse en Estados Unidos a tiempo para ser candidatizada al Oscar. Obtuvo cinco nominaciones, incluyendo mejor película, y Sven Nykvist ganó el galardón a la mejor cinematografía. Fue uno entre los muchos premios que la película obtuvo, además del reconocimiento de la crítica y del público, que desde el momento de su estreno percibieron que estaban ante una obra extraordinaria.
Ahora las puertas de la mansión se han cerrado. Anna permanecerá allí unos días más. Luego también se irá. Ya no se escuchan gritos. Pero, ¿habrá cesado el dolor?
Referencia:
1. Lauder, Robert E. God, death, art, and love: the philosophical vision of Ingmar Bergman. Paulist Press, New York 1989.
Publicado en la revista El Malpensante no. 81 (Bogotá, octubre-noviembre/07) págs. 86-89
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