El vaticano de la moda: La casa Gucci, de Ridley Scott
En Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1954), de Roberto Rossellini, Ingrid Bergman interpreta a Katherine Joyce, una adinerada inglesa que está con su esposo de visita en Nápoles. La pareja afronta una grave crisis conyugal y el periplo italiano no hace sino ahondarla. Katherine viste lujosamente y con mucha frecuencia la vemos con un bolso y una sombrilla, ambos objetos respectivamente con asa y mango de bambú. No son utilería: los dos son Gucci y pertenecían originalmente a la actriz. Cuando la película se estrenó el bolso causó furor y pasó a ser parte de uno de los diseños emblemáticos de esa empresa italiana, asociada siempre con la clase, con el poder, la fama y las estrellas. Todos quieren tener un Gucci. Incluso si es una réplica.
También Patrizia Reggiani quería un Gucci para ella, pero uno original. Y no exactamente un bolso. Quería a uno de los herederos del imperio Gucci para sí. Por eso se lanzó a la conquista de Maurizio Gucci, el hijo de Rodolfo Gucci, y nieto del fundador de la empresa, Guccio Gucci. Son su ambición y sus ganas de convertirse en una mujer de alta sociedad lo que da origen al drama de La casa Gucci (House of Gucci, 2021), dirigida por Ridley Scott a partir del libro The House of Gucci: A True Story of Murder, Madness, Glamour, and Greed, publicado por Sara Gay Forden en 2000. El título tan sensacionalista del libro es buen reflejo de su contenido: lo que empieza por un documentado recorrido histórico por los orígenes de la familia y de la empresa a lo largo del siglo XX, termina en el escándalo criminal que suscitaron los deseos de venganza y la codicia de Patrizia Reggiani.
La película es mucho más concreta que el libro: esta solo tiene el ángulo de Patrizia, una arribista (interpretada por Lady Gaga) que logró cautivar a un hombre introvertido, idealista y cauto como Maurizio Gucci (Adam Driver), para casarse con él y volverse parte de la familia. Aunque Maurizio podría haber sido el protagonista del relato, realmente es un personaje secundario frente a las intenciones, esas sí, muy protagónicas, de su esposa. Para cualquier guionista la historia tenía elementos suculentos: un clan familiar italiano con un “negocio” donde no faltan los asuntos fiscales turbios; la lucha por el dominio empresarial, la ambición de lado y lado, los golpes bajos, los pactos por conveniencia, la traición. Y si alguien en este punto aún no ha evocado a la familia Corleone, basta con decir que Al Pacino interpreta a Aldo Gucci, el tío de Maurizio. Por eso la atmósfera de La casa Gucci resulta tan conocida: refleja el estereotipo del drama “operático” italiano que el cine ha vuelto mito.
Ridley Scott es un director muy veterano y ha sabido darle al filme un ritmo menos acelerado de lo esperado y además evitar poblarlo de lugares comunes, pero quizá eso ha obrado en contra suya, pues la expectativas del público frente a este tipo de relatos que involucran escándalos públicos y hechos de sangre, chocan frente a esta propuesta medida y “conservadora”, que quizá temió volverse manipuladora y –porque no- afectar la imagen de una marca cuya vigencia es innegable. Lo que tenemos entonces es un melodrama que –pese a estar apoyado en un reparto excepcional, con un Jared Leto que resulta ser una enorme sorpresa- termina no siendo lo arriesgado y ampuloso que quizá algunos suponían que podía ser, ni todo lo elegante y contenido que pretendió ser. Y esa medianía indefinida no le favorece.
La casa Gucci resulta ser interesante por lo que tiene de reveladora frente al pasado de una familia muy próspera cuyas desventuras, o desconocíamos, o habíamos olvidado. Y nos recuerda que no hay que tener una empresa criminal para sufrir las consecuencias de la codicia: esa florece silente en cualquier ámbito donde haya dinero, celos y pocos escrúpulos. O sea hasta en el Vaticano de la moda, como lo es Gucci.
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