La muerte entre las crisálidas: El profesor Lazhar, de Philippe Falardeau
Un día el profesor Bachir Lazhar les pregunta a sus alumnos del colegio lo que significa la palabra “crisálida”, pero ellos no lo saben. Al aventurar una posible respuesta hasta con un crisantemo la confunden. Lo peor de que lo ignoren es que ellos, que son jóvenes de 11 o 12 años, están cada uno –temporalmente- dentro de una crisálida, así no lo sepan. Él les explica con paciencia el proceso de metamorfosis que lleva a la ninfa a convertirse en mariposa, consciente que está a cargo del cuidado de esas crisálidas humanas, aturdidas ahora por el dolor y la muerte. Teme que, por eso, esas futuras mariposas, esos futuros adultos, teman desplegar las alas y no vuelen bien.
Un trauma inenarrable circunda a los alumnos del curso a cargo del profesor Lazhar, un trauma que los llena de silencios, preguntas y remordimientos. ¿Por qué a ellos? ¿Por qué ella, a la que tanto querían, hizo eso? ¿Y por qué ahí? ¿Qué quiso decirles? ¿Qué lección quería enseñarles? Y ahí está Lazhar –un refugiado argelino en Canadá, pero ante todo un sobreviviente- para proponerles el volver a confiar en ellos mismos, a alzar la cara y encontrar apoyo en el otro. Sus métodos pedagógicos son poco convencionales, pero no revolucionarios ni excéntricos: quiere educarlos (¿sanarlos?) con su experiencia personal, antes que con una pedagogía apegada a las normas y convenciones que ya hasta encuentran arcaica a la literatura francesa clásica. Normas que, por ejemplo, prohíben y censuran todo contacto personal entre profesor y alumnos, desde un roce o un golpe leve, hasta un abrazo, creando una barrera invisible –pero sólida- entre ellos. Una barrera que quizá los proteja de un abuso, pero que a su vez los priva de afecto, los aísla y los hace sentir aún más solos.
Aunque pareciera serlo a primera vista, Lazhar no es un personaje de una película norteamericana inspiradora y optimista de las posibilidades de redención del ser humano, como lo ejemplifican filmes del tipo de La sociedad de los poetas muertos (Dead Poets Society, 1989) o Mr. Holland’s Opus (1995) y por eso no va a lograr una transformación existencial en sus alumnos -está demasiado golpeado él mismo como para intentarlo- pero sí va a conseguir que se confronten, que saquen a flote sus dolores y culpas, mientras aprenden a aceptarse y a paliar entre todos el duelo que los agobia. El breve lapso que los acompaña es suficiente para ello, para que entiendan que hay alguien de su lado. Sus alumnos no son tampoco los estereotipos que habitan el cine que estamos acostumbrados a ver dentro del mismo género, al que convendremos llamar hoy “maestro ejemplar que redime alumnos perdidos”: no pertenecen estos adolescentes al renglón de caricaturas pintorescas ni de desadaptados sociales. Son jóvenes con una buena condición social, con familias presentes y activas, y que se saben privilegiados por un sistema educativo como el canadiense, que les asegura una educación de calidad. Hay en ellos incluso una diversidad racial y de origen (fruto de la nutrida inmigración al país) que ya es algo que aceptan como natural, y que no es objeto de debate o de conflicto. Lo que prima en ellos es la confusión, no solo propia de su edad, sino la derivada de la tragedia de la que fueron testigos. La muerte y sus inescrutables motivos no los dejan tener paz.
La historia previa del inmigrante Lazhar (interpretado por el actor argelino Mohamed Fellag) y su búsqueda de asilo político en Canadá va paralela a la de su labor docente. El director del filme prefiere dejar este aspecto solo como algo que se nos narra en pasado, algo de lo que no seremos testigos visuales. Prefiere no sumar elementos con una elevada carga dramática que amplíen, pero a la vez desdibujen el marco de una narración muy circunscrita al día a día del colegio donde Lazhar y sus alumnos se encuentran y departen. Sin embargo son los pesados antecedentes personales que arrastran –tanto él como ellos- los que terminarán por definir la relación que lentamente se va gestando entre todos, construida a punta de confianza, firmeza, comprensión y, claro, dolores compartidos. Ese es el nexo crucial, el vínculo esencial: saberse víctimas inocentes de algo que no escogieron vivir.
El profesor Lazhar (Monsieur Lazhar, 2011) está basada en una obra teatral de la joven escritora canadiense Évelyne de la Chenelière estrenada en el 2002. Su adaptación al cine fue realizada por el canadiense Philippe Falardeau, quien a su vez dirigió el filme, su cuarto largometraje en once años. Politólogo y licenciado en relaciones internacionales, Falardeau llegó al cine hace 19 años al participar y ganar en un concurso televisivo, La course destination monde, en el que debió rodar 20 cortometrajes en 20 lugares distintos del mundo. Su primer largometraje fue La moitié gauche du frigo (2000).
Nominado al premio Oscar a mejor película en lenguaje extranjero, El profesor Lazhar compitió este año por esa estatuilla con Una separación (Jodaeiye Nader az Simin, 2011), que al final se quedaría –con merecimientos- con ese galardón, por el que Canadá competía por segundo año consecutivo. Una pequeña derrota para un filme digno de ese premio o de cualquier otro por el que compita. En estos tiempos en que el cine humanista y reflexivo escasea, una película como esta adquiere mayor relevancia: nos está diciendo que todavía el celuloide se atreve a reflejarnos, a hacer del ser humano y sus conflictos el centro de sus preocupaciones y sus búsquedas. Pero lo mejor es que aún, como espectadores, somos capaces de vernos y reconocernos en esas imágenes tan diáfanas y tan faltas de pretensiones. Cine que en su poética sencillez se nos mete por dentro, nos toca y nos conmueve profundamente.
Para constatarlo, pongan especial atención a la última secuencia del filme, que representa incluso una elipsis temporal. El estrecho abrazo entre el profesor y Alice, su alumna favorita, se antoja un gesto necesario, un contacto físico que, más que una despedida, es la expresión libre y sin ataduras de un agradecimiento hondo que es capaz de borrar normas y prohibiciones, y que se lee como la consecuencia de la huella indeleble que este hombre, víctima de su pasado, dejó sobre ella. Lleno de fe en la condición humana, este último plano del filme es -a pesar de carecer de palabras- uno de los momentos más elocuentes que el cine nos ha mostrado este año. Esa crisálida de ojos azules está lista para desplegar las alas. Bachir Lazhar supo cuidarla y apartarla –esta vez sí, a ella sí- de la muerte.
Publicado en la revista Kinetoscopio No. 100 (Medellín, vol. 22, 2012). Págs. 99-100
©Centro Colombo Americano, 2012
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