En la epidermis de Lili: La chica danesa, de Tom Hooper
“Simplemente me sentía profundamente perdida, abandonada a un destino que trascendía a la comprensión humana. La música, el lenguaje del alma, me liberaba”, “Nadie puede ayudarme. Es demasiado pesado para un alma cansada”. Son dos frases, separadas en el tiempo, atribuidas al diario de Lili Elbe, publicado como Man into Woman en 1933 por Niels Hoyer. Alcanzamos a vislumbrar en esas palabras el cansancio y el dolor que sentía esta mujer atrapada en el cuerpo de un hombre, el del pintor danés Einar Wegener.
Un adulto exitoso, casado, con una vida aparentemente feliz, Wegener (interpretado por Eddie Redmayne), descubre un día, casi por casualidad que siente más mujer que hombre. Lo que empieza como una especie de juego pícaro y fetichista azuzado por su esposa –todo se vale, es 1926, el ambiente es bohemio, Copenhague es de mente abierta– en el que decide disfrazarse de mujer para asistir a una fiesta, se va transformando más que en un obsesión, en la pasmosa constatación de que Einar es una mujer –Lili- atrapada en un cuerpo masculino. La complejidad que eso implicaba para su vida personal y para su relación de pareja daba para un drama de enormes proporciones, pero en manos del director londinense Tom Hooper, La chica danesa (The Danish Girl, 2015) se queda corta ante esa tarea.
“Me has dibujado mejor de lo que era. En lo que has dibujado me he convertido. Me hiciste más hermosa. Ahora me haces más fuerte”, le dice Lili a Gerda (Alicia Vikander) su esposa. En esa frase radica la limitación de esta cinta: la transformación que presenciamos de Einar en Lili es exterior: maquillaje, ropa, peluca, manierismos, modo de caminar. Sin duda para Eddie Redmayne el pasar convincentemente de hombre a mujer era un desafío a sus probadas y premiadas capacidades histriónicas, pero en realidad el verdadero reto –para él, para la guionista Lucinda Coxon y el director Hooper- era mostrarnos los dilemas internos que lo habitaban, el desajuste personal y familiar que esa decisión implicó. Y eso no lo vemos. Hablando de familia, ¿Einar no tenía padres, hermanos o personas muy cercanas con las que debía compartir esa decisión? Sorprende el aislamiento del personaje, reducido a la relación con su cónyuge.
La película trata de compensar con exuberancia escenográfica –el diseño de producción es notable- la poca profundidad psicológica con la que ha dotado a su protagonista. También Gerda, una mujer que de repente ve como el hombre que amó sencillamente desaparece, ameritaba que se ahondara más en sus conflictos. Pero no. La chica danesa prefiere quedarse en la anécdota de la cirugía pionera de cambio de sexo a la que Lili se sometió –y cuyos propósitos, como trasplantarle útero y ovarios, hoy generan bochorno entre el cuerpo médico- y quedarse en la epidermis: en los cuadros de Lili que Gerda pintó, antes que en el tormento que Einar/Lili vivió. La metáfora predecible de la bufanda que vuela al viento con la que se cierra el filme dice mucho de las intenciones de Tom Hooper, deseoso de hacer un largometraje elegante, pero obvio.
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