La sangre llama la sangre: Macbeth, de Orson Welles
Dejemos que sea el propio Orson Welles quien resuma con sus palabras la película que vamos a ver: “Nuestra historia se sitúa en Escocia, en la vieja Escocia salvaje, medio perdida en la niebla que cae entre la historia registrada y el tiempo de las leyendas… La cruz acaba de llegar allí. Los agentes del caos, los sacerdotes del infierno y la magia –magos y brujas- conspiran contra la ley y el orden cristianos. Sus instrumentos son hombres ambiciosos. Esta es la historia de uno de esos hombres y de su esposa. Un valiente soldado oye decir a las brujas una profecía de futura grandeza, y partiendo de esa clave se abre camino asesinando hasta el trono de un tirano, solo para al final de todo acabar cayendo odiado y ensangrentado…” (1). Welles hizo esta narración explicativa para abrir Macbeth (1948) cuando tuvo, por exigencia de los productores de Republic Pictures, que eliminar más de veinte minutos del montaje original que había hecho. Por fortuna la versión del filme que hoy se conserva tiene el metraje que su director planteó y esta narración no hace parte de la película, sencillamente porque no le hace falta. Todo lo que aquí nos dijo está traducido a imágenes en su Macbeth.
Esas imágenes son profundamente perturbadoras, por cierto. La Escocia del siglo XII se antoja, en manos de Welles, un lugar lóbrego que hiede a pestilencia y a muerte, donde la hechicería y los conjuros definen el destino de hombres y mujeres que parecen ser incapaces de ver en el otro algo diferente a aliados o a enemigos. No saben para qué quieren un poder que inexorablemente va a ser arrancado rápidamente por otro más fuerte o más inescrupuloso. Es una época bárbara, donde los reyes tienen sus aposentos en cavernas excavadas o arrancadas a las rocas, y donde las fortalezas que habitan son austeros laberintos de piedra sin más adorno que un portón metálico fuertemente cerrado. La noche es eternamente larga en esa Escocia sin sosiego, un infierno vacilante donde todos son traidores, cobardes, taimados y ambiciosos; donde todos parecen tener manchadas de sangre las manos. Es el brebaje perfecto para que las brujas inciten la codicia de un noble, Macbeth (el propio Orson Welles), y lo hagan suponer que el destino le tiene reservada la corona del reino, así tenga que abrirse camino violentamente hacia ella.
“El tema principal de la producción es la lucha entre la vieja y la nueva religión. Yo veía a las brujas como representantes de una religión druídica pagana sorprendida por el cristianismo, en sí una religión advenediza. Esa es la razón de la larga plegaria a san Miguel (que no figura en Shakespeare), esa es la razón por la que la escena está constantemente ahogada por cruces celtas. La gente no solo rechaza las fuerzas de la oscuridad, sino también la vieja religión que ha sido forzada a la clandestinidad. Las brujas son las sacerdotisas” (2), le confiesa Welles a Peter Bogdanovich en una de sus famosas conversaciones. Orson Welles se toma varias libertades dramatúrgicas al adaptar a Shakespeare y quizá la mayor de ellas es la introducción de un sacerdote cristiano (interpretado por Alan Napier), que funciona como contrapeso a las creencias atávicas, llenas de hechizos, conjuros y premoniciones, que son las que enceguecen a Macbeth y a su esposa, una dama (la estrella radial Jeanette Nolan) mucho más ambiciosa que su esposo.
La película será entonces una lucha de fuerzas entre el caos y el orden, entre el poder tomado a la fuerza y la sucesión natural de un rey caído, entre la ambición y la justicia. Macbeth está convencido de su destino y su esposa lo instiga aún más a llevar a cabo lo que ambos suponen es el designio del Hades, algo que ningún humano podría rivalizar o combatir. Están poseídos por la ambición y eso los lleva al crimen de cada uno de los que pudieran impedir su reinado o el curso del mismo, sin importar su grado de indefensión. En esa oscuridad nocturna, en esas sombras alargadas, en esos primeros planos y en esos emplazamientos extremos de la cámara que Welles utiliza hay un verdadero festín expresionista que el director aprovecha para acrecentar el entorno de sordidez moral que contagia a este relato. Las carencias presupuestales que tuvo para la puesta en escena las convierte Welles en una ventaja para sus propósitos atmosféricos y simbólicos, pues los decorados tan espacialmente indefinidos y abstractos que utilizó hacen de lo que ocurre en Macbeth un reflejo patente del estado mental crispado del protagonista, acosado en la segunda parte del relato por los remordimientos de lo que ha hecho. No teme a Dios, no hay para él una idea cristiana de la culpa de sus actos, es más un desvarío que una toma de consciencia que lo lleva de nuevo a recurrir al oráculo de las brujas buscando alivio. Su lucha no es contra su alma, es contra su propia sed de ambición, que ha tomado ya el control de su mente y lo lleva a actos erráticos que siembran más dolor.
Orson Welles presta la potencia de su voz –y el acento escocés antiguo- al servicio de una narración totalmente cerrada y claustrofóbica, una sucesión de crímenes y atropellos en nombre de una causa personal ciega, que va a ser combatida por las fuerzas cristianas que representan el nuevo orden impuesto que viene a derribar al oscurantismo y a imponerse, no sin excesos igual de graves, como la historia se ha encargado de contarnos. Macbeth se ve como una historia de terror, el drama de un hombre arrastrado por su avidez infinita de poder, ese que no conoce discernimiento alguno: es un fin absoluto, un deseo que es punto final, que anula cualquier intención previa o posterior.
Welles había llevado a las tablas un “Macbeth vudú” en 1936, en una producción patrocinada por el Proyecto de Teatro Federal, que hacía parte del New Deal del presidente Roosevelt. La novedad es que el reparto estaba enteramente constituido por afroamericanos y que la acción pasaba de Escocia a Haití en el siglo XIX, reemplazando la hechicería por el vudú. El montaje teatral fue todo un éxito y catapultó la fama de Welles, que en ese entonces apenas tenía veinte años de edad. El texto de Shakespeare le era entonces familiar y cuando en 1947, para el centenario del estado de Utah, la American National Theatre and Academy (ANTA) le propuso hacer una obra de teatro, Welles escogió a Macbeth, que se presentó en Salt Lake City en el University Theater, con la intención secundaria de dejar la puesta en escena lista para convertir a Macbeth de inmediato en una película suya en Hollywood realizada de manera rápida y a un costo muy bajo.
Para conseguir esto había hablado con Herbert R. Yates, cabeza de Republic Pictures, para que le financiara el proyecto fílmico. Republic era un estudio pequeño, especializado en westerns de serie B, pero Welles logró convencerlo de apoyar la realización de un filme con la condición de rodar en 21 días y ceñirse al presupuesto de 884.000 dólares. “Y aunque todo el mundo en Hollywood se partió de risa ante la sola idea de que Orson hubiera acabado en una productora chabacana como la Republic, Orson pensó que ésta era idónea para su experimento” (3). Para lograr eso grabó todos los diálogos –con acento escocés- con anterioridad al rodaje y los actores lo que debían hacer era acoplar el movimiento de sus labios al sonido que se oía por los altoparlantes del estudio (en algunas ocasiones lo que escuchamos en el filme es la voz interior del personaje de Welles). Esto permitía incluso rodar simultáneamente en dos platós contiguos y que los técnicos pudieran hablar en voz alta. La falta de presupuesto para decorados resultó en una escenografía tan simple como efectiva y que en su austeridad de escaleras rocosas y castillos excavados entre la piedra le dan un aspecto gótico y lúgubre a un lugar habitado por la ambición.
El director escogido por Welles fue John L. Russel –segundo operador de cámara en El extraño (The Stranger, 1946)- un hombre con muy poca experiencia que no iba a poner reparos a sus exigencias ni a imponer un criterio diferente al de Welles. La película se rodó con tomas muy largas, reduciendo el número de planos y por ende la necesidad de reacomodar las luces cuando se movía la cámara. Welles optó usar por picados y contrapicados verticales que empequeñecían a los personajes y los aislaban del entorno, haciendo que se vieran como juguetes de un destino que ellos mismos trazaban con sus crímenes. Jean Cocteau lo expresó claramente al afirmar que “Ninguna toma se deja al azar. La cámara está siempre puesta justo donde el propio destino observaría a sus víctimas” (4). Es maravilloso el manejo expresionista de la luz y de la sombra, algo que Welles –el autor formalista- estaba acostumbrado a dotar a sus filmes, pero que acá se hace imperioso para el tono de pesadilla dantesca del relato. “El hecho de que Welles, apremiado como estaba por un plan de trabajo coercitivo, haya encontrado la manera de filmar unos planos tan difíciles, demuestra hasta qué punto su propósito es el de inventar una forma de distancia antirrealista que no le deba nada al teatro y todo a los medios propios del cine” (5). Pese al origen teatral del texto, nadie podría acusar a este Macbeth de ser teatro filmado.
Finalizado el rodaje a tiempo y con honores, Welles viaja a Europa a protagonizar Cagliostro (Black Magic, 1949) a las órdenes de Gregory Ratoff, dejando la postproducción de Macbeth en un extraño limbo. “Por lo que afectaba a Orson, Macbeth estaba terminado en cierto sentido: no como película, es obvio, sino como experimento. Con Macbeth nunca había tenido nunca la intención de hacer un gran film, solo probar una hipótesis, demostrar que se podía filmar con rapidez y bajo presupuesto. Habiéndolo terminado en el plazo previsto y por debajo del presupuesto, había resuelto satisfactoriamente el problema artístico que se había planteado; y no había más que hablar. Como el experimento había consistido en filmar con eficacia una película de calidad, no veía motivo alguno por el que el remate de la realización no se pudiera dejar en manos ajenas en ausencia suya” (6), escribe la biógrafa de Welles, Barbara Leaming, justificando la actitud displicente del realizador frente a la conclusión de su propia obra, lo que le daba la razón a los múltiples detractores de su estilo de trabajo.
La postsincronización y los efectos sonoros quedan a cargo de su productor asociado, Richard Wilson, mientras él en Europa hacía el montaje con el editor Louis Lindsay. Desde allá ordena hacer retomas y doblajes adicionales de las voces de los personajes. Para la musicalización contrata en Italia al compositor Jacques Ibert, cuya partitura va a modificar Welles durante el montaje final, que él considera concluido en junio de 1948. En agosto se presenta en competencia en el Festival de cine de Venecia, pero Welles –que ha tenido una actitud burlona y arrogante frente a los filmes neorrealistas locales- la retira del concurso después de mostrarla privadamente a los jurados y antes de la exhibición pública, que de todos modos tiene lugar. La crítica especializada prácticamente hizo un linchamiento del filme. En octubre de ese año la película se estrena de manera limitada en Estados Unidos, también con una mala acogida del público y un feroz veredicto de la prensa especializada, y Republic Pictures decide archivarla para hacerle futuras modificaciones.
Entre febrero y mayo de 1949, Republic ordena volver a grabar los diálogos para suprimirles el incomprensible acento escocés y también exige acortar la película en más de veinte minutos. Welles, que llega a un acuerdo con los productores, “accede entonces a doblar de nuevo palabras versos, frases, discursos, incluso personajes enteros” (7). Logra que el nuevo montaje quede en sus manos y a eso, y a la postsincronización del sonido, se dedica hasta principios de 1950. Los diálogos de la versión que se reestrena en mayo de 1950 –que dura 1 hora y 26 minutos- son nuevos en un sesenta por ciento. Pese a eso de nuevo se hunde en la taquilla. En 1980, gracias a Robert Gitt de la UCLA Film and Television Archive, se restaura la versión original de Welles de 1 hora y 47 minutos, que es la que se ve en la actualidad.
“El campo, los pantanos y las nubes no fueron el resultado de un exceso de violencia, ni derivados de Lang o Eisenstein; Macbeth fue el resultado de años de preparación y una visión personal floreciente. En todo caso, la película tiene una deuda con Edward Gordon Craig, el director y escenógrafo inglés que, en la primera mitad del siglo XX, había imaginado un teatro de visiones, iluminación significativa y un fuerte simbolismo, todo lo cual estaba plasmado en Macbeth”, escribe Alberto Anile en su libro sobre los años europeos de Welles. Ya era la sexta vez que Welles asumía esta obra de Shakespeare, contando radio y teatro. Tenía el texto interiorizado y era capaz de extraer de él lo necesario para sus fines dramáticos, esta vez en la forma de un guion. Este Macbeth era una suma de los aprendizajes de sus abordajes previos, aunados a su visión personal. Como casi siempre en él, el resultado no fue entendido: era un experimento en economía de recursos, pero en superávit de creatividad. Shakespeare retado por un genio irreverente. El pulso lo ganaron ambos.
Referencias y citas:
1. Orson Welles y Peter Bogdanovich, Ciudadano Welles, Barcelona, Grijalbo, 1994, p. 246
2. Ibid, p. 246
3. Barbara Leaming, Orson Welles, Barcelona, Tusquets, 1991, p. 360-61
4. Alberto Anile, Orson Welles in Italy, Bloomington, Indiana University Press, 2013, p. 118
5. Jean-Pierre Berthomé, François Thomas, Orson Welles en acción, Madrid. Akal, 2007, p. 156
6. Barbara Leaming, Op Cit., 364
7. Jean-Pierre Berthomé, François Thomas,Op Cit, p. 158
8. Alberto Anile, Op Cit., p. 119-20
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