Mi pasado me condena: Sólo se vive una vez, de Fritz Lang
“Las bellísimas imágenes de Lang desbordan lirismo para crear un sobrecogedor retrato social, un feroz alegato en nombre de la dignidad y una película inmensa, inolvidable”
-Miguel Ángel Palomo
Ante Peter Bogdanovich -que lo entrevistaba- Fritz Lang reveló en alguna ocasión las claves de su cine: “las principales características de todas mis películas son la lucha contra el destino, contra el hado… la lucha de un ser humano primordialmente bueno contra la injusticia social aceptada, el poder de una organización corrupta, la sociedad o la autoridad… se debería luchar por lo que uno considere correcto, incluso contra fuerzas superiores y hasta al riesgo de morir. La lucha, la rebelión es lo importante”. Ese credo lo hizo realidad en muchos de sus filmes alemanes y norteamericanos; incluso de esta última etapa una de sus películas es absolutamente paradigmática de este concepto, Sólo se vive una vez (You Only Live Once, 1937), el segundo de sus largometrajes en Hollywood.
La premisa la establece el protagonista del filme, Eddie Taylor (Henry Fonda), desde el inicio. Saldrá de la cárcel por tercera vez, en todas las ocasiones encarcelado por delitos menores, y pretende hacer el bien “si me dejan”, como él mismo lo asevera. A partir de ahí, como lo afirma Gavin Lambert en su texto Fritz Lang´s America (revista Sight and Sound, verano de 1955), “se crea un mundo de inexorable presagio y melancolía, un mundo de terrible angst en el cual se confunden la culpa y la inocencia, el calculo y el destino”. Aparentemente Eddie parece tener cosas a su favor para enderezar su camino, como el amor de una mujer, Joan (Sylvia Sidney), y un trabajo honesto como conductor que su abogado ayudó a conseguirle. Pero la sociedad –representada por la gente del común- no está dispuesta a perdonarlo, así él ya haya pagado su deuda. “¿Qué te has creído Taylor? Seguirás siendo uno de nosotros”, le recuerda uno de los presos, instantes antes de que Eddie abandone la prisión. Está marcado, y él lo sabe. Por eso su idilio con la vida será breve: en la luna de miel el posadero lo reconoce y hace que se vaya del hotel; más tarde perderá arbitrariamente su empleo por llegar tarde, sus antecedentes no dejan que tenga otra oportunidad. El círculo se irá cerrando: ya se había comprometido a comprar una casa, ya hay un pago pendiente, ya Joan está ilusionada con tener un hogar. Todo parece conducirlo de nuevo al crimen.
Y cuando un grave robo ocurre, Eddie es perseguido, capturado, acusado y condenado de manera sumaria. Era el principal sospechoso, había estado preso, ¿no? Su pasado, sencillamente, lo condena. Ante la injusticia –un antiguo compinche le tendió una trampa para inculparlo- decide vengarse violentamente de la ley que no fue capaz de exonerarlo, yendo por eso hasta un punto sin retorno, arrastrando incluso a la propia Joan, ciega de amor por él. Lang –punitivo con él y con la sociedad civil- no le da opciones: la desconfianza que Eddie siente por el establecimiento le impide ver el único momento en el que no lo están engañando, el único instante en el que es posible esa redención que tanto anhela. Pero Eddie está tan golpeado y tan adolorido que responde instintivamente y echa todo a perder sin darse cuenta.
Fatalista en su aproximación a las circunstancias y al futuro de sus personajes, el director plantea para la pareja protagónica una espiral de desesperación en la que sólo tienen paz cuando están juntos, lejos de las leyes, de la sociedad que quiere condenarlos, que quiere darle un nombre a su hijo, que pretende anular esa libertad que para ellos lo es todo. Por eso huyen, anticipando a las parejas de criminales en fuga que el cine nos mostrará posteriormente en They Live by Night (1949), Gun Crazy (1949), Bonnie and Clyde (1967), Badlands (1973), y Asesinos por naturaleza (Natural Born Killers, 1994). Unos y otros, empezando por Eddie y Joan, están condenados.
Son outsiders vulnerables, son chivos expiatorios incapaces de defenderse. Para darnos a todos una lección de lo que él pensaba de la sociedad norteamericana de su tiempo, Lang los hace víctimas y culpables de todo aquello que no han hecho. El abogado defensor, ex jefe de Joan lo resume: “Los acusarán de todos los delitos cometidos en el país”. Instantes antes habíamos visto como la pareja se surte de combustible amenazando a los empleados de la gasolinera, que cuando los fugitivos se marchan reportan el robo a la policía… pero añadiendo el hurto del contenido de la caja registradora, que la cámara nos muestra inviolada. Que más da, ya los persiguen por un crimen, bien pueden sumar algo más al delito inicial.
En su libro Las películas de mi vida François Truffaut afirmaba que “Sólo hay una palabra para describir el estilo de Lang: inexorable. Cada toma, cada maniobra de la cámara, cada encuadre, cada movimiento de un actor es una decisión y es inimitable”. Lang encierra desde temprano a sus personajes, señalando profético su destino. Cuando Eddie está saliendo de la cárcel hay una escena en la que se ve a Joan esperándolo en la prisión. Una reja los separa y la cámara subjetiva que acompaña a Eddie avanza hacia delante, hacia ella. En ese momento es ella la prisionera, como lo será todo el relato. Está presa de un afecto que supera cualquier adversidad, así todo le indique que está cometiendo un error al acompañar sin condiciones a Eddie. El director utiliza una metáfora con una idílica pareja de ranas -condenadas a vivir o a morir juntas- para mostrarnos lo ingenuo y a la vez lo férreo del sentimiento que une a esta malhadada pareja que lentamente empieza a actuar como una sola persona, no como dos.
Un cartel que ofrece una creciente recompensa ya no por Eddie sino por ambos confirma que lograron ya ser uno. No en la imposible paz, sino en la huida, cuando más fuertes deben ser, cuando más a prueba están sus sentimientos. Al estar unidos la personalidad de cada uno se desdibuja, dejándose arrastrar por la sensación indolente de que ya la suerte está echada y que hagan lo que hagan no pueden escapar a un destino fatal, uno en el que las puertas de la muerte son las únicas que les ofrecen la libertad que tanto anhelaban. Lang los mira sin compasión, incapaz de proveerles un final distinto, si acaso quería que su crítica social fuera completa. Al combinarla con una historia de amor frustrado donde los personajes nos importan de veras, el resultado es una de las mejores películas de la etapa americana de Fritz Lang.
Lang emigra a los Estados Unidos, con una escala en París -donde rodaría Liliom (1934), luego de recibir de parte de Goebbels tanto la noticia de la censura a El testamento del Dr. Mabuse (Das Testament des Doktor Mabuse, 1933), como la oferta de convertirse en el cineasta oficial del régimen nacionalsocialista (historia donde hay más de mito que de realidad). Al llegar a América Lang pasó un tiempo sin filmar, aprovechando para recorrer el país y empaparse de la sociedad norteamericana. La MGM le dio la oportunidad de debutar con Fury (1936) –producida por Joseph Mankiewicz- cuyo resultado final lo dejó insatisfecho ante la interferencia del estudio, que le impuso incluso un final feliz. La idea que dio origen a Sólo se vive una vez resultó de una conversación en una cena que compartían el productor independiente Walter Wanger, la actriz Sylvia Sidney y el escritor Theodore Dreiser. Fue este quien les sugirió filmar una recreación de la historia de Bonnie & Clide. Según Patrick McGilligan -biógrafo de Lang- fue la actriz, quien ya había trabajado con él en Fury, la que sugirió su nombre para dirigir el filme. “Yo amaba trabajar con él, me encantaba lo meticuloso que era. Él sabía acerca de la cámara, acerca del montaje y cuando decía que quería un primer plano era muy parecido a Hitchcock, hacia lo que acostumbrábamos llamar montar en la cámara”, recordaba Sidney.
Lang empezó sus labores como director cuando ya estaba completa una primera versión del guion. Walter Wanger accedió a darle control sobre el montaje final de la película, un privilegio inusual para la época. Los artículos del New York Times sobre la producción de la película afirmaban que Lang, que trabajó un mes con los guionistas Gene Towne y Graham Baker, “trató de introducir lo que él llamaba implicaciones sociales, que últimamente fueron revocadas, mostrando cómo el joven derivó hacia el crimen debido a las malas influencias y un medio social desafortunado. En vez de eso, la película abre cuando el joven sale de la prisión, siendo un extraño para el público”. Según el periódico, cuando el guion se encarriló para donde él quería, Lang se rehusó a que los guionistas lo cambiaran. Matthew Bernstein, en su biografía de Walter Wanger, afirma que aunque Lang afirmó en su momento que el productor se negó a filmar el prólogo que describía le ambiente problemático en el que el protagonista creció, la verdad es que dicho prólogo no existe en las varias versiones del guion.
La producción -que tenía el nombre provisional de Three Time Loser– se inició en el lote de United Artists el 30 de septiembre de 1936 y se prolongó hasta mediados de noviembre; algunas escenas adicionales se filmaron en enero de 1937. Rodar con Lang no era fácil y Sylvia Sidney y Henry Fonda lo vivieron en carne propia. El director ejercía su poder y hacía que los actores se sintieran como marionetas. La actriz recordaba como el director manipulaba a Fonda para obtener la actuación apropiada: “Lo que él hacía era llevarme a través del plató donde Fonda estaba sentado y me susurraba al oído. Él tenía un termo con sopa casera y él me servía un poco, mientras me hablaba lentamente. Como Fonda sabía que Fritz y yo habíamos trabajado previamente, presumía que me estaba dando un trato preferencial, ofreciéndome entrenamiento adicional, usted sabe, ese tipo de cosas. Bien, Fonda echaba humo y murmuraba, “Ese hijo de perra…”, sin saber que lo que Fritz estaba diciéndome era como había hecho la sopa. Y Fonda decía “Al Diablo con él. Voy a mostrarle…” y daba una actuación endemoniada”. El costo final de la película fue de $575,000 dólares.
Sólo se vive una vez se estrenó el 29 de enero de 1937 sin lograr éxito de taquilla pero sí el reconocimiento de la crítica especializada que destacaba su estatura dramática, su uso intuitivo de los ángulos de la cámara, y el poder y el realismo que le director exhibía. Una carta de Wanger a Lang, fechada el 8 de marzo de 1937 trata de explicar las causas del fracaso, “me temo que la reacción general es que nuestra película es un poco pesada para lo que se conoce como “entretenimiento” en este país”. Un filme bello pero incomprendido era el segundo escalón de una carrera en Hollywood que extendería durante dos décadas, con resultados variopintos, donde el thriller de serie negra, los westerns y el drama serían los principales beneficiados de un autor que es probable que tristemente no se sintiera nunca cómodo a este lado del mar.
©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.