Pesadillas infantiles: Pequeñas voces, de Jairo Carrillo
El cine se ha encargado de darle voz a la infancia inmersa en la guerra. Los niños en situaciones de conflicto armado son ignorados, desplazados y abusados, y por su condición de menores de edad, sumariamente hechos a un lado supuestamente para protegerlos. Pero no son escuchados, nadie tiene tiempo para oírlos. El cine sí.
Por solo mencionar cuatro ejemplos, piensen en la niña huérfana en la Francia ocupada por los nazis en Juegos prohibidos (1952), en ese joven taciturno cumpliendo misiones para el ejército que nos mostró Tarkovski en La infancia de Iván (1962), en los sobrevivientes iraquíes de Las tortugas también vuelan (2004) o en la valentía de Marjane Satrapi en Persépolis (2007). En todos los casos lo que hay es una infancia rota, llena de pesadillas y no de sueños. Las ilusiones son reemplazadas por los traumas psicológicos, los juegos por las terapias. En Colombia –con nuestro inveterado conflicto- ya era hora de darles la palabra a los niños atrapados por las diversas guerras que acá se libran y dejar que parezcan solo cifras para revelarse como víctimas. Las más invisibles, las más dolorosas.
El propósito de Pequeñas voces (2011) es ese. Acercarse a cuatro niños, cada uno con su historia, y escucharlos, para luego recrear para nosotros –gracias a un marco narrativo común- esos relatos que los mismos niños han ayudado a crear con sus testimonios y sus dibujos. Así, la película es una amalgama de trazos: los de los animadores profesionales que dan vida a los personajes principales, y los que los niños han dibujado, que muestran su interpretación de lo que sus ojos ven de una guerra que no dimensionan ni entienden bien. Ambos trazos se mezclan sin dificultad en un solo cuadro, que va avanzando exclusivamente según lo que los niños van relatando en primera persona. Cuando debe incluirse alguna voz no testimonial, solo se percibe un ruido de fondo ininteligible. Los creadores del filme prefirieron no intervenir en la narración y quedarse al margen para evitar algún sesgo que invalidara su denuncia, pues esto es en últimas Pequeñas voces, una denuncia frente a tanto silencio y tanta indiferencia.
A veces los relatos más intensos y atemorizadores vienen en empaques aparentemente inofensivos, y este es el caso de este filme. Tras su fachada de cuento infantil de dibujos animado y elegante animación 3D se esconde la contundencia de una declaración coral nada complaciente que quiere –otra vez, pues parece que no oímos- despertarnos y hacernos aterrizar a una realidad que no por ignorarla va a desaparecer. En nuestros campos hay miles de seres en medio del fuego cruzado de distintos bandos, pero parecen no importarnos: preferimos no verlos. De repente aparece una película como Los colores de la montaña (2011) o como Pequeñas voces y lo que surge es la indignación: pero curiosamente no es frente a la situación social y política que pone a los niños como carne de cañón, sino hacia los cineastas nacionales que “se regodean en nuestra violencia”, que nos dan “una mala imagen en el exterior” con esas películas “que siempre cuentan lo mismo”. Qué brutal paradoja.
El niño mutilado por una bomba, la niña a la que los paramilitares se llevaron a su padre, el niño reclutado por la guerrilla o el que tuvo que huir a la ciudad para que no se lo llevaran, son mucho más reales –así los veamos en dibujos animados- que los prósperos y democráticos ríos de leche y miel que algunos pretenden que creamos que bañan nuestro país.
Publicado en la revista Arcadia No. 72 (Bogotá, septiembre-octubre, 2011). Pág. 28
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