Receta contra el olvido: Amarcord, de Federico Fellini
“Nuestros sueños son nuestra vida real”.
-Federico Fellini
Es cualquiera de sus imágenes. Es el pavo real exponiendo su plumaje a la nieve, es el bañista gordo caminando rumbo al puerto, es el rumiante de enormes cuernos que aparece –fantasmagórico- entre la bruma, es el transatlántico partiendo en dos el mar nocturno, es el tío loco subido a un árbol, es la sonriente bruja de trapo quemada en la pira, es Aurelio persiguiendo a Titta alrededor de la casa. Es Amarcord, es la vida, es la memoria que derrota el olvido y la muerte.
¿Recordar o reinventar? A pesar que el título hace referencia a la palabra amarcor, que traduce “yo me acuerdo” en italiano coloquial, nunca sabremos porque se utilizó ese nombre ni que tanto de los recuerdos de juventud de Federico Fellini están expuestos aquí. El director buscaba un título y según cuenta, mientras almorzaba con un amigo escribió en una servilleta la palabra “hammarcord”, sin ningún sentido, pero que le recordaba la palabra del dialecto romañolo. Cuando la cinta era un proyecto, su nombre era Hammarcord-L’uomo invaso, pero al momento de distribuirla quedó abreviado a Amarcord. Es difícil aseverar que este episodio sea cierto, pues la biografía de Fellini se bifurca en senderos muy diversos, muchos cubiertos por el mito y la ficción, de ahí que no sea importante si Amarcord refleja con veracidad parte de la vida de su director. Él lo dice: “los filmes sobre mi pasado recogen recuerdos que son completamente inventados. Y al final, ¿eso qué importa?”. Lo que este filme si refleja con precisión es la nostalgia de los tiempos ya idos, de una forma de vivir pueblerina, sencilla y corriente, hermosa en su ingenuidad parroquial, pero en cierta medida ya contaminada por influjos políticos y religiosos.
La película es un viaje a la Italia de los años treinta, a un pueblo junto al mar -quizás aquel natal Rimini- al que acompañamos durante un año, según lo indican el paso de las estaciones. Un año no es mucho en la vida de un pueblo y Fellini lo sabía: en Amarcord no pasa nada extraordinario, no hay aventuras gloriosas, no hay un misterio agazapado. Convaleciente de una grave enfermedad en 1966, escribe un ensayo, Mi Rimini, en el que se bosqueja y esboza el origen de esta cinta. El director y su coguionista, el poeta y escritor Tonino Guerra, se dedican entonces a contarnos anécdotas que pudieron haber ocurrido en un lapso mayor de un año, reunidas todas aquí en una profusión episódica de historias y situaciones pintorescas, algunas humorísticas, algunas bajo la sombra apabullante del fascismo o de la iglesia, otras guiadas por apremios de adolescencia, ninguna aburrida. El guionista había nacido en San Arcangelo, apenas a ocho kilómetros de Rimini. “A él y a mi nos une el mismo dialecto, y una infancia pasada en la misma campiña, la misma nieve, el mismo mar” – dijo el director.
Para realizar la cinta, Fellini deja a Turi Vasile, que lo había acompañado en Roma y encuentra un nuevo productor en la figura de Franco Cristaldi, quien consigue interesar en el proyecto a la Warner Brothers, que aportó dos millones de dólares. Giuseppe Rotunno haría de nuevo la fotografía y Nino Rota la música, y para mostrar el flujo de la vida tal cual es, el director crea una coral de personajes donde todos -y a la vez ninguno- son el protagonista, interpretados por actores poco conocidos y algunos de ellos naturales, para que la identificación del espectador con los mismos fuera más fácil.
Buscando no confundir a ese mismo espectador, el eje es -sin embargo- una familia, la de Aurelio (Armando Brancia) y Miranda (Pupella Maggio), que viven con sus dos hijos, un tío materno (Nandino Orfei) y el abuelo paterno, obrando Titta (Bruno Zanin) -el mayor de los hijos- como el alter ego adolescente de Fellini. El pasado anarquista de Aurelio -ahora un capataz de construcción, no ha quedado atrás, como lo percibimos cada vez que hay un disturbio callejero. Pero afirmar que Amarcord es la historia de una familia es cerrar los ojos: a su alrededor conocemos a otros habitantes del lugar como la Gradisca (Magali Noël) la dama que todos desean, la Volpina (Josiane Tanzilli) -la loquita del pueblo-, los compañeros de Titta o sus terribles profesores. Sentimos su ritmo vital, nos asomamos al mar, jugamos con la nieve y nos dejamos llevar, sin darnos cuenta a qué horas, en el juego nostálgico que Fellini nos propone, pero detrás del cual hay una aguda reflexión sobre la inocencia perdida, sobre lo que es crecer con el totalitarismo –tanto político como de la fe- a cuestas.
Olvidar es morir y Federico Fellini utilizó su cine como antídoto para derrotar la muerte. Sus imágenes están vivas, traslucen humanidad, corazón, ideas inteligentes y complejas, aunadas a una inmensa calidad visual y a un estilo personalísimo que lo convirtió en un autor de inmediato reconocimiento. Su filmografía atravesó varias etapas: coqueteos con el neorrealismo, búsquedas existenciales y espirituales, retozos lúdicos y reflexivos, autoindulgencia narrativa, barroquismo visual. Viendo la aparente calidez y llaneza de Amarcord, pareciera un alto en el camino de las propuestas estéticas cada vez más elaboradas que Fellini insistió en mostrarnos en esta ultima etapa de su carrera, considerando que la película fue realizada en 1973, luego de Roma (1972) y antes de Casanova (1976), filmes estos que recrean con mas soltura los mundos barrocos de su director.
Pero no por esto podría tildarse de extraña a su filmografía: esta película estuvo obviamente muy cerca al corazón de Fellini, quien la adornó con detalles muy hermosos y a la vez completamente personales, revestidos de una mezcla curiosa de ternura y fealdad: hay un acordeonista ciego que parece un payaso sin maquillaje, hay un vendedor de cachivaches mitómano, hay una vendedora de tabaco de generosas proporciones, hay un monumento floral a Mussolini que habla, hay un gramófono subversivo que los fascistas dan de baja a balazos, hay una monja diminuta, hay un pueblo al que todos sus habitantes abandonan para ir al encuentro furtivo de un transatlántico a mar abierto. Son parte del mundo alucinado de Federico Fellini, insertos en un filme al que el adjetivo de mágico le sienta muy bien. Pero aquí también están –como ya veremos- su ironía de siempre, sus ataques a la iglesia, al absolutismo, al poder indiscriminado, a la banalidad irresponsable de sus compatriotas.
Como lo mencionábamos previamente, narrativamente Amarcord es una antología de historias, de pequeños episodios lineales que conforman un fresco melancólico, donde son factores comunes el humor y la continua exploración de mitos juveniles sobre la religión, el sexo, la educación y el amor no correspondido. Un fundido a negro separa estos pequeños retratos, unidos por la lineariedad temporal en que ocurren y por la hermosísima banda sonora que Nino Rotta –en su decimacuarta colaboración con Fellini- les regala. En ocasiones un narrador-personaje le habla directamente a la cámara, contándonos detalles de la historia local y puntualizando algunas historias, pero por lo general estas se explican por si solas. También hay voces que se sobreponen, gente que mira la cámara, y hasta se adivina al propio director (fuera de cámara) dictando lo que deben decir los personajes. Fellini es un narrador, no un historiador, y estos artificios ayudan a confirmar que su película no es un recuento histórico preciso, sino sólo un cuento, una ficción. La interconexión de estas mismas viñetas individuales es magistral, pues a un evento cómico le sigue una secuencia que revela las consecuencias de ese hecho a un nivel más amplio, brindando al espectador un retrato coherente de la cultura fascista italiana de esa época.
Elementos nostálgicos aparte, Fellini utiliza la coralidad de Amarcord para realizar una concentración de tópicos políticos desde un punto de vista que es –según sus palabras “un juicio, un juicio triste, un juicio melancólico”. Lo que el director pretende, y logra, es combinar la mirada evocadora con una implacable disección de los orígenes del fascismo, pero evitando el cliché explotador y desgastado del fascista deshumanizado, ignorante y dogmáticamente ciego. Fellini se rehusa a hacer de Amarcord una película política típica y a dividir los personajes en buenos (anti-fascistas) y malos (fascistas) El italiano promedio durante ese periodo tenía muy poca familiaridad con ideologías políticas y lo que predominaba era la confusión: la gente vivía en términos de símbolos y mitos. El fascismo dominó Italia por cerca de veinte años porqué explotó una debilidad italiana crónica: la sensación de eterna adolescencia, de desarrollo interrumpido, de un bloqueo que había ocurrido en el camino hacia la madurez y la responsabilidad. Habla el director: “Tengo la impresión que el fascismo y la adolescencia continúan siendo, en cierta medida, estaciones históricas permanentes de nuestras vidas: adolescencia en nuestras vidas individuales, fascismo en nuestra vida nacional” (1).
Esa perenne adolescencia italiana la hace manifiesta como una falta de interiorización y reflexión que los llevaba a constantes manifestaciones grupales, a la exhibición pública, donde eran una masa, como apreciamos en la hoguera del día de San José, con la visita del corregidor fascista el día del aniversario de la fundación de Roma, o con la salida al mar a ver el barco y el matrimonio de la Gradisca. “Al vivir en esta clase de medio ambiente, cada persona no desarrolla características individuales sino sólo defectos patológicos” (…). “Es el ritual el que los mantiene unidos a todos. Puesto que ningún personaje tiene un sentido real de responsabilidad individual, o solo tiene sueños absurdos, nadie tiene la fortaleza de no hacer parte del ritual, de quedarse en casa lejos de él” -afirmaba. Los italianos se despojaban así de cualquier responsabilidad, pues siempre había alguien que pensaba por ellos: sus padres, sus profesores, el alcalde, el rey, Mussolini. Y si ese que pensaba por ellos exaltaba su nacionalismo y sus valores patrios, pues mejor.
Como parte actuante de ese “bloqueo” del desarrollo de los italianos, otro factor era el influjo contundente de la iglesia católica como agente de represión sexual, como diseminadora de una doctrina probablemente bien intencionada, pero de discutibles efectos. Y aunque a lo largo del filme vemos situaciones concretas donde la religión actúa de manera castradora, es el caso del tío Teo el ejemplo más extremo de los resultados feroces de la represión sexual. Subido a un árbol y pidiendo a los gritos una mujer, representaría a todos los italianos que crecieron pensando que las urgencias de su cuerpo eran pecado. Impidiendo el normal flujo del impulso sexual, la iglesia creó un mito alrededor del cuerpo de la mujer que Fellini – sin duda, víctima alguna vez del mismo- explora y recrea con sus contundentes imágenes de mujeres, redondas y rotundas, que persiguen, atraen y repelen a Titta.
Al sumarle este tono de denuncia, Fellini salva a Amarcord del idealismo ingenuo y lo pone lejos del sentimentalismo romántico de I Vitelloni (1953). El maestro de Rimini no vuelve a su personaje de Moraldo, que lo ha acompañado en diferentes tramos de su obra. No, ahora regresa a su infancia con la sabiduría de la madurez para maravillarnos con un filme lúdico, profundo y sensible. Un capitulo de la vida, de cualquier vida. “Si fuera a hacer una película acerca de la vida de un alma, terminaría siendo sobre mí” –decía. ¿Y cómo no creerle esta vez?
Referencia:
1. Fellini, Federico. “Amarcord: The fascism within us – An interview with Valerio Riva”. En Federico Fellini: Essays in criticism, Ed. Bondanella. Pág. 20-21
Publicado en la revista Kinetoscopio no. 54 (Medellín, vol. 11, 2000) págs 86-88
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2000
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