Sin tierra y sin libertad: El viento que acaricia el prado, de Ken Loach
Conmoción. Esa es la palabra que describe lo que El viento que acaricia el prado (The Wind That Shakes the Barley, 2006) despierta en el espectador. Cuando ese grupo de amigos irlandeses que vienen de jugar hurling son confrontados por una patrulla militar británica, aún no alcanzamos a presentir lo que va a pasar. Es muy temprano aún en la narración de la película y no estamos preparados para la violencia brutal de los minutos que siguen. Y lo peor es que no es un evento aislado ni gratuito: el relato va a continuar así, doloroso y agresivo, durante casi todo el metraje.
Comprendemos entonces que esa violencia tiene que tener un escape y una solución que ante los ojos de quienes la padecen no puede ser distinta a responder con más violencia. Es el origen del Ejército Republicano Irlandés, es la Irlanda de los años veinte invadida por el ejército del imperio británico -por los black and tan– incapaz de aceptar las razones independentistas de los lugareños, es la lucha de dos hermanos, de un grupo de amigos y de todo un pueblo por recuperar su tierra y su libertad.
El director no nos ahorra ninguno de los horrores de esta guerra. Su aproximación demasiado verista nos obnubila por momentos pero, para efectos de la denuncia que se propone, era necesario que la película fuera así, directa, realista, comprometida; diferente a la aproximación más convencional que en su momento intentara Neil Jordan con su Michael Collins (1996). Si como espectadores nos invade el desasosiego, ese es un triunfo del filme, a esa incomodidad de nuestras olvidadizas consciencias aspiraba su realizador, devenido en aguijoneante jején histórico, incapaz de dejarnos ir en paz. Él quiere que miremos, que entendamos hasta donde es posible caer, y que entendamos que en el fondo los humanos somos todos iguales: no es sino ver en lo que se convierten los irlandeses que se acogen al tratado de paz con los ingleses: el poder los corrompe, la ideología los ciega.
Festival de Cannes: mayo del 2006. Cuando el jurado del evento, presidido en esa ocasión por Wong Kar-wai y del que también hacían parte, entre otros, Lucrecia Martel, Tim Roth y Samuel Jackson, le entrega a este filme la mítica Palma de Oro está dando una declaración política anti imperialista, no sólo haciéndole un homenaje -merecido, a no dudarlo- a su director, Ken Loach, quien ya por su experiencia parece estar más allá del bien y del mal. El realizador inglés es un veterano del cine social y El viento que acaricia el prado no es más que un capitulo más de su filmografía militante. La resonancia del triunfo en Cannes le vino bien, pues ha logrado que su filme lo haya visto un público más amplio, atraído –si faltaban razones- por el prestigio del premio.
Y eso está bien. Lo que está mal es que Loach aproveche el impacto casi fulminante que la agresividad del filme nos deja en la retina para disimular (mal) las costuras de una narración en últimas convencional, donde hay dos bandos irreconciliables: uno bueno, lleno de héroes idealistas; y uno malo, atiborrado de fieras sin alma. Sólo día, sólo noche, nada de amaneceres o atardeceres. Loach no busca comprender las razones de los ingleses, no les da ninguna oportunidad. No la necesita, ellos son los malos, ¿quién quiere oírlos? Lo único que le interesa es enseñarnos la valentía a toda prueba del pueblo irlandés, haciendo uso de un simplismo y una falta de argumentos tan maniquea que tiene que escudarse -y es una lástima- en los muertos y en los pesares que el filme va dejando.
Publicado en la revista Arcadia no. 20 (Bogotá, mayo/2007), p. 44
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