La pasión que atormenta: Van Gogh en la puerta de la eternidad, de Julian Schnabel
“Nadie alguna vez ha escrito, pintado, esculpido, modelado, construido o inventado, excepto literalmente para salir del infierno”.
– Antonin Artaud
Estamos en el vagón de tercera clase de un tren. Es la Francia del siglo XIX y afuera aúlla violento el mistral, que agita las hojas de los árboles que se ven detrás del empañado ventanal del vehículo. Al vagón entra un hombre tambaleándose, lleva un lío de cosas con él que descarga pesadamente en el piso. Al fondo se ve una cama, el resto es ruido, movimiento y viento. Pero no. No es un tren. Es una habitación en Arlés, a donde Vincent van Gogh ha llegado desde París. La cámara en movimiento solo refleja su confusión y su sed, sobre todo esa. Se quita los ruinosos zapatos, vemos que su media izquierda tiene un gran agujero. Los zapatos quedan en el piso y él saca sus pinceles, un lienzo y empieza a pintar, preso de esa sed de crear que no lo deja nunca en paz. El mistral sopla fuerte y sacude la ventana y las paredes del cuarto, pero nada lo distrae, se nota la fruición con la que ejecuta su trabajo, pero paralelo hay también un desespero en esas pinceladas fuertes, un delirio que lo hace temblar. Ahí quedan los zapatos, inmortalizados en ese momento de miseria, eternos ya. Ahí, también en esa escena brillantemente ejecutada está el credo de Van Gogh en la puerta de la eternidad (At Eternity’s Gate, 2018), el quinto largometraje argumental de Julian Schnabel desde que empezó a hacer cine en 1996.
¿Y a que credo me refiero? Al de la permanencia de la creación, al de la obra artística como un medio de trascender, tanto para quien la ejecuta como para el objeto retratado o esculpido en ella. Es la posibilidad de alcanzar la eternidad por medio del arte, de sentir que es probable detener el tiempo y la muerte, y fijar para siempre un instante del existir. Su lienzo Anciano en pena, conocido también con el subtítulo -nada casual- de En las puertas de la eternidad, se basa en un dibujo a lápiz, Cansado, que había hecho en 1882. El personaje de ambas obras es un veterano de guerra, Adrianus Jacobus Zuyderland, que tiene su cabeza entre las manos. A propósito del dibujo original, Van Gogh escribe a su hermano Theo que “me parece que una de las pruebas más sólidas de evidencia de la existencia de “algo en lo alto” en lo que Millet creía, es decir, de la existencia de un Dios y una eternidad, es la calidad indiscutiblemente conmovedora que puede haber en la expresión de un anciano como ese, sin que quizá sea consciente de ello, mientras se sienta tan silenciosamente en la esquina de su hogar. Es al mismo tiempo, algo precioso, algo noble, que no puede estar destinado a los gusanos… Esto está lejos de toda teología, es simplemente el hecho de que el leñador, agricultor o minero más pobre puede tener momentos de emoción y de estado de ánimo que le den la sensación de un hogar eterno al que esté cerca”. Van Gogh pretendía captar esa expresión, ser el medio para hacer visible y pública tal eternidad.
Pero la película va más allá, buscando transmitirnos la confusión y la angustia que acompaña a esa creación, la responsabilidad que le pesa al artista y que lo hace sufrir, al presentir que no va a ser capaz de ser digno de ese don que le fue otorgado. Van Gogh se sentía abrumado por la belleza de la naturaleza de la campiña francesa que lo rodeaba y que él trataba afanosamente de plasmar en sus lienzos casi que con rabia, como si pensara que pese a sus esfuerzos jamás iba a poder hacerle justicia a realidad que sus ojos le permitían ver. En una escena del filme lo vemos caminar entre el bosque francés y al llegar a un claro la cámara enfoca de frente su expresión de sorpresa. Hay un fundido a negro y luego sus palabras en off: “Cuando me enfrento a un paisaje llano, no veo más que eternidad. ¿Soy el único que la ve? La existencia no puede ser sin razón”. Después vemos unas imágenes donde el pintor parece en absoluta comunión con la naturaleza. Hay algo hermosamente místico en su actitud contemplativa, en su mirada sorprendida, inocente y a la vez frágil.
En la misma misiva a Theo mencionada antes, Van Gogh expresaba que “Me parece que un pintor tiene el deber de tratar de poner una idea en su obra. Estaba tratando de decir esto en este impreso, pero no puedo decirlo tan bellamente, tan sorprendentemente como la realidad, de la que esto es solo un débil reflejo visto en un espejo oscuro”. Las dudas no lo abandonaban. Sentía que le habían dado una misión, pero que posiblemente era inferior a ella, que su voluntad no iba a ser suficiente si su talento no estaba a la altura.
Esa sensación mesiánica, de ser el elegido para una misión salvífica (no religiosa, sino estética), hermana a la figura de Van Gogh con la de Jesucristo. Que en La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988) el personaje del crucificado sea también interpretado por Willem Dafoe lo único que logra es que la similitud mental que hacemos de ambos personajes sea más evidente, pero la verdad es que el guion que Schnabel escribió junto a su pareja Louise Kugelberg y al veteranísimo Jean-Claude Carrière no necesitaba de ese tipo de asociaciones visuales. Su Van Gogh trágico, torturado, empobrecido e incomprendido es un mártir de su arte, luchando contra unos demonios mentales que no le daban tregua. Incluso los guionistas acogen la teoría de que su muerte no fue auto infringida, sino un crimen quizá no intencional, tal como lo sostienen Steven Naifeh y Gregory White Smith en la biografía del pintor que publicaron en 2011.
Van Gogh en la puerta de la eternidad es también una película sobre el propio Julian Schnabel, el artista, el pintor. Él lo dijo en entrevista con Andrew Dansby: “Me importan las pinturas. A todos nos importan. Así que tratamos de hacer una película sobre la experiencia de ser un artista. Como veía el mundo y como el mundo lo afectaba. Y como convirtió eso en arte”. Schnabel encuentra aquí el lienzo perfecto para hablar del papel del arte en la sociedad y sobre los hombres que ponen su vocación por encima de cualquier otra necesidad personal. Esta no es una biopic sensu stricto, esta es una reflexión en primera persona, pero pronunciada por alguien más. “Me encanta hacer esta película… quiero decir, es mi tema. Puedo decir muchas cosas sobre la pintura a través de Vincent que me gustaría escuchar a Vincent decir”, declaraba Schnabel en pequeño video promocional sobre el filme que circula en Internet. Están claras sus intenciones.
“En mi habitación amarilla, girasoles de ojos púrpura se destacan sobre un fondo amarillo; bañan sus pies en un jarrón amarillo, sobre una mesa amarilla. En una esquina del cuadro, la firma del pintor: Vincent. Y el sol amarillo, que pasa a través de las cortinas amarillas de mi habitación, inunda de oro toda esta floración y, por la mañana, desde mi cama, al despertarme, me imagino que todo esto huele muy bien” (1), escribía Paul Gaugin en 1894. Era un pintor escribiendo de otro pintor, de uno que conoció bien. Ahora, 124 años después, otro pintor, con los medios de la época en la que vive, “escribe” visualmente sobre van Gogh. Para inmortalizarlo, para inmortalizarse.
Referencia:
1. Paul Gaugin, Escritos de un salvaje, Madrid, Ediciones Akal, 2015, p. 243
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